[Publicada por primera vez en 2014]
Cuando yo era chico, allá en los años sesenta del siglo XX, descubrí que en España había Infantas, muchachas con sangre real.
Fue una sorpresa. Un extraño suceso.
Tan raro como cuando descubres que, pese a las apariencias, las ballenas no son peces, sino mamíferos.
¿Mamíferos? ¿Quién lo diría?
Esto último me lo reveló un historiador inglés. En el descubrimiento de las Infantas no intervino un historiador, sino la historia.
Qué cosas: en España aún tenemos de eso, me decía. Tenemos una Familia Real en la que sus miembros viven como mamíferos. Como ballenas, no.
A ver si saben comportarse, me insistía yo. Son chicas de su tiempo, aunque hijas de los Borbones.
Pero no estamos en la España del Ochocientos: con Isabel II y su Corte de los milagros.
No hay monjas de las llagas, no hay confesores estrambóticos…
Siendo jovencito, prácticamente de la misma generación que las Infantas Elena y Cristina.
Constaté que había muchachas de sangre azul que jamás reinarían porque su hermano menor se les adelantaba.
Qué cosas: yo nunca tuve hermanas; pero sí un hermano que se me adelantó, tanto…, que se me murió deprisa y corriendo.
Luego he tratado mucho con él. Hablábamos de chicas, de Infantas, yo qué sé.
Tener como destino la condición de Infanta me parecía muy triste, le decía a mi interlocutor. Aún me lo sigue pareciendo.
Sabes que perteneces a una buena familia, de posibles. Con armario, con ropa de entretiempo y abalorios.
Sabes que puedes hacer valer tus tesoros intangibles.
Sabes que puedes tener un buen matrimonio: no puedes, sino que estás obligada.
Total, todo eso… ¿para qué?
Felizmente no estamos en otros tiempos, y las muchachas Elena y Cristina son chicas modernas. Y rubísimas. Increíble.
Es decir, pudieron casarse con quienes quisieron, muy detenidamente elegidos.
Pudieron estudiar algo, algo que diera relumbrón; pudieron tener un trabajo o trabajillos, recibir sus patrimonios y, en fin, llevar una vida más o menos regalada.
¿Sin rendir cuentas a nadie?
Eso parecía: con retratarse para el ¡Hola! cumplían con las obligaciones propias del Infantado.
Una vida regalada, ya digo.
Aun así, siempre me pareció un esfuerzo baldío, una obligación que no conducía a nada. A nada bueno.
Porque, vamos a ver, las tareas encomendadas a las Infantas, ¿cuáles eran y son?
¿Lucir en la foto, molestar lo menos posible, aconsejar a su hermano menor, ser hijas-modelo, cuidar de sus esposos?
La labor de las muchachas no era muy lucida, admitámoslo, y cualquiera en su posición se perdería.
Cualquiera se perdería a las primeras de cambio. Yo, con una familia plebeya, me pierdo continuamente.
El cambio… Y el cambio en España ha sido muy notable.
Los esposos de las Infantas, secundarios, irrelevantes, de poca hondura o hechura, han cumplido malamente sus papeles.
Oh, Dios santo.
Lejos de permanecer fuera de los focos, han estado en el centro de la actualidad, quitándoles protagonismo al Príncipe y a su Magna Esposa.
No han renunciado a nada, como la juventud hedonista que dispone de numerario, de líquido, para sus lujos y pujos.
¿Como pijos?
Con tan escasas convicciones, con tan poco sacrificio y tan mal asesorada, la Familia Real casi ha acabado por arruinar el linaje, la dinastía y la España constitucional (que es algo más serio).
Ah, los buenos tiempos, cuando en Marivent se reunían los Borbones para el primer posado del verano (tras Ana Obregón). Ahora: de Mallorca sólo nos llegan pésimas noticias. Ah.
¿A qué noticias me refiero?
Pues:
—a empresas benéficas que no son tales;
—a mariditos que son bravíos o visten con cortinas de raso como pijos de Serrano o vascos de tronío;
—a ingresos que son escandalosamente abultados, con las carteras repletas;
—¿a delitos?
Qué dolor.
Y sí, ante tanto dolor, me digo aquello que me enseñó una amiga: Dios, llévame pronto.