A quienes escribimos diariamente, quemándonos las pestañas en la pantalla, a veces nos vienen momentos de crisis, de duda. Hay días en que vacilamos y nos interrogamos por lo que hacemos. ¿No deberíamos emplear nuestro tiempo libre en otra cosa más llevadera o egregia? Más aún, si de lo que se trata es de satisfacer el narcisismo que da ver lo que eres capaz de escribir, ¿no deberíamos empeñarnos en ciertas obras de las que nos creemos merecedores?
Pronto aparecerá un volumen que hemos escrito Anaclet Pons y yo mismo (un volumen que ha sido un placer, una felicidad escribirlo, y del que pronto les daré cuenta). Ése y otros libros los pensamos, los concebimos y con entusiasmo y momentos de crisis. El día en que el blog me impida trabajar así, cambiaré la periodicidad de mis entradas. Ustedes me comprenderán, claro. Escribir una bitácora o una tribuna periodística es, seguramente, oficio de cautivos: con una remuneración material o inmaterial y con una consideración personal o social…, escasas. Al menos para la mayoría. No sé si para Juan José Millás. Para tratar estos asuntos permítanme exhumar a Gustave Flaubert. Ya lo dije, ya lo traté, ya lo escribí, pero creo que debo insistir en su ejemplo, regresar a las indicaciones del maestro francés, sensatas e imposibles de cumplir por todos y en todo el tiempo.
En abril de 1858, Gustave Flaubert le escribía a un corresponsal cuyo deseo era convertirse en hombre de letras, un meritorio, un esforzado y abnegado novel que no sabía muy bien cómo administrar sus fuerzas, su energía, su creatividad, su ingenio y, sobre todo, que no sabía hacia dónde dirigir sus papeles. “Si siente una irresistible necesidad de escribir, y si tiene un temperamento de Hércules, ha hecho bien. ¡Si no, no!”, le advertía Flaubert. El autor consagrado le exigía perseverancia y esfuerzo, una capacidad sobrehumana, propiamente hercúlea, una tarea para la que se necesitan no sólo alguna agudeza e inspiración, sino también empeño, denuedo y un cuerpo incluso musculoso que soporte tal entrega. Por eso voy yo mismo al gimnasio: para desentumecerme, para consumir energía puramente física, para alejarme durante unas horas de la dedicación escrita, para sanarme del tóxico sedentarismo. “Conozco el oficio. ¡No es suave!”, añadía Flaubert. “Pero precisamente porque no es suave, es hermoso”, con ese rendimiento egoísta que implica crear algo que no existía.
Ahora bien, la creación o la escritura pueden dirigirse a numerosas metas, algunas verdaderamente satisfactorias, placenteras y bien retribuidas (aunque éstas sean a largo plazo o por la posteridad) y otras engañosas, perecederas. Entre estas últimas, el gran literato incluía el oficio de cronista y su lugar: la prensa, tan importante ya en tiempos de Flaubert. “El periodismo no le conducirá a nada, sólo a impedirle que realice largas obras y continuados estudios. Tenga cuidado. Se trata de una sima que ha devorado a los organismos más fuertes. Conozco a personas de genio (…). Perdón por el consejo si con él hiero una simpatía; sin embargo, tengo razón”. Es decir, estar al tanto, estar al cabo de la calle, estar bien informado, interpretar y transmitirlo no garantizan saberes ni disfrutes ni logros eximios, pues la dedicación cotidiana es un apremio que probablemente marchita. El periodismo como arte ramplón, prosaico, pues. El diario (el blog, en este caso) como escritura poco exigente, trivial, en fin.
“Lleve a cabo grandes lecturas seguidas; y escoja un argumento largo y complejo. Relea a todos los clásicos, no como en el liceo, sino para usted, y júzguelos como juzgaría a los modernos, amplia y escrupulosamente”. La recomendación no era mala: una lectura empeñada de los textos sublimes nos mejora, pero un seguimiento constante, inculto e irreflexivo de la actualidad nos adocena. La segunda encomienda aún era mejor: no lea al modo secamente académico, sino libre, ferozmente, y, sobre todo, subjetivamente: para usted mismo, no para rendir cuentas ante el maestro o el superior. Y, en fin, la última recomendación era exacta: tome a los clásicos como lo que son, como obras que habiendo rebasado su contexto, su determinación y sus límites, llegan hasta nosotros para mejorarnos y para convertirse en el banco de trabajo del escritor novel.
Los encargos que Flaubert le hacía a este escritor en ciernes eran sensatísimos. Lo que ya no tengo tan claro es el desdén del periodismo. Y ello por dos razones. Para quienes leemos a diario dos o tres periódicos, el papel impreso es un espacio consagrado que nos procura esa información que ávidamente buscamos y que nunca nos sacia. Me recuerdo de niño, cuando mi paga no me daba para comprar periódicos y revistas (al menos todas las revistas que yo anhelaba); me recuerdo apostado frente al kiosco leyendo con vehemencia aquellas cubiertas de la prensa. Fue mi madre quien primero descubrió la rareza que me aquejaba: me las daba de informado, estaba al cabo de la calle, porque leía gratis aquellas primeras planas. Era, sí, una información superficial, y nunca mejor dicho: la que me proporcionaban las cubiertas escuetas. Cómo voy a sentir ahora desdén por la prensa. No puedo.
Por otra parte, escribir en la prensa no suele arruinar grandes carreras en ciernes: simplemente porque nos apañamos con recursos y logros que sabemos escasos. En efecto, para los que nos contentamos con no dañar la sintaxis, la abnegación y el retiro propuestos por Flaubert (y que él se infligió a sí mismo) son exigencias sin recompensa. Entre quienes me rodean (empezando por mí mismo) no conozco a personas de genio que hayan visto frustrada su escritura por esta dedicación: no tenemos obras eximias cuya realización se vea impedida por esas tareas menores. ¿O sí? Algunos suelen reprochar a Juan José Millás que haya arruinado su carrera de novelista por la entrega diaria y furiosa a la columna periodística. Es un error plantearlo así, como ya dije. Millás alcanza la perfección en el espacio corto…, su gran hallazgo. Millás es imbatible en la columna, en la narración breve que condensa un mundo, en la mirada insólita. Dios está en lo particular, decía Flaubert: en ese detalle inapreciable a simple vista que Millás revela. Hay periodistas toscos, pequeñísimos, de vuelo gallináceo, que se creen gigantescos: hacen metaperiodismo. O eso creen. Y hay narradores de tirada corta que atinan casi siempre. Yo no le pido a Millás la gran novela que exigiría Flaubert. Yo le pido cada uno de esos relatos breves y definitivos con que nos obsequia, un libramiento cotidiano… con el que no siempre acierta. Y si hay días en que no acierta no es por desaliño creador, sino por exceso imaginativo. Con todo, será recordado por eso: por la observación insólita de lo real y por la inobservancia humilde de sus reglas.
Así es que los diaristas (del diario personal o público) y los bloggers seguiremos leyéndole y seguiremos empeñándonos en la escritura hasta que nos sobrevenga el tedio o hasta que nos hundamos definitivamente en la sima con que nos amenazó Flaubert. Mientras tanto, disfrutemos. Hoy hay columna de Juan José Millás, en El País: como tantas veces en Levante.
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Hoy, viernes, artículo de JS en Levante-EMV:
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Presentación de Juan José Millás en Valencia.

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