El precio de la desconfianza

Un ciudadano corriente no puede saber de todo, aunque ese saber sea meramente superficial.

Yo no puedo tener conocimientos profundos de física o de química y, sin embargo, las materias que tratan ambas disciplinas me afectan directa y decisivamente.

Un ciudadano corriente no puede manejarse con todos los pormenores de la realidad.

Por ejemplo, yo no puedo tener conocimientos profundos de los asuntos judiciales y, sin embargo, las materias que trata esa disciplina me afectan directa y decisivamente.

Por eso confío en los expertos, cuyos saberes me evitan estudiar tantas y tantas materias para las que no estoy preparado.

Por eso confío en los jueces, en los físicos, en los comandantes de vuelo, en los cirujanos, en los fiscales, en los microbiólogos.

Confío, además, en esas personas porque son profesionales, porque no improvisan, porque no realizan sus trabajos y funciones a ciegas, dejando las cosas al albur o a la presión de otros.

Al contrario, esas personas están ceñidas por sus reglamentos, por sus protocolos y también por los códigos éticos de sus respectivas profesiones. Por ello, tengo una razón más para confiar en su buen hacer.

Y, en fin, confío en la bonhomía o humanidad de quien ejerce su saber no sólo por estar certificado y avalado para ello, sino por la rectitud que tantas personas demuestran.

Sin embargo, con las actuaciones de ciertos expertos me siento o me sentiría desamparado. Imaginen a un cirujano creativo o guiado por sus instintos o ideología.

Me siento o me sentiría desamparado si, por ejemplo, quienes velan por la justicia atienden a criterios que nada tiene que ver con su materia y con su estricto proceder.

Llámenme inocente.

Fotografía: Getty

A la Justicia la reverencio y la temo. Yo no soy un angelito y, por ello, alguna vez puedo verme procesado por un presunto delito que, a juicio de los expertos, yo haya podido cometer.

Si llegara esa circunstancia (Dios o su delegado terrenal no lo quiera), lo primero que diría es: yo no he sido, intentando con ello salvarme.

Lo segundo que diría es esto: yo no debería estar aquí, en la sala del tribunal, pues soy inocente. Es probable que si soy acusado pudiera mentir, pero a ello tendría derecho.

Lo tercero que diría es: que mi confianza en la resolución justa no dependa del tribunal o del juez que me toquen, que el resultado no esté sujeto a interpretaciones forzadas o arbitrarias y a la ideología, inclinaciones o presiones e impresiones de los magistrados.

Al final, confío en que la justicia no es (o no sea) un cachondeo, como dijo aquel regidor andaluz.

Sin embargo, tengo miedo. Tengo miedo de que la inocencia o la culpabilidad dependa de personas que, como yo, tampoco son angelitos. Para eso, están las leyes, los protocolos y los reglamentos, se me dirá.

Las leyes, los protocolos y los reglamentos rigen y ciñen posibles actuaciones y plazos delimitados, mandatos temporales y resoluciones ajustadas a derecho.

A eso voy, a eso voy, así de recto. Yo tengo derecho a no saber Derecho, salvo las cuatro cosas más elementales.

Pero me descorazona, me inquieta, me derrumba saber (aunque no quería saberlo) que una institución imparcial depende del signo político de los señores jueces.

Me hace desconfiar de la Justicia que un organismo arbitral se parta por la mitad, pues sus miembros toman decisiones por la mínima, salvados por la campaña que los respalda.

Soy inocente, soy inocente, ya lo sé.

Yo no debería estar aquí, interviniendo sobre materias o resoluciones de las que no soy experto, pero materias o resoluciones que me afectan y de las que ciertos organismos o representantes de la justicia sentencian retorciendo protocolos y reglamentos o dictando fallos para beneficiar a quienes impiden la buena marcha de los tribunales.

Me he hecho un lío, lo sé. Pero eso no es el problema.

La cuestión está en que tengo la impresión de que quienes deberían tener clara actuación y razonada decisión obran sesgadamente metiéndonos en un lío, provocando un conflicto.

¿Qué hacer? Yo no soy un experto, yo no debería estar aquí. Pero siento vergüenza. No me pregunten por qué… no sea que acabe en la sala de un tribunal. Yo quiero seguir confiando. O al menos quiero salvar el pellejo. Soy un ciudadano corriente que tiene derecho a no saberlo todo.

En fin, soy un ciudadano corriente, pero sobre todo abochornado.

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