Para que sirve escribir
Alguien se deja llevar por una ensoñación. En su interior, en esa intimidad a la que nadie más tiene acceso, piensa y siente, y al hacerlo así una historia de imágenes se esboza: unas circunstancias, unos hechos y unos personajes que pueden haberse dado –o no– cobran fisonomía. Es posible que eso que se le ocurre y a lo que se abandona sea una quimera absoluta, un ejercicio de la fantasía sin vínculo apreciable con la vida real. Pero también es posible que sólo sea un avatar leve o profundamente modificado del entorno existente o un análisis de lo que le sucede. En uno o en otro caso, lo cierto es que quien fantasea o imagina experimenta la urgencia perentoria de esa ensoñación, su necesidad o su automatismo, tal vez provocados por un estímulo exterior doloroso o placentero que le lleva a asociar pensamientos y emociones.
Una parte fundamental de nuestras vidas no se materializa, no se consuma, no se exterioriza, pero, lejos de amputarse o eliminarse, queda alojada en nuestro interior provocando consecuencias de las que no siempre somos conscientes. Es una realidad fantasmagórica que arranca de nuestra infancia, que se agranda a partir de la experiencias de la vida y con la que debemos cargar durante toda nuestra existencia. Esas ensoñaciones o fantasías de la vigilia son nuestra historia virtual, poblada por una comunidad de espectros que son remedo del mundo externo, algo así como ectoplasmas sin estricto correlato. Que no se den ahí fuera no significa, claro, que no tengan efectos, puesto que pueden gobernar nuestras vidas tiranizándonos.
Ese individuo que fantasea o que imagina aún no ha escrito ni una línea y las elaboraciones a que se entrega están hechas de sus propios referentes, de sus experiencias, de su cultura, de lo que ha ido viviendo o albergando interiormente. No es un autor en el sentido literario, puesto que dicho ensueño no se ha materializado. Su vida interior, más o menos profunda, no funciona de manera sustancialmente distinta a la de cualquier mortal. Eso que se gesta en su intimidad es por principio inaccesible. Sin embargo, sería parcialmente comunicable si nuestro individuo lo verbalizara. Y digo parcialmente porque esa ensoñación está hecha de imágenes y la palabra sólo es un mediador o traductor. Supongamos que de esa fantasía originaria saliera, andando el tiempo, una novela. Supongamos que ese individuo diera forma a todo aquello que brotó dentro de sí y que aquellas imágenes se plasmaran en un libro.
¿Qué importancia cabría darle al autor? Aun en el caso de pudiéramos sondear al individuo, vivo y accesible, de él sólo lograríamos saber unos pocos datos, probablemente los más mundanos y externos, los que haya querido transmitir en público para dar de sí mismo una fisonomía. En verdad, el lector no cuenta con el autor, sino con la obra hecha libro, en la que habrá huellas o traslado de aquella ensoñación. Insisto: aun en el caso de que el lector pudiera hacerse con la confesión del escritor, esa revelación sería siempre posterior a la novela y, por tanto, no sería fiable. Y ello, por dos razones. Porque el lector sabe que el relato retrospectivo suele ser congruente: da coherencia u organiza lo que no fue así; y porque lo que el autor cree saber de sí mismo como individuo, de sus fuentes, de sus materiales, de sus influencias, de su contexto, de su estímulos, no es necesariamente cierto ni especialmente atinado o revelador. Por tanto, si un lector inquisitivo se extendiera en la vida pública o privada del escritor no tendría garantía alguna de haber dado con la fuente íntima de la creación. Por otro lado, el contexto del autor es el propio de una época y si a ese contexto remitimos la novela, al modo de un reflejo, entonces esa instancia externa explicaría no sólo esta novela, sino también las restantes de ese mismo individuo o de otros. Cuando un factor explica cosas tan diferentes, entonces es que verdaderamente explica bien poca cosa.
¿Por qué se gesta esa ficción? Las razones pueden ser múltiples y concomitantes: desde el tedio que la vida real le ocasiona, hasta el arte puro de la creación, el placer de hacer cosas con palabras. Puede que deje sin reelaborar ese material durante un tiempo, en una especie de barbecho intelectual, tal vez porque no acabe de hallar el hilo conductor o quizá porque la forma definitiva de esa obra que ya estaba en su imaginación no ha adquirido aún su versión verbal, el punto de vista con que tendrá que ser narrada. Es posible, sin embargo, que esa demora sea fruto de algo más banal: que ese autor no viva exactamente de la literatura, que deba acometer numerosas tareas ordinarias con las que mantenerse él y a los suyos. Son labores que pueden tener que ver con su condición de escritor, pero es también probable que esa impedimenta nada tenga que ver con la creación, tal vez porque ese novelista es un autor que aún no puede o no quiere profesionalizarse con la escritura. Hay tareas efectivamente alimenticias, pero es gracias a ellas o a su pesar por lo que ese narrador sobrevive. Ahora bien, llegado un momento, algo interior o la simple presión externa le llevan a escribir. Necesita expresarse o rivalizar con otros que, como él, también se declaran novelistas. Escribe y escribe y escribe, con método, con disciplina y con intuición, corrige, enmienda, desecha, mantiene, completa, acaba.
Porque antes que texto, la novela es sobre todo un libro. La historia que empezó siendo una investigación y una ensoñación de un autor y que acabó en un hecho relatado de mayor o menor extensión tiene un envoltorio, y es un artefacto material. En su elaboración han intervenido muchos, unos mediadores que hicieron del manuscrito un volumen editado, dándole su aspecto. Hablamos de los agentes literarios, de los editores, de los diseñadores, de los impresores, de los distribuidores, etcétera. El libro tiene una cubierta ilustrada en la que se da noticia del título y del novelista; tiene una contracubierta que puede reproducir un detalle o el todo de aquélla; tiene un lomo que repite el rótulo y el nombre de su responsable; suele tener unas solapas que incluyen una nota biográfica, incluso un retrato del autor; es probable que añada una faja que sirve de envoltorio y que refuerza con reclamos varios la novedad y la excelencia del volumen.
¿Qué cabe destacar de todo lo dicho? En primer lugar, los grafismos que sirven para identificarlo como perteneciente a un género, como parte de una editorial, de una colección. En segundo lugar, las palabras que rodean, envuelven al texto del interior. A esas palabras las llamamos paratextos y son los rótulos, los esbozos biográficos del autor, los prólogos, las notas eruditas, o las indicaciones editoriales sobre los contenidos, que suelen figurar en las contracubiertas. El propio escritor aúpa el libro, hace o le toman declaraciones, reseñan el volumen. Él mismo u otros, incluso autores más conocidos, lo difunden con fines estrictamente literarios o con propósitos mercantiles. El escritor alberga la esperanza de que alguien lo reciba, de obtener alguna recompensa material, económica, o rédito narcisista, de lograr un hallazgo propiamente artístico, y luego al final, cuando ese volumen se le emancipa, cuando ya lo ve como algo distante o incluso ajeno, entonces, justamente entonces, llega en el mejor de los casos el lector: ustedes y yo, dispuestos a dejarnos —llevar por lo que fue una ensoñación originaria.
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Enlaces a algunos artículos de JS sobre la lectura, sobre el acto de leer: Si no lees te quedas tonto Para qué sirve leer Una utopía lectora ¿Un libro ayuda a triunfar? Los libros son carísimos
Scriptorium
“¡Hermosas tardes de domingo, pasadas bajo el castaño del jardín de Combray; tardes de las que yo arrancaba con todo cuidado los mediocres incidentes de mi existencia personal, para poner en lugar suyo una vida de aventuras y de aspiraciones extrañas…!”
Marcel Proust, Por el camino de Swann (1913).
“La novela debe volver a su esencia. Su esencia es, como conviene a su naturaleza, impura, porque la novela, me atrevería a decir, es el único género literario que permite el ensayo, la divagación, la poesía, la política, todo, hasta la literatura, a condición de que sean… novela, mundo. La novela debe volver a lo que ha sido desde su nacimiento: épica pura. La épica de nuestro tiempo es la novela. La historia mitológica de un mundo real. Realismo y mitología, tal es su doble condición vital.
Octavio Paz, “Invitación a la novela” (1939), Primeras letras.
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