Luis Landero [2012]

“…Alguien empieza a relatar su vida, hechos de su existencia, acontecimientos que convierte en episodios, parte de una historia.

Y precisamente cuando narra esas anécdotas, las mejora o las empeora, las hace egregias o las hace patéticas, incluso terroríficas o humorísticas.

Se le va la mano o se va de la lengua: dice mucho o, al menos, dice lo que no estaba en sus andanzas.

Acaba así por adornarlas, por retocarlas, por agravarlas o por restarles gravedad. ¿Para qué? Para darse importancia o para no perderse; o para cautivar a sus destinatarios, para rehacerse ante los espectadores o los lectores.

Convierte la propia vida en objeto de cuento o de cuentos, y esas historias procuran disfrute y muchas de las emociones humanas: el miedo, la alegría, la piedad, la compasión, etcétera.

Fotografía de Luis Landero: Bernardo Pérez

Cuando ese relato se hace con arte y con persuasión, pero también con autenticidad y con fantasía –porque ambas cosas no tienen por qué ir reñidas –, entonces es fácil vencer la resistencia de quienes escuchan o de quienes leen.

Pueden reanimar y satisfacer deseos o impulsos más o menos conscientes de los destinatarios. Y pueden provocar su identificación. Otros luchan por nosotros, otros nos suplantan.

Y esa gente que vive en el relato obra como un humano, con la inconstancia de los individuos y con la obcecación de las personas.

Vemos en esos tipos virtudes o defectos, cualidades o taras que también nos caracterizan. El cuento produce un efecto de hermanamiento, de comprensión, de admiración e incluso de piedad.

Ese efecto es la consecuencia moral, la lección que aprendemos, y es también su manifestación psíquica, la proyección de nuestro bienestar o de nuestros malestares.

Quien sabe contar un cuento tiene, sí, un gran poder sobre la especie humana: da significado a lo colectivo y a la vez carga y recarga de sentido la experiencia individual.

A pocas impresiones nos resistimos menos que a la del cuento propiamente dicho. Confirmamos o descubrimos los riesgos, las asechanzas y las perversidades a las que ha sobrevivido quien narra o quien protagoniza la anécdota.

Confirmamos o descubrimos los apuros mientras permanecemos a salvo, sin exponernos a los azares del mundo, sin padecerlos directamente.

En realidad, ese relato nos arranca del presente, de lo cotidiano, y nos sume en un aturdimiento, incluso en un espejismo. De esos estados quiméricos o pretéritos hay que regresar, hay que saber regresar.

También a nosotros, los lectores, el relato fantasioso o la recreación histórica nos arrebatan –en todos los sentidos de la expresión–, nos sustraen de lo propio, de lo ordinario y de lo efectivo.

De esa realidad ahora impalpable hay que regresar: hemos de saber hallar el camino de retorno desde dicho mundo pasado o fantaseado a la actualidad en que ciertamente vivimos.

Pero reparemos de momento en los cuentos de vida, de la vida. Son la especialidad de Luis Landero.

De esto, de todo esto, siempre ha sido muy consciente Luis Landero. En primer lugar, por haber sido profesor de literatura: por haber desempeñado su profesión durante muchos años.

En segundo término, por haber escrito algunas novelas que traducen en palabras el acto de contar, de hinchar los acontecimientos, de mejorar o retocar la vida de seres humildes y mediocres en una España aún menesterosa y pobretona.

Para Landero, el cuento es sobre todo una averiguación sobre la mediocridad, sobre las miserias inevitables de la existencia, breve, banal e insignificante: la nuestra, en una España que pasa de las estrecheces franquistas a la prosperidad material de última hora.

¿Qué hay de heroico en esas vidas? En las novelas de Landero, el personaje principal justamente no tiene nada de principal: por lo común es un tipo corriente de extracción popular, incluso un alfeñique que no se resigna a la minucia que es, un individuo ya derribado por la fatalidad o por las determinaciones del entorno.

En principio no puede alzarse, no puede rebelarse: ocupa irremediablemente una posición en el mundo. Pero las novelas de Landero trazan también unos caracteres modestamente heroicos o alocadamente imprudentes.

Aunque vivían en el resentimiento o en la pequeñez, en la ramplonería, al final quieren levantarse, reponerse. Su ideal, temprano incluso, es escapar del infierno vulgar o prosaico en que están: una España carpetovetónica y limitada.

Su meta está guiada por el afán, un anhelo temerario en un ambiente miserable. De repente se descubren alguna virtud, alguna habilidad, que puede ser el pico, esa gran facundia con la que se explican o se justifican.

La capacidad para enmarañar es propia también de aquella España de charlatanes y charlistas, de gentes que venden crecepelo o la cura del alma.

Landero traslada a sus novelas el ensueño de una superación, al modo de la picaresca: una superación, en parte o totalmente errada. Pero expresa también la incredulidad de las víctimas vulgares, los damnificados ordinarios.

Sus criaturas saben que no irán muy lejos, que la realidad está aquí mismo y que es pedestre: hecha para peatones que carecen de grandes medios.

Aunque vivan en la gran ciudad, sus personajes son de cuento y se alimentan del cuento: son tipos de barrio o de pueblo, gentes que se atreven y que se resignan, individuos capaces de acatar juiciosamente lo real hasta que se les va la cabeza.

¿Y qué ocurre entonces? Que realizan una gesta o, al menos, se la inventan…»
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Extracto de:

JS, La imaginación histórica. Sevilla, Fundación Lara, 2012.

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