Primer pedazo. «¿Habrá periódicos en papel dentro de 15 años?», pregunta David Fernández. «Sinceramente, no lo sé. De lo que estoy seguro es de que la gente seguirá necesitando información buena, creíble y relevante. Esa información podrá ser difundida en papel, a través de Internet o mediante el móvil», contesta Andrew Langhoff en El País.
Dicha respuesta es parte de una entrevista publicada el 16 de diciembre de 2009: «Los lectores deben pagar por la buena información«. Es una interviú que he leído en papel y que ahora reproduzco a partir de su versión digital, poniendo un enlace a la versión online de ese periódico. En mi móvil puedo consultar esta misma entrevista gracias a la conexión Wi-Fi de que dispongo en casa. Doy muchas explicaciones. ¿Por qué?
El título que David Fernández ha puesto a la entrevista es una frase literal, entrecomillada, de Andrew Langhoff: «Los lectores deben pagar por la buena información«. Estoy suscrito a El País en papel y, además, abono mensualmente mi recibo por la conexión doméstica a Internet: luego… pago por leer esta entrevista. Pero podría haberla leído sin desembolsar nada. En las bibliotecas, en los bares, en los cibercafés, etcétera, hay ejemplares de la prensa diaria y hay conexión electrónica. Podría acceder a las palabras de Langhoff sin pagar por ello. Pero cuando el editor de The Wall Street Journal Europe habla de pagar se refiere a otra cosa: su periódico online cobra por los contenidos, cosa que –según dice– les permite seguir invirtiendo en contenidos nuevos, en periodistas y en tecnología.
Algo de esto intentó El País hace unos años: cobrar por la hemeroteca, por la lectura de los artículos de opinión, etcétera. Los responsables del diario se toparon con una situación difícil, paradójica: si El País debía seguir siendo un periódico de referencia en Internet (como lo es en papel), entonces tenía que ser un diario leído. Si no era leído, porque estaba vedado el acceso a los contenidos más relevantes, entonces la publicidad no era rentable y, por tanto, bajaban los insertos. Como otros periódicos, tuvo que echar marcha atrás. De momento, la suscripción digital no añade gran cosa a lo que puede consultarse gratuitamente. Para pagar hay que tener la impresión de que te dan algo a cambio…
En 2005, Francisco Alía Miranda publicaba un utilísimo libro titulado Técnicas de investigación para historiadores. Al llegar al apartado de la prensa decía: «en marzo de 1979 comenzó a funcionar en Birmingham el primer periódico electrónico, el Viewtel 202, transmitido por el sistema Prestel de telextexto. Desde entonces, el soporte electrónico ha avanzado considerablemente, siendo hoy un complemento habitual en la mayor parte de su contenido a través de Internet». Fijémonos en la palabra que Alía empleaba: complemento. La versión online de los diarios de papel aún se veía en 2005 como complemento. Hoy, sin embargo, son la Red y los propios periódicos electrónicos–entre otros medios– los que amenazan a la prensa tradicional. ¿Por qué razón? En primer lugar, por el libre acceso: por la gratuidad de lo que en papel se paga. En segundo lugar, por la publicidad. ¿Es que, acaso, los mismos ingresos publicitarios han de repartirse para las mismas cabeceras en diferentes soportes?
Como reza el tópico: estamos hablando del reparto de la tarta publicitaria, de los pedazos del pastel. Ya no hay que competir sólo con medios rivales, sino con los complementos. ¿Cómo mejorar la cuenta de resultados? Leo en El País del mismo día (16 de diciembre) el titular de una noticia vecina: «Los diarios pierden el 43% de los ingresos publicitarios». Este hundimiento puede ser letal. «Puesto que los anuncios son la principal fuente de financiación de los periódicos, esta caída ha provocado un auténtico desplome en los beneficios. El año pasado [2008], los diarios ganaron 11,9 millones de euros, frente a los 232,9 millones del ejercicio anterior».
¿Qué soluciones se atisban? Reducir costes. ¿Cómo? Restringiendo el consumo de papel y adelgazando las plantillas, apunta Antonio Fernández-Galiano, presidente de la Asociación de Editores de Diarios Españoles. No obstante, la publicidad que pierden los periódicos de papel no se ha marchado necesariamente a sus complementos de la Red: «de los 124.000 millones de euros que facturó en anuncios la industria [periodística], apenas 4.100 procedían de los diarios electrónicos». ¿Dónde están los restantes pedazos? ¿Quién se ha comido mi tarta? De momento no vamos a responder. Echemos un vistazo a la historia. En cierto sentido, los problemas que ahora parecen nuevos son, en realidad, asuntos viejísimos.
Segundo pedazo. Para entender los problemas actuales de la prensa, quizá no haya mejor fórmula que la de regresar al pasado, sabiendo –eso sí– que los contextos son muy diferentes. Las ideas, las audacias son semejantes, porque la inventiva humana no es muy vasta. Émile de Girardin, por ejemplo… Su figura es un clásico de la historia del periodismo. En 1836 funda La Presse. Estamos bajo la monarquía de Luis Felipe, de la dinastía de los Orleans. Francia vive un proceso convulso. La revolución de 1830 está muy cercana y el país aún está bajo los efectos del proceso iniciado en 1789.
Émile de Girardin, a imitación de lo que sucede con The Times, concibe el nuevo diario como una empresa mercantil y no como un medio doctrinal. El periódico ha de dejar de ser un medio moralizador, grandilocuente, que alecciona: ha de ser un soporte de informaciones breves y prácticas. Hay que vender lo que ya es, lo que ya se concibe, como un producto de consumo. En sus páginas han de hacerse compatibles la rentabilidad, la calidad, la persuasión de los lectores, la información. ¿Cómo conseguir dicho objetivo?
El periódico tiene que ser un producto cuyo coste se sufrague preferentemente con la publicidad. Hay que abaratar el precio para incrementar el número de sus potenciales destinatarios, para difundirlo mejor y para incrementar los avisos. Solución: que el importe de la suscripción se reduzca a la mitad, costeando la diferencia con los insertos publicitarios, cada vez mejor concebidos. Fue un éxito, como podemos leer en todas las historias de la prensa. «El aviso [el inserto publicitario] debe ser franco, conciso y simple (…). Todo comentario, si no es perjudicial, es por lo menos superfluo; todo elogio, en lugar de atraer la confianza, provoca la incredulidad». Habrá que informar más que hacer ditirambos.
Pero Émile de Girardin será un fenómeno del periodismo no sólo por la audacia de abaratar el precio del ejemplar –no sólo por costearlo con los ingresos de los avisos–, sino por aplicar a la prensa la técnica del folletín (o foulleton) o narracción en pedazos. En la parte inferior del periódico publicará diariamente una novela por entregas como modo de mantener la fidelidad de los destinararios. Con él se inaugura la época de los folletinistas. En La Presse, en el Journal des Débats y en otros medios rivales aparecerán las obras de romancistas, como se decía en el español periodístico del Ochocientos: Honoré de Balzac, Eugène Sue, Alexandre Dumas. Algunas de sus obras serán muy conocidas: Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo, entre otras.
De todos, el folletín que más me interesa es la novela-río titulada Los misterios de París (1842-1843). Su éxito fue extraordinario. Es ya una leyenda de la literatura y del periodismo: se leía en voz alta en las esquinas de París, en corrillos que ávidamente esperaban el nuevo episodio diario. Los misterios… tuvo numerosas imitaciones: Los misterios de Londres, Los misterios de Madrid, etcétera. La obra original se tradujo a muchos idiomas, entre ellos el español: en 1844, en Madrid y en Barcelona, en versiones de Antonio Flores y Juan Cortada. Años atrás, yo leí esta última, reeditada en los ochenta del siglo XX. La novela es monstruosamente extensa, en cinco volúmenes o grandes pedazos que recogen aquellas entregas diarias: una ficción alargada, justamente, para satisfacer al público durante meses y meses. Fue un fenómeno periodístico, bibliográfico, social: un auténtico fenómeno de la cultura popular. Tanto éxito tuvo, tan misterioso fue su impacto, que la obra merecerá la atención de Karl Marx, de Antonio Gramsci y de… Umberto Eco.
Tercer pedazo. Regresemos al punto de partida. ¿Acabarán los diarios en papel? Para aclararme o para ampliar datos, leo un libro reciente que trata exactamente de esta cuestión. Es una antología de textos norteamericanos procedentes de la prensa o de la Red. El volumen se debe a Arcadi Espada y a Ernesto Hernández Busto. ¿Su título? El fin de los periódicos. Si alguien me pidiera consejo acerca de este libro, ¿qué podría decirle? ¿Lo recomendaría? La materia que trata me interesa, por supuesto: es justamente lo que estoy abordando ahora. Pero no sé… Es un libro extraño y concebido de manera precipitada. Para empezar, sólo uno de los antólogos firma un texto, en este caso la introducción. Se trata de Arcadi Espada. De entrada, el lector no sabe exactamente cuál ha sido el papel de Ernesto Hernández Busto. No firma nada: hemos de suponer que es efectivamente coeditor.Vale decir, selecciona con Espada los artículos que se reproducen. Ni uno ni otro traducen los textos antologados: corresponden a Juan Carlos Castillón y a Verónica Puertollano. ¿Eso es lo extraño? No, por supuesto.
Lo raro empieza con las páginas iniciales. Son una suerte de antología de la antología, extractos de lo que después vamos a leer. Pretextos, lo llaman los editores. Es una especie de florilegio de citas para lectores urgentes. Ya no haría falta completar un volumen del que los responsables nos ofrecen lo más destacable. Resulta una operación rara, la verdad. Pero no acaba ahí la cosa. Nos disponemos a entrar para leer la introducción de Espada. ¿Y qué hallamos? Su prefacio no es corriente: no dice lo que toda introducción debe decir: quiénes son los autores antologados. No dice nada de ellos, en efecto. De su identidad se informa al final, en una página de Créditos que en realidad es la procedencia de los textos. Nada más. Tampoco Espada trata del fin de los periódicos. Sus páginas, escasas, son una andanada contra las posturas posmodernas y relativistas: la causa de numerosos males periodísticos, a su juicio.
Por culpa del relativismo, muchos han dejado de creer en la verdad para abandonarse a la verosimilitud. Por culpa del giro posmoderno, muchos han dejado de confiar en la realidad para entregarse a la ficción. Por culpa de este debilitamiento, la figura del mediador, del periodista, se desdibuja e incluso se impugna. Ya no haría falta contar con los periódicos, pues todos seríamos emisores y receptores de la información. Por creer esto es por lo que el fin de los periodistas podría estar cerca: ya no los tomaríamos como responsables de la selección de los hechos. Etcétera.
Me resulta extraña esta argumentación. Es evidente que Internet ha desdibujado las jerarquías del saber y del conocimiento, entre ellas las jerarquías académicas. Es evidente que hay una multiplicación exponencial de las fuentes. Pero tal vez habría que plantearse qué han hecho mal los académicos (o los periodistas, por ejemplo) para que sus funciones hayan sido objetadas. Esa cuestión no la plantea Espada. Pero sí que se la plantean los periodistas o bloggers que después aparecen. El periodismo siempre ha estado en crisis, en crisis financiera: necesidades crecientes y recursos limitados, inversiones que se multiplican y capital limitado. Ahora, la precariedad de los ingresos es grave: esa disputa de la tarta publicitaria mengua las posibilidades de los diarios. Si lo que ofrecen los periódicos también lo proporcionan otros medios, entonces los anunciantes pueden muy bien optar por otros soportes. Es lo que está ocurriendo. Para que los periódicos –en papel o su «complemento» online— retengan los avisos es preciso suministrar algo que otros medios no dan. ¿Qué puede ser? ¿Información? Tenemos saturación informativa. Nos sobran datos. Lo que pueden ofrecer es credibilidad y criterios de selección, de orientación.
En la época de La Presse o del Journal des Débats, la información breve, práctica, escueta, fue muy bien recibida. Limitaba el papel doctrinal de la prensa. Además, el folletín fue un reclamo muy bien pensado. Publicar diariamente una historia a pedazos cuya intriga cambiaba según las reacciones de los destinatarios fue un gran idea. Se establece una serie, se crea una continuidad y los lectores –la audiencia, propiamente, porque dichos relatos también se escuchaban– se fuerzan a seguir adquiriendo el periódico. Por supuesto, no estoy proponiendo una vuelta a recursos del Ochocientos. Una novela como Los misterios de París da a su público una historia melodramática, un relato de identidades confusas, de crímenes espantosos, de miseria y rendención. Leamos un pasaje:
«Con mucha desconfianza nos arriesgamos a presentar algunas de las escenas de este libro. Tememos desde luego que se nos eche en cara haber buscado episodios repugnantes, y aun cuando esto se nos perdone, quédanos el recelo de que se nos juzgue ineptos para pintar fiel, vigorosa y atrevidamente costumbres tan excéntricas (…). Aliéntanos, sin embargo, la especie de curiosidad meticulosa que despiertan muchas veces los espectáculos terribles. ¿Y quién es capaz además de negar el poder de los contrastes? Mirando el arte bajo este punto de vista, conviene acaso presentar ciertos caracteres, ciertos modos de vivir, ciertas figuras cuyos colores sombríos, enérgicos y quizá duros, servirán de oposición o contraste a escena de clase muy distinta. Con tales advertencias confiamos que el lector querrá seguirnos en la excursión que emprendemos que puebla las cárceles y los presidios, y cuya sangre enrojece los cadalsos. Quizá nunca ha visitado esos lugares; mas le advertimos que si pone el pie en el último peldaño de nuestra escala social, verá como la atmósfera se va purificando al paso que la narración se aleja de su principio».
Y eso fueron el periodismo y el folletín de entonces: una excursión hacia el acontecimiento o el suceso, hacia lo novedoso o lo bizarro. Pero también una ayuda, un servicio práctico: el diario estableció lo contemporáneo, lo central, lo significativo. Durante un par de siglos, el periódico fue el principal informador de hechos: su aduanero, como se dice en metáfora ya clásica. Eran los periodistas quienes decidían qué hechos se convertían en noticia, en relato verídico de lo real. ¿Y ahora?
Cuarto pedazo. En el libro que menciono y cuya brevísima introducción escribe Espada, las respuestas que se dan –los diagnósticos, vaya– suelen coincidir. Más que preocupar la desaparición de los diarios en papel (en papel no hay links), inquieta la muerte del periodismo, el cese de su función aduanera (gatekeeper): el fin de la vigilancia, de la verificación, de la jerarquía. Todos podemos ser emisores y todos nos convertimos en terminales que reciben; todos podemos informar, crear, inventar, fabular o mentir con efectos multiplicadores. ¿De verdad es el diario en papel aquello que nos preocupa?
Desde siempre, los periódicos tomaban una parte de lo real para establecer las noticias de acuerdo con unos criterios comunes o próximos. Un lector podía atenerse al mismo menú informativo con sabores diferentes, con interpretaciones distintas. Era la agenda que los medios serios compartían (y aún comparten). Pero, ahora, la mezcla de lo noticioso, de lo espectacular, de lo raro, de lo sorprendente se está imponiendo como dieta general. No es lo excepcional, sino lo común. La confusión empieza a ser la norma, pues la intervención de los internautas puede trastornar y trastocar lo relevante, lo que los periódicos juzgan relevante.
Llegados a este punto nos hallamos en una tensión histórica, en una circunstancia nueva, no vivida hasta ahora. Los periódicos aún están en disposición de dictar la agenda, pero ese temario de asuntos importantes está cada vez más afectado por la intromisión del periodismo ciudadano, por los blogs, por los chats, por los comentarios, por las comunidades, por las redes. Estamos asistiendo a un despiece de la información. Todo es dato y todo circula por la Red: la información significativa, la reflexión, pero también el chisme o el rumor que trivializan lo grave. ¿Y eso es bueno o es malo? Pues depende, claro. Por un lado, esta democratización emisora impugna la colusión entre medios tradicionales, pero por otro también abre la puerta a lo secundario, a lo marginal, a lo banal incluso.
En realidad, que los diarios dejaran de imprimirse en papel no tendrían por qué significar un gran cambio. Podríamos seguir leyendo los mismos periódicos en un e-reader o en un móvil o, simplemente, en el ordenador. Si nuestro hábito perdura, entonces la prensa continuará siendo influyente. De lo que se trataría, pues, es de mantener la función aun cuando las balas de papel dejaran de ser necesarias. Pero hoy el periódico online sólo es una más de las fuentes que consultamos. Obtenemos datos de múltiples emisores y el caudal de información amenaza con anegarnos. Los diarios nacieron para informar, sí, pero también para criticar al poder, en unos casos, o para aliarse con los gobernantes, en otros. La colisión o la colusión, según, siempre les proporcionó enorme influencia. Si ahora numerosos informantes crean sus propias comunidades, si ahora infinitas informaciones circulan por la Red, si ahora es prácticamente imposible establecer un canon o una jerarquía, entonces los diarios llegarán a ser marginales, hasta incluso desaparecer.
¿Celebraremos este fin, este cese? No sé si necesitamos más información. Lo que precisamos es conocimiento y saber: análisis significativos de lo que ocurre y criterios de discriminación que nos permitan seleccionar lo relevante. Pero relevante, ¿para quién? ¿Para la generalidad o para mí, que pertenezco o puedo pertenecer a determinadas comunidades autosuficientes? La relevancia nos lleva, otra vez, a la jerarquía y al canon generales. No podemos abastecernos sólo con lo que nos confirma o con lo que nos interesa, sino también con aquello que nos extraña. Y el periódico tradicional nos informaba de lo que, de entrada, no nos concernía. Era como viajar. O era como esa excursión que nos anuncia el narrador en Los misterios de París, una excursión motivada por la curiosidad meticulosa que despierta lo diferente y el contraste, ese mundo despedazado de clases enfrentadas. El folletinista Eugène Sue esperaba reconciliarnos para regresar final y felizmente aliviados. De hecho, la protagonista de su romance, Flor de María, una muchacha de los bajos fondos, volvía como una dama tras ese descenso a los infiernos. Todo era luz y encaje. Ahora no hay regreso ni consolación. El mundo sigue en pedazos y todo los que nos rodea está muy oscuro. Seguimos observando sin alivio, como la Mafaldita de Quino.



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