La cabeza de Joan Laporta (2005)

Los archivos de Justo Serna, 28 de octubre de 2005
He sentido una enorme tristeza y hastío al leer y ver los conflictos ‘identitarios’ que enfrentan al Barça y al Valencia en los últimos días, conflictos que tienen su lado político y que acaban, como no podía ser menos, con un asunto de colores. Unos empiezan sacando la lengua para obtener ventaja política –con lo que demuestran no tener cabeza—y otros acaban envueltos en la ‘senyera’ oficial de la Comunidad Valenciana para así tapar sus vergüenzas, para así reforzar con énfasis la propia identidad. Resulta incómodo ver a varones semidesnudos llevando banderas por uniforme, desde luego nada que hubiera aprobado Petronio. Después de los antiguos horrores indumentarios del Valencia, con anaranjados que aún sobreviven…, el primer uniforme del equipo luce bien sobre los cuerpos perfilados y musculosos de los deportistas. Es sobrio, con esas límpidas camisetas blancas ribeteadas de negro y con unos calzones también oscuros, con unas medias que siempre, pero siempre, están enhiestas.

El fútbol es uno de los escasos sucesos contemporáneos que mejor representa y restaura el ‘agonismo’ que es siempre vivir. El ‘agonismo’ no es la guerra sin preceptos, sin mediación, sin arbitraje. Es, por el contrario, un refinadísimo modo de resolver los conflictos o de representarlos para sublimar sus efectos más dañinos: es una especie de ordalía personal en la que cada uno se somete a un juego consigo mismo, una especie de lucha con el propio cuerpo para comprobar si se es capaz de vencer. Tendemos a pensar el fútbol sólo como una prueba colectiva, como una manifestación de las identidades comunitarias, pero, visto de cerca, en el césped, es sobre todo un ejercicio individual de resistencia, de camaradería, de inteligencia: o, mejor, es y a la vez lo representa para unos espectadores que viven de manera indirecta, por persona interpuesta, esa ordalía de cada jugador. Por eso, examinar el fútbol en lo que tiene de espectáculo de la vida llevado hasta el ‘agonismo’ sublimado y elegante no es una cuestión de machotes eventualmente violentos, sino una tarea sutil de la inteligencia, lo contrario de la defensa de identidades colectivas en liza.

Pero no, en el balompié acaba triunfando también la lamentable fiesta de identidad y de la exaltación política, que es siempre un instrumento de posible manipulación. Para muchos, la pelota es su corazón, el órgano que les bombea identidad y fluidos. Por eso, por ser fuente de identificación colectiva y de afirmación, es por lo que se presta a ser interesadamente jaleado por representantes políticos: para hacer de ello inversiones pasionales que rindan beneficios electorales, por ejemplo. Pero hay un riesgo extremo en el uso político del fútbol que la afición no suele tolerar. “Se puede ocupar una catedral y sólo habrá algún obispo que proteste, algunos católicos conmocionados, un grupo de disidentes favorables, la izquierda que será indulgente y los laicos históricos (en el fondo) felices”, decía Umberto Eco para intentar una analogía final. “Pero si alguien ocupase un estadio, aparte de las reacciones inmediatas que esto provocaría, nadie sería solidario: la Iglesia, la Izquierda, la Derecha, el Estado, la Magistratura, los Chinos, la Liga por el Divorcio y los Anarcosindicalistas, todas pondrían al criminal en la picota”, concluía Eco en ‘La estrategia de la ilusión’.

Bien, el presidente del Barça no es un criminal que sus adversarios vayan a poner en la picota, pero desde luego no parece tener mucha cabeza: si se agitan sentimientos ‘identitarios’ y se ‘invade’ el césped para otros fines se producen, en efecto, reacciones inmediatas, algunas tan cursis como las de envolverse en banderas para dar patadas al balón. Ahora bien, no podemos descartar el regreso a antiguas formas de violencia. Cuenta Paul Auster que la primera referencia al juego del fútbol se dio en torno al año Mil. Al parecer, los británicos celebraron una victoria sobre el jefe de una invasión danesa arrancándole la cabeza y jugando a la pelota con ella. “No tenemos por qué creernos esa historia”, concluía Auster, ni tampoco hemos de suponer que vayan a regresar esas formas atroces de violencia. Aunque, ahora que lo pienso, si seguimos así, quizá acabemos tan descabezados como los daneses.

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