Vemos The Crown (2016), una serie original de Peter Morgan para Netflix que ha recibido los parabienes de la crítica. ¿De que trata? Del reinado de Isabel II de Inglaterra. Trata también, directa e indirectamente, de los monarcas anteriores: su tío (Eduardo VIII) y su padre (Jorge VI).
La producción de la serie es absolutamente lujosa, con un dispendio en el que nadie parece reparar o al que nadie parece importar. No es que los responsables alardeen de libras o dólares y que ese potosí lo repartan a manos llenas, no.
El asunto está en que la Coronación de Queen Elisabeth y cualquier otro episodio menor se reconstruyen con fidelidad extrema y ello exige tiempo y abundantísimo dinero. Y talento, claro, algo que está en la inspiración de Peter Morgan.
Los primeros capítulos me parecieron de realización correcta aunque algo convencional, pero conforme avanza la serie la calidad de los guiones y la actuación (precisa, comedida y expresiva) de los actores la mejoran ostensiblemente.
No es fácil encarnar a personajes de tanta circunspección, de tanto envaramiento. No es sencillo hacer creíbles conductas que son papeles, que son figuras de comportamiento tan reglado y previsible.
Pero tras la máscara y los trajes de armiño, bajo la Corona y entre los cortesanos y el gobierno, distinguimos a seres humanos. Seres humanos muy refrenados y sobre todo instruidos para reprimir demasiadas expansiones y emociones.
En la serie se reflejan bien el cambio social de la posguerra y los nuevos avatares que, más pronto que tarde, desarbolan a Winston Churchill. El héroe de la Guerra es ahora un viejo cascarrabias, sordo o resistente a esos cambios, aunque sigue siendo el inteligentísimo y taimado político que se las sabe todas.
Inglaterra se desmorona. En algún sentido se desmorona. No sólo por las estrecheces de posguerra, por los racionamientos, por las catástrofes (el smog que duró días y días provocando numerosos muertos a comienzos de los cincuenta). Inglaterra sufre ya la merma de la descolonización y por tanto el Imperio padece cuarteamiento y pérdida de dominio, de influencia.
¿Qué hace en ese contexto una joven soberana? No se trata sólo de lo que quiere hacer, sino de lo que puede hacer. El protocolo, los reglamentos, las tradiciones reales o recientes, las convenciones supuestamente milenarias ciñen o limitan su comportamiento.
Ella será reina, pero es una descendiente de los Windsor, una dinastía que padece trastornos en el Novecientos. Es una mujer joven, una dama de la alta sociedad que quiere ser moderna y convivir con un marido al que ama y a quien ahogan en parte esas convenciones. Vemos a un tipo dinámico con cicatrices: sabe lo que es salir expulsado de su propio país, sabe lo que es perder.
El mundo ha mudado y aún está mudando y con esa transformación que a todos trastorna también la Monarquía debe cambiar, poco o mucho…: algo que la acerque al pueblo. Pero el empleo dinástico recae sobre una figura que todavía es de origen divino, una reina que una vez ungida con el aceite ritual de la Coronación ha de regresar a la tierra, a la Inglaterra de los obreros y de las clases medias.
De manera inaudita, la Coronación será retransmitida por televisión en junio de 1953. La BBC se encargará de difundir parcialmente imágenes de un acto que es casi milagroso, la investidura divina de la soberana. Mientras es secreta o su visión está vedada, el pueblo idolatra a su reina, dice Isabel II. La Corona lo es por derecho divino.
Que se pase por televisión, como aspira y desea Felipe, el rey consorte, tan moderno, es un riesgo para la Monarquía y es el principio de su posible disolución. La soberana aceptará por amor esa sobreexposicion catódica, pero exigiendo a su marido la protocolaria y quizá humillante genuflexión y la pérdida de su apellido como linaje dinástico.
Los reyes, Isabel y Felipe, tal como aparecen en la primera temporada de la serie, me resultan simpáticos. Aún son jóvenes, todavían no tienen encallecido el corazón y demuestran un sentido político muy notable. Se habían casado el 20 de noviembre de 1947, que es cuando empieza la serie, cuando Isabel cuenta sólo veintiún años y cuando cree lejano el momento de su responsabilidad soberana.
Es un momento de grandes estrecheces en Gran Bretaña y es el año en que nace David Robert Jones. Es decir, aquel que después será David Bowie. Todo el futuro está por delante: las convulsiones culturales agrietarán la circunspección de Inglaterra, el envaramiento y la circunstancia.
Veo The Crown con interés y con placidez. Yo nunca he sido un republicano militante, incondicional. Menos aún, un monárquico convencido o fervoroso. Francamente, me da igual mientras el jefe del Estado respete el marco democrático.
Sin embargo, al ver la serie, paradójicamente me pregunto por el sentido de la Corona. Sin duda, una dinastía real parece dar estabilidad y continuidad a la jefatura de un Estado, que así no está sujeto a los vaivenes de presidentes electos tan espantosos como Donald J. Trump.
Pero me pregunto otra vez. La Corona y su legitimación tradicional carecen de todo sentido, ¿no es cierto? Sólo el cumplimiento estricto de la legalidad, el respeto del marco legal-racional de una Monarquía parlamentaria, nos hace soportar a un soberano o una soberana que en el fondo ya no lo son: en ellos felizmente no recae la soberanía.
Me sigo preguntando para qué sirven unos reyes cuando ya no son soberanos (insisto) y cuando, además, han perdido el aura que les daban el secreto y una pompa tan distante. La televisión aplebeya.
Felizmente.