Yo, yo, yo. Pedro J. Ramírez

He leído con disciplina y abnegación, pero con poco entusiasmo, el primer volumen de memorias de Pedro J. Ramírez.

Se titula Palabra de director (2021). Lleva un subtítulo que sobrecoge: Las memorias del periodista que nunca ha temido a la verdad.

A la verdad hay que temerla, como a Dios tonante.

Admito que esa fórmula (‘Las memorias del periodista que nunca ha temido a la verdad’) es un reclamo editorial. Pero, bien pensado, ese sintagma (el-periodista-que-nunca-ha-temido-a-la-verdad) es resueltamente escandaloso, sin apenas modestia.

Digo que he leído con disciplina y abnegación esta obra porque la extensión misma del relato y la tensión frecuentemente artificiosa del mismo hacen aburrida la lectura del libro.

Tampoco hay tantas revelaciones. Si era por un interés malsano, mi inclinación morbosa no se ha visto satisfecha.

Reconozco que me lo trago todo o casi todo, pero también admito que en este volumen hay pasajes y momentos en que casi deserto ante tanto narcisismo mal construido, ante un yo engreído.

Debo admitir que el principal mérito y su principal defecto, los que adornan a esta obra, son los mismos: haber convertido la propia vida del mensajero en la crónica ampulosa y amputada de las últimas décadas.

Estamos ante un caso en que los avances personales se entreveran o se confunden con los cambios institucionales.

Quiero decir, el periodista tenía (e imagino que seguirá teniendo) olfato para verlas venir, para sacar partido de las corrupciones ajenas, del contrafuero de gobiernos y del ventajismo de políticos medrosos o faltos de escrúpulos.

Yo agradezco su tarea: alguien tenía que hacer el trabajo sucio (otros también lo hicieron). Pero a la vez le reprocho su impostado personalismo y sus batallas con otros colegas que tanto bostezo provocan: La España que bosteza, ya digo.

Él quiere imaginarse como un perspicaz muñidor con influencias. Dice no tener ni aspirar al poder, pero admite disponer de capacidad para intervenir e influir. Esto es, forzar a gobernantes y a aspirantes.

Y quiere imaginar su persona y su vida como profesional del periodismo exactamente entre dos figuras o dos extremos que le resultan favorecedores.

El primero, aquel al que aspira desde jovencito, es la persona del que fuera director del Washington Post, Ben Bradlee. En los setenta del siglo XX, Bradlee apadrina y avala a los reporteros del periódico que investigan el escándalo del Watergate.

El otro, el ‘figura’ con quien se le compara, es un personaje de Billy Wilder, tipo entrañable e inescrupuloso y, a la postre, ficticio. Por el periodismo ‘mata’ (vamos a decirlo así). Me refiero a Walter Burns. Reproduzcámoslo con las propias palabras de Ramírez:

“Muchas veces me han comparado, entre bromas y veras, con Walter Burns, el director gruñón y truhan de Primera plana,interpretado por Walter Matthau, que mete presión a sus reporteros para ganarle a la competencia, sin reparar en medios”.

El Burns de Wilder mete presión e inventa la realidad para que le quepa en esa primera plana que él concibe. El personaje de Walter Matthau es un tipo sin escrúpulos que acaba, cuando se retira, dedicándose a impartir conferencias sobre ética periodística.

Me imagino un futuro semejante para Pedro Jota, ya jubilado de oro, con ese prurito docente para explicar la moral incorrupta del periodista.

Este libro, Palabra de director, es crónica, ya digo, y se detiene en el dos mil y pico, para dar pie a un segundo volumen. El primero le lleva de director de Diario 16 a fundador y maximo responsable de El Mundo.

Es la historia de sus exclusivas y es la historia de sus alianzas, colusiones, afinidades políticas. El relato de sus cercanías: a Isidoro, el joven e incontaminado Felipe González; a Mario (el banquero de Banesto que devino Conde) y Jose (el aspirante conservador que compartió pádel y confidencias, José María Aznar).

En sus páginas se habla desde el GAL hasta Filesa, también de ese Felipe omnipotente, henchido. Se habla de los logros y de las abdicaciones de Aznar ante el nacionalismo, de ese Jose (sin tilde) que emprende una batalla cultural.

Debo admitir que en estas páginas hay poco escándalo que no haya sido revelado con anterioridad. Por ello, el libro se vuelve pronto tedioso, únicamente concebido para exaltar al autor y para conformar a sus adeptos.

Su vida personal, salvo pequeñas excepciones, queda debidamente ausente, cosa que dice poco o mucho de sí mismo.

Por tanto, sus memorias, parciales y sesgadas, propiamente aburren. Ramírez disecciona a los demás.

Enumera su epopeya y traza los perfiles ridículos, carentes y traidores de colegas, jefes, ministros y periodistas. Salva a algunos, pero sólo porque convienen con él y porque le convienen como personajes de reparto.

Demuestra ojo y muestra ojeriza, se siente el centro de la historia reciente y se admite como prosista eficaz. Punto.

Sin duda, yo lo he leído con la impresión de ser un testigo privilegiado. Lo he leído con la sugestión de acompañarlo, por ejemplo, en sus relaciones con el rey Juan Carlos o con el primer jefe que lo echó, Juan Tomas de Salas.

Pero sé que es un volumen falto, grueso de páginas y psicológicamente anémico, en el que apenas hay escasísima o nula introspección. Hay retrospección, sí, pero ningún autoanálisis.

Ninguna terapia profesional.

Y hasta aquí puedo llegar.

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