Jueves, 3 de agosto, cuando apenas estoy despierto, una notificación me avisa y me aturde.
Ha muerto Ramón Lobo.

Aunque sabíamos del cáncer que padecía y de su probable desenlace; aunque habíamos escuchado su despedida en la Ser sin que le temblara el timbre de voz, no acabo de resignarme.
Perdemos a una persona lúcida, a un observador muy agudo, a un batallador. Pero esto, lo de las batallas, no lo digo por haber ejercido Lobo corresponsalías de guerra. Lo digo por su compromiso e implicación con la libertad, con los derechos humanos.
No he leído muchos libros de Ramón Lobo, pero sí que le he leído numerosos artículos de prensa en los diversos géneros que cultivó: desde el reportaje de guerra hasta la columna de opinión, pasando por las entrevistas.
Lo he seguido en El País, en infoLibre y elDiario.
A Ramón Lobo lo descubrí tarde. Sabía de su profesión, de su reconocida fama, pero yo andaba despistado.
No es raro que esto me pase. Quiero decir que me despiste sobre cosas trascendentales y sobre personas relevantes. Cuando esto sucede, procuro enmendarme.
Su importancia me la descubrió Anaclet Pons y, si no recuerdo mal, él mismo me lo presentó una tarde de julio en la Universitat d’Estiu de Gandia. Justamente, mi amigo y colega debía participar con Lobo en una mesa de debate.
Desde entonces, a Ramón lo he leído con asiduidad, preguntándome una y otra vez cómo me había perdido hasta hace pocos años tantas crónicas de un corresponsal sabedor y experto, irónico y humano.
Al leer esas viejas crónicas y a la par sus nuevas tribunas de opinión, me maravillan su perspicacia y erudición. Me maravillan su buen humor, su bonhomía y su buen ánimo, cosas muy parecidas, pero no idénticas.
La muerte siempre ha estado presente en su escritura, pero a la vez la reivindicación gozosa de la vida es un logro del Lobo maduro, del Ramón más enternecedoramente humano.
Incluso cuando trataba los hechos más desastrosos o daba cuenta de las circunstancias más terribles había una línea esperanzadora.
Esta misma mañana me he puesto a releer Todos náufragos (2015). Es una Carta al Padre, como la que escribiera uno de su autores preferidos: Franz Kafka.

El padre, Hermann, jamás leyó lo que su hijo tuvo que decirle y reprocharle con gran arte. Como Kafka, también Lobo concibió este volumen contra el progenitor.
Aunque no tanto, no tanto. Al fin y a la postre, el hijo lamenta el temprano fallecimiento de su padre, Ramón Lobo Varela, falangista divisionario y franquista de pro.
La muerte siempre llega pronto y ese hecho fatal impidió una reconciliación que quizá habría sido posible y que el propio hijo deseaba.
Pero no esperen por ello unas memorias condescendientes. Hay crudeza en las evocaciones personales y familiares y hay autenticidad en la reconstrucción de los hechos y de su sentido.
Hay una celebración de su abuelo y bisabuelo paternos (republicanos, laicos, moral y políticamente progresistas). Y hay mucha ternura al hablar de la madre inglesa, de la familia inglesa de la madre.
No quiero revelar más cosas, más detalles o incluso chismes de este volumen tan entretenido y aleccionador.
No quiero destapar algunos de mis disentimientos (sobre todo cuando Ramón Lobo se aventura con alguna generalización histórica). Lo que quiero es que lo lean o, como es mi caso, que lo relean.
El ejemplar que tengo de esta obra fue un obsequio de otro gran periodista, Jaime Millás. Hace ya unos cuantos años. Estaba yo a punto de adquirirla cuando Jaime se me adelantó con mucha perspicacia, con gran generosidad.
Él sabía que no podía perderme esta pieza de los géneros personales, autobiográficos. No podía perderme la pura y comprometida literatura.

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