Es probable que las páginas más espeluznantes que he leído, las más terroríficas, no procedan de la ficción, sino de un ensayo filosófico. Creemos que sólo la novela o el cuento son capaces de erizarnos los cabellos, de acelerar nuestro pulso, pero no es necesariamente así. Un poema puede abatirnos, por supuesto, pero también una prosa filosófica puede sobrecogernos.
Michel Foucault escribió algunos de los textos más bellos e irritantes que la filosofía contemporánea ha producido. Irritantes porque nos incomodaban, porque nos obligaban a salir de nuestras percepciones habituales, porque nos helaban con sus análisis duros. Su sintaxis fría no era mera expresión de relativismo, no era mera oscuridad verbal ni era heideggerianismo impostado, como algunos sostienen. Era descriptiva, frecuentemente narrativa: la prosa de alguien que se pensó como un archivero, como un recopilador de documentos del pasado, como un erudito que busca textos aparentemente inertes e irrelevantes a los que vivifica con imaginación filosófica y con subjetivismo, incluso con inteligencia arbitraria. He pensado estos días en su figura y en su obra como consecuencia de dos hechos que no están relacionados. Por una parte, por la descripción que de él hace Félix de Azúa en uno de sus últimos artículos. Por otra, por la condena a muerte que ha dictado el Tribunal de Bagdad contra Sadam Husein.
Azúa es un intelectual bien informado que transita con la habilidad de un todoterreno por espacios difíciles, ajenos a su competencia. Se mete en parajes inaccesibles para muchos y suele salir sin despeinarse, sin vuelcos aparatosos, de sus rápidas incursiones. Eso no significa que vea bien las cosas que visita: significa que su riesgo es mínimo y que está calculado para regresar indemne y con el aplauso de su público. Uno de esos lugares inhóspitos a los que Azúa suele volver es el del pensamiento francés, en concreto el relacionado con el estructuralismo de la década de los sesenta y con las corrientes filosóficas que siguieron después.
El otro día, yo mismo lo recordaba aquí. El 10 de febrero de 2005 publicaba un artículo contra Roland Barthes, Louis Althusser y Julia Kristeva, entre otros. ¿La imputación? Haber atentado contra la claridad filosófica (la clarté cartesiana), haber hecho suyo el hermetismo lingüístico y el esoterismo heideggeriano. Azúa les afeaba su locución, su artificio, su irresponsabilidad verbal. Ahora, muchos meses después, el escritor catalán regresa a ese dominio con otro artículo titulado “No me lo puedo creer”. En este caso, el objeto de su diatriba es otro de esos pensadores franceses, seguramente el que mayor éxito ha tenido: Michel Foucault. ¿La razón? Su relativismo: por haber estado tan convencido de que los hechos sólo tienen una existencia lingüística, la realidad se habría desvanecido en la prosa de Foucault. Aprovechaba Azúa para sacar por enésima vez la imputación que al filósofo francés se le ha hecho por alguno de sus biógrafos: la de ser un irresponsable con su promiscuidad sexual cuando el Sida ya era una evidencia científica, un dato incontestable al que él no le habría prestado atención. ¿Por qué razón? Por su relativismo, justamente –arguye Félix de Azúa.
No sólo su muerte, ocurrida en 1984, se habría debido a esa irresponsabilidad, sino también el contagio de numerosos amantes ocasionales que Foucault habría tenido en la California a la que acudió en sus últimos años. Creo haber leído casi todas las biografías que sobre su figura hay en el mercado (las de Didier Eribon, David Macey, James Miller o también la novela de Hervé Guibert). Pues bien, su vida narrada se ha convertido en un auténtico campo de batalla entre los biógrafos. Por tanto, las imputaciones que se le hagan han de ser contempladas a la luz de las arremetidas mutuas que se dedican: para inculpar o para exculpar una vida en la que la amistad, la honestidad intelectual o la homosexualidad y su expresión sadomasoquista habrían sido los hilos conductores, la clave con la que relatar los acontecimientos y su sentido. Liquidar la creación de Foucault sacando por enésima vez su real o supuesta irresponsabilidad con el Sida me parece un expediente para la fácil condena que, insisto, es objeto de chismes y batallas entre los biógrafos, unos autores en fin que se acusan mutuamente de plagio, de falsedad, de maledicencia. ¿Es verdad lo que se le atribuye? No estoy en disposición de desmentir a este o a aquel biógrafo, pero parto del supuesto de que no es improbable de que grandes obras tengan detrás a seres humanos deplorables o a individuos desastrosos. Sin embargo, sobre ese primer hecho, sobre lo que significa una gran obra, Azúa no se pronuncia.
Foucault escribió sobre la ciencia, sobre la locura, sobre las cárceles, sobre la clínica, sobre la sexualidad, tomando esos asuntos como objetos desmontables y documentables, como certidumbres sobre las que no nos interrogamos, a prioris que damos por supuestos, por naturales incluso, cuando sólo son construcciones históricas con fecha. Son objetos de conocimiento que han sito rubricados con determinadas palabras –cárcel, por ejemplo–, pero son realidades históricas cuyo significado ha variado enormemente a lo largo del tiempo: las prisiones, por ejemplo, son un dato antiguo, pero convertir esos recintos en el espacio de aplicación de la pena privativa de libertad es un hecho relativamente reciente, algo que se impone y se extiende con el primer liberalismo, justo cuando los códigos penales simplifican las puniciones estableciendo la privación de libertad como principal castigo.
Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión es un volumen majestuoso, documentado y arbitrario: parece la obra de un historiador, dado que consulta fuentes del pasado, dado que traza el proceso de aparición de la cárcel contemporánea. Pero, en realidad, la preocupación de Foucault es otra bien distinta: mostrar la sociedad de hoy como un espacio disciplinario en el que se nos vigila constantemente, un lugar que nos asfixia y en el que se nos somete a todo tipo de observaciones y observancias. Lamentablemente creo que no erró en su conjetura. Foucault toma la cárcel del siglo XIX, la cárcel en la que se impone la pena privativa de libertad, como una metáfora de la sociedad disciplinaria que vendrá. Es, pues, algo concreto sobre el que se erige el símbolo de nuestra dominación. Habría, dice Foucault, una analogía funcional y arquitectónica entre la prisión, la fábrica, la escuela, etcétera: lugares en los que unos pocos han de vigilar a una multitud observada y sujeta…
Hablaba yo mismo al principio de cuáles podrían ser las páginas más sobrecogedoras que he leído. Pues bien, ahora me respondo. Las páginas más intimidantes están en la obra de Foucault y son, precisamente, las que sirven de pórtico a Vigilar y castigar. En ellas se relata con minucia y pormenor el suplicio a que fue sometido un regicida de la Francia del Setecientos: Robert François Damiens. Para castigar, pero también para ejemplarizar, la maquinaria de la monarquía absoluta se puso en marcha. En un escenario público, bien visible, el verdugo sometió al reo a todo tipo de torturas, magullando su cuerpo hasta extremos indecibles. No se trataba de ajusticiarlo rápidamente, evitándole así el suplemento punitivo del dolor. De lo que se trataba era de mantenerlo con vida para que el sufrimiento fuera largo, insoportable. De cara a la galería, si el penado moría rápidamente eso significaba que el verdugo había hecho mal su trabajo o que Dios aliviaba al desgraciado. A Damiens, la muerte le sobrevino después de atarle cada miembro de su cuerpo a las colas de cuatro caballos. Azotadas las bestias, el cuerpo quedó descuartizado, sangrante. ¿Para qué presentaba Foucualt este cuadro de repugnante desolación? Lean Vigilar y castigar y comprueben su tenor.
Dos siglos y pico después, la pena de muerte nos espanta y su simple mención nos hace preguntarnos sobre la civilización. No se trata de que un criminal odioso no merezca el mayor de los castigos. Lo que nos preguntamos es si el espectáculo de la punición capital sirve como aviso para los grandes malhechores que se adueñan de los gobiernos con el propósito de infligir el mal. Sadam Husein ha sido condenado por un Tribunal a morir en la horca, castigo infamante que se aplicaría a un vulgar delincuente. El antiguo mandatario de Irak dice preferir el fusilamiento, una ejecución militar acorde con su rango, nada comparable, en todo caso, al suplicio a que fue sometido Damiens. ¿Qué puede pasar?
Leo algunos editoriales de los periódicos españoles y compruebo que, en general, la maldad del personaje no doblega a los editorialistas. Por principios morales, sigue repugnándoles la pena de muerte. Pero también por realismo: por el hecho simple, pero incontestable, de que su ejecución infamante servirá para alimentar todos los rencores inimaginables. Lo que no sé (ignorancia culpable) es si ese ajusticiamiento tendrá lugar públicamente, si se hará en lugar bien visible. De lo que no me cabe duda es de que la imagen de un cadáver meciéndose acabaremos viéndola en Internet. Me pregunto qué habría dicho Foucault si hubiera podido contemplarla.

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