1. Leo París: suite 1940, de José Carlos Llop. Me maravilla la habilidad de su autor: me sorprende otra vez la destreza con que retiene al lector. O, mejor aún: prefiero este libro a los anteriores que de él he leído.
Suele ser un piropo ultrajante cuando a un novelista más o menos prolífico se le dice esto: «Oye, ¿sabes que me gustó mucho tu primera novela?» Dicho así, ese elogio suele ser, en efecto, un insulto que podría traducirse con estas palabras: «Oye, ¿sabes que desde tu primera novela no has mejorado?» En el mundillo literario y académico, entre los letraheridos, no son infrecuentes estos dardos, a veces justos y a veces debidos a la inquina, a la envidia, a la ojeriza que los éxitos ajenos provocan.
En el caso de Llop, mi lectura de su último libro, breve pero intenso, me convence y me entretiene, me hace interesarme por su protagonista: por César González-Ruano, un tipo que nunca despertó mi predilección, un creador que se consumió escribiendo notas periodísticas, literatura de diario. Llop me convence, me entretiene y me interesa. Lo digo como viejo lector de novelas a quien no es fácil sorprender con las obritas que ahora se llevan, con las anemias narrativas que tantos padecen. Lo digo como lector que no tiene interés en leer aquello que no le seduce. Lo digo como lector que no puede sacudirse su profesión histórica. En efecto, he de cargar con mi condición de historiador cuando disfruto de una novela, y eso me obliga a leer la ficción como si de un documento extraño se tratara: como si me las viera con un manuscrito de significado impreciso. La buena lectura no es necesariamente la que suma páginas y páginas hasta hacer un libro monstruosamente extenso, un novelón decimonónico. Jorge Luis Borges decía que el género permite los tiempos muertos: que las novelas, precisamente por su extensión, pueden ser prolijas, abundosas, excesivas. La buena lectura tampoco es, necesariamente, la escueta, la económica. Las elipsis son imprescindibles: lo no dicho, lo intuido, lo oculto, lo ignorado forman parte de la novela, por supuesto, pero los autores menos refinados corren el riesgo de no decir nada a fuerza de silenciar.
Llop ha escrito una obra sutil, cargada de ironía: hay páginas con mucho humor, y eso que se narran circunstancias históricas bien espantosas. ¿Una incongruencia? No: hasta el horror puede contarse con distancia irónica. ¿Recuerdan el Doktor Faustus, de Thomas Mann? También allí el narrador se hacía presente en el relato revelando sus estados de ánimos, sus enfados, sus dificultades y sus malestares, y su tono episódicamente irónico nos hacía mucha gracia…
2. Pero regresemos a José Carlos Llop. La voz que cuenta las vicisitudes de González Ruano en París se expresa en primera persona, como si de un biógrafo se tratara. Pero no es exactamente un biógrafo: repetidamente nos avisa de las hipótesis que aventura, de las invenciones que imagina, de los rellenos con que tapa los huecos de la información. El narrador se basa en las memorias de CGR: Mi medio siglo se confiesa a medias, un grueso volumen repleto de datos en el que la información es cifra más que noticia, cosa que le obliga a rastrear otras fuentes. Obra, pues, como un periodista que husmea las fuentes para informarse; pero obra también como un historiador que consulta textos y más textos para leer mejor, para documentarse. Ahora bien, ese narrador se hace múltiples preguntas que no puede responder, razón por la que una y otra vez ha de admitir su derrota: tiene que fabular, tiene que añadir lo que no se sabe o tiene que imaginar los hechos probables. No se trata de abandonarse a la pura fantasía, sino de completar el trazo que el dibujo no muestra. Al contar así ese narrador me obliga a interrogarme sobre los géneros de escritura. ¿Qué es una novela o qué una investigación periodística? ¿Qué es un libro de historia y qué es aquella ficción que recupera y exhuma lo pasado para conocimiento y averiguación’
Llop añade cuando no sabe y, a veces, cuanto no sabe pero podría ser. ¿Obra así un historiador? No exactamente. Porque esta novela se presenta como un reportaje periodístico, como una investigación. Pero no lo es o, al menos, no lo es en determinados pasajes. El reportero se ciñe a lo sabido y a lo documentado. Como hace el historiador que se quema las pestañas en un archivo. Llop ha consumido horas y horas acopiando datos, fatigándose –supongo– con innumerables lecturas. Una parte de esas obras se incorporan en la bibliografía final, pero este repertorio no documenta los pasajes que el narrador imagina y nos dice que imagina: la bibliografía provoca sobre todo un efecto de verdad, de empeño erudito. Por supuesto, al investigador académico esa libertad creativa le está vedada: a falta de documentación no podemos rellenar los huecos con la licencia de la imaginación copiosa; como tampoco podemos precisar una efigie exacta con el trazo hipotético. Forzosamente debemos ceñirnos, someternos. ¿Una limitación? Sin duda: una limitación que es el marco de posibilidad de la disciplina histórica. No, no podemos confundir los géneros, aunque éstos linden o, en ocasiones, se solapen.
3. Microhistoria. Dos personas comienzan a investigar sobre César González Ruano o sobre otro antepadado de vida escasa, aventurera o irregular. Uno de ellos acopia información y hace de la ignorancia fuente de su imaginación. Juega con las posibilidades, tantea las probabilidades. Lo que desconoce y no puede documentar es objeto de conjetura y de recreación. Es objeto de ficción, de ficción probable. El resultado es redondo: el lector futuro ya no podrá abandonar el volumen…
El otro investigador, por el contrario, se atiene exclusivamente a lo que puede consultar en libros, en manuscritos, en la correspondencia, etcétera: en todos los vestigios que de aquel individuo sobreviven. No sólo los papeles que él escribió, sino también los testimonios que sobre su figura otros dejaron. Son versiones congruentes o contradictorias, difíciles de casar: no son piezas que encajen. Pero ese investigador no se rinde: en su fantasía más erudita y alocada sabe que al final siempre podrá completar lo que de entrada es enigmático o insuficiente. Esa esperanza le anima y así consume sus horas consultando legajos, por ejemplo.
Me imagino a mí mismo en esa circunstancia… Sentado al pupitre, espero el legajo prometedor. Qué palabra tan querida para los historiadores. Cuando acudí a un archivo por primera vez, aquello que inicialmente me sirvieron fue eso: un legajo añoso, con un tapiz polvoriento. Desanudo cuidadosamente las cintas rojas que luego seré incapaz de atar igual, abro las tapas de cartón, se desprenden ácaros…, ¿y qué encuentro? Expedientes. Cada uno de ellos es información y es enigma. ¿Por qué están en ese legajo y qué relación tienen entre ellos? Un legajo siempre es una suma de posibilidades. Un hallazgo imprevisto te da nuevas pistas y, a la vez, agranda tus ignorancias. También es, por tanto, una suma de datos inconexos, de documentos cuyo significado desconoces. Podrías inventar, pero no, no debes hacerlo: esa felicidad está reservada al novelista. ¿Qué haces, pues?
Inicio un tanteo. Por ejemplo, un nombre propio puede ser el punto de partida. ¿Quién es ese individuo que ahí firma, ese que suscribe…? Puedes tomarlo anónimamente, como un número más de una totalidad más vasta; o puedes tomarlo como un enigma a descifrar. El microhistoriador, en concreto, emprende una pesquisa a partir del nombre que rotula una identidad que debemos averiguar. Ese dato menor es un indicio que has de llenar de significado, un cabo que te lleva a otros datos: con ellos forma una totalidad que debes reconstruir, algo que debes constituir con los propios documentos del archivo y con los conocimientos históricos previos, esos que te han proporcionado tus colegas, tus predecesores. ¿Se trata de hacer una biografía? No exactamente. Se trata de documentar una acción humana que ha dejado huella y que tiene un determinado sentido para el actor y para los espectadores. Comienzas a rastrear las huellas de un individuo en su contexto, con motivaciones que no son las tuyas, con una identidad que sólo en parte conocerás: comienzas a analizar esas acciones. ¿Cuál es el error que puedes cometer? La presunta o excesiva familiaridad del investigador con el investgado, la supuesta transparencia del individuo observado. Carlo Ginzburg siempre nos ha advertido contra ese riesgo o fatalidad. Luminosas palabras de Ginzburg que Anaclet Pons reproduce en su blog: «Bisogna superare l’idea illusoria che il rapporto con i testi o con le persone sia facile: la trasparenza è un inganno. Il primo aiuto forse ci viene dalla nozione di straniamento, che è stata evocata prima: un atteggiamento che ci fa guardare a un testo come a qualcosa di opaco. È un atteggiamento che può essere spontaneo; più spesso, è il frutto di una tecnica deliberata: non capire un testo come premessa per capirlo meglio, non capire una persona come premessa per capirla meglio. Diffido profondamente delle metodologie che trapassano i testi come un coltello taglia il burro. La loro apparente potenza è illusoria».
Luminosas palabras.
4. José Carlos Llop. En París: suite 1940, el narrador subraya la distancia que le (nos) separa de CGR: no hay inmediatez ni transparencia en los textos de Ruano. La verbosidad de CGR es tinta… de calamar, en efecto: un modo de emboscarse y una manera de designar el mundo y las acciones propias. El narrador se formula una pregunta tras otra, mostrando su extrañeza ante lo que lee, ante hechos confusos o poco documentados. Es incisivo por no corta ni saja. Lee, interpreta, conjetura y, en ocasiones, cuando cree que es necesario imagina la situación real, recrea las palabras que se pronunciaron, los diálogos que los personajes mantuvieron. ¿Podría hacer esto un historiador? Quien lo hace en París: suite 1940 no es el escritor: es el narrador, esa voz que nos relata a tientas y a ciegas la vicisitud de CGR. Sería fácil decir que esto no podría hacerlo un historiador: en la obra histórica, narrador e historiador coinciden. ¿Resuelto? ¿Punto final?
No nos precipitemos. El viejo Tucídides, el historiador clásico, predicaba la verdad, el rigor de lo narrado: deploraba la credulidad y los embustes. En su Historia de la guerra del Peloponeso ya indicaba la dificultad de reconstruir la «historia antigua», ya que no era posible –decía– conceder autenticidad a cualquier testimonio. Más aún, deseando establecer los límites de la escritura histórica oponía resistencia «al canto de los poetas, que exageran los hechos para embellecerlos». Tampoco atribuía gran valor a los cronistas: «más inclinados a encandilar el oído que a contar la verdad», esos cronistas que solían tomar «como tema de sus obras unos hechos que no pueden comprobarse con rigor». Dicho eso, sin embargo, Tucídides se aventuraba por el terreno de la imaginación. ¿Incumplía sus propios preceptos?
«Resultaba prácticamente imposible reproducir las palabras literales con que se expresaron» quienes capitaneaban cada bando de aquella guerra. Justamente por eso, dice Tucídides, «me he limitado a poner, en labios de cada orador, sencillamente los términos en que me parecía que debieron manifestarse en cada caso a tenor de las circunstancias, ajustándose lo más estrictamente posible al sentido general de sus declaraciones». Eso no es exactamente inventar: es rellenar, es completar lo que jamás podrá reproducirse tal cual; pero es recrear ajustándose. Muchos siglos después, el narrador de París: suite 1940 hace lo mismo.
Permanece, pues, la pregunta: ¿qué podría hacer un historiador actual?
5. Mónica Bolufer. Esta historiadora ha escrito un volumen inteligente, muy bien documentado por el que habría que felicitarla. Lo dedica a Inés Joyes, una dama burguesa del Setecientos… Antonio Castillo se nos ha adelantado dando noticia de este libro y contribuyendo a su difusión, que se merece. Habría que felicitar a la autora, me decía. Aunque, ahora que lo pienso, no habría que hacer tal cosa. ¿Por qué deberíamos alabar a quien sigue una norma que es de obligado cumplimiento para todo investigador riguroso? Decía E. H. Carr en ¿Qué es la historia? que, entre historiadores, la precisión es un deber, no una virtud.
Mónica Bolufer obra como debe: con precisión cuando delimita su objeto, cuando consulta un repertorio documental ingente, cuando escribe un texto depurado y elegante, cuando administra su información con intriga adecuada, con una trama narrativa en forma de pesquisa. No da por obvio al personaje y, por tanto, no sigue «metodologie che trapassano i testi come un coltello taglia il burro», por decirlo otra vez con Carlo Ginzburg. Pero su libro es un homenaje a la imaginación, a la obligación de imaginar, de recrear las circunstancias concretas de un personaje: con lo que sabe y con lo que no está documentado, con lo que no puede estarlo. Mónica Bolufer formula numerosas preguntas al archivo (vamos a decirlo así). Se responde con prudencia, con cautela, diciendo: «podemos imaginar», fórmula expresiva que no le da pie a sobreinterpretaciones incontrolables, sino a conjeturas sensatas. No reproducirá verosímil o probablemente el discurso de un orador, como hiciera Tucídides, pero al igual que él no se niega el atisbo potencial de lo que efectivamente ocurrió.
¿Hay algo que relacione a su personaje, Inés Joyes, con César González-Ruano, el cronista del siglo XX? ¿Obran igual la historiadora y el narrador? Hay proximidades. Al margen de la ficción que los separa, en ambos casos, quienes investigan y escriben –el narrador de Llop y la historiadora Mónica Bolufer– no ocultan sus ignorancias y nos transmiten el progreso de sus respectivas pesquisa. Tenemos el resultado de la investigación como un proceso en el que un yo se ve implicado y desvelado en parte. Con ello se muestran las destrezas y las limitaciones de quienes averiguan y ponen orden en las vidas de otros, siempre remotas, de significado confuso.
“Non bisogna portare la cucina a tavola” ammoniva da qualche parte Lord Acton. Abbiamo cercato de trasgredire il più possibile questo precepto d’etichetta storiografica», decían Carlo Ginzburg y Adriano Prosperi en Giochi di pazienza. «Anziché un pollo arrosto con contorno di patate fritte il lettore si troverà sul piatto un pollo vivo e starnazzante, provvisto di penne e barbigli; fuor di metafora, non una recicerca rifinita e compiuta ma gli andirivieni della ricerca, le false piste seguite e scartate prima di arrivare al
risultato ritenuto accettabile. Ci auguriamo che tutto ciò no risulti ‘indigesto’…»
Llop y Bolufer, cada uno a su manera, se esfuerzan por llevar «la cucina a tavola»: se esfuerzan por mostrarnos los «andirivieni della ricerca»: unas investigaciones respectivas que deben arrojar luz sobre los actos oscuros de un varón que deja huellas, grafómano y evanescente; o sobre la vida misma, también oscura y no documentable, de una mujer singular y previsible, lectora y escritora.
6. ¿Ahora toca callar? Avanzo en la lectura y relectura, en la comparación de dos obras distantes, por género, por objeto, y ciertos lectores me reclaman cambiar de post o guardar silencio. Pues no. Aún no. La lectura me procura un placer incomensurable: es hacer hablar a sujetos que estaban inertes. Se trata de seguir las instrucciones de los autores que están impresas en sus libros, de ser un destinatario obediente que entiende lo que se le dice, el género bajo el que se le dice, los efectos que se buscan con lo que se dice. Pero quiero ser también un lector aventurado, alguien que mezcla soluciones distintas, que busca parentescos insospechados entre libros que no tienen nada que ver entre sí para después escribir sobre ellos. Carlo Ginzburg, precisamente, es un maestro en este quehacer…
He leído las obras de Llop y Bolufer así. Quiero ser un tipo que disfruta con el juego intelectual, ese que nos permite burlar el género y hacer hibridaciones, libre e indisciplinadamente. Y quiero ser a la vez un tipo que respeta las normas de la investigación, esas que tanto aprecio porque nos permiten el examen y la comunicación. Son dos formas de leer. Para referirse a ellas, Richard Rorty habló en cierta ocasión de lecturas inspiradas y lecturas metódicas. Yo deseo deleitarme con ambas. En la obra de Llop y Bolufer, mis colegas, mis hermanos lectores, veo realizado ese juego, el que más valoro: el de interpretar ordenada y audazmente los actos de figuras opacas o histriónicas que se emboscan. ¿Alguien da más? ¿Ahora toca callar?
Leí esta novela hace un año y me dio el tema para un trabajito de investigación, que centré en el simpar CGR. Me enganchó la novelita (no así a mi compañero de piso, que la dejó a la mitad exhausto) por su sabia carga de carga memorialística con su parte de acción narrativa. Era como leer una biografía en movimiento y, a su vez, descubrir ciertas triquiñuelas más bien tristísimas del personaje, como los líos que se traía con pasaportes que no eran tales para judíos, haciendo negocio de la barbarie.
La vida trepidante de CGR queda muy bien reflejada en la novela y también ese dandysmo a la española del famoso escritor «en» periódicos. Y esa habilidad suya para enriquecerse en tiempos en que la penuria era la nota dominante en España; sacó un buen tajo a sus corresponsalías. Ah, y luego esa faceta suya de vendedor de ¿joyas?, sus cuatro o cinco pisos, sus espionajes, sus amantes, etc.
El otro día leí que aparcó buenos y jugosos proyectos para dedicarse a una biografía que habría que tener en cuenta, la que dedicó a «Baudelaire». Ese tipo de detalles «salvaban» al personaje.
Si te interesa el tema de CGR, Llop y sus andanzas te hago llegar aquel trabajillo.
Un saludo,
El buen tajo de sus corresponsalías, querido Eduardo consistió precisamente en el sobresueldo que se sacaba en su condición de espía del gobierno franquista. Era un fascista convencido y un cínico que no llegaba a dandy, al menos en el sentido wildiano, en el que Luis Antonio de Villena, él sí, es un maestro. Lo entrevisté hace más de cuarenta años en un piso de la calle de Ríos Rosas donde vivía también Camilo José Cela con Carmen Conde, el pintor Viola, ex comisario político del 5º regimiento y ayudante de Picasso a ratos libres casado con Laurence una las buenas poetas «dada» del tiempo, además de un escritor mallorquín con barba y bigotito recortado fino, al estilo enlace sindical, como el de César G.R. cuyo nombre he olvidado, Baltasar o algo así… Era vecina nuestra (yo vivía al lado, en la Plaza de San Juan de la Cruz con Clara Janés, mi mujer de entonces) Elena Garro, la rencorosa novelista ex mujer de Octavio Paz. Todo un barrio de escritores y artistas.
Recuerdo que el apartamento de González Ruano estaba decorado exclusivamente, como en un espantoso templo de espejos, con retratos de su amante Mary de Navasqués, pintados y regalados por las mejores paletas de su tiempo… que se iban vendiendo a medida que hacía falta el dinero. Y muchas cosas más que quizás cuente mejor J.C. Llop.
Un detalle que quizás te interese como periodista joven: cubrió la guerra entera de los Boers desde una terraza de café romano, mientras desayunaba brioche con capuccino y leía los periódicos italianos del día antes de escribir su crónica. Entonces eran así… Y presumían de ello.
Eso sí, fue uno de los mejores columnistas de su tiempo, a años luz de sus émulos Umbral o Campmany.
Justo, cada vez me convenzo más de que los géneros se funden y que la literatura, como ha pasado siempre, acabará sustituyendo a la historia. Ya está pasando. El género de moda consiste en los diarios personales novelados. Como todos, añadiría yo…
1. «…Llop añade cuando no sabe y, a veces, cuanto no sabe pero podría ser. ¿Obra así un historiador? No exactamente. Porque esta novela se presenta como un reportaje periodístico, como una investigación. Pero no lo es o, al menos, no lo es en determinados pasajes. El reportero se ciñe a lo sabido y a lo documentado. Como hace el historiador que se quema las pestañas en un archivo. Llop ha consumido horas y horas acopiando datos, fatigándose –supongo– con innumerables lecturas. Una parte de esas obras se incorporan en la bibliografía final, pero este repertorio no documenta los pasajes que el narrador imagina y nos dice que imagina: la bibliografía provoca sobre todo un efecto de verdad, de empeño erudito. Por supuesto, al investigador académico esa libertad creativa le está vedada: a falta de documentación no podemos rellenar los huecos con la licencia de la imaginación copiosa; como tampoco podemos precisar una efigie exacta con el trazo hipotético. Forzosamente debemos ceñirnos, someternos. ¿Una limitación? Sin duda: una limitación que es el marco de posibilidad de la disciplina histórica. No, no podemos confundir los géneros, aunque éstos linden o, en ocasiones, se solapen». Continuará…
2. Eduardo, sería para mí un honor leer ese «trabajillo». Seguro que me hace darle una vuelta de tuerca a este ‘post in progress’.
3. Es especialmente interesante lo que cuenta Miguel Veyrat de CGR, vaya personaje: se le nota que no le tiene en gran estima como persona, pero le reconoce ese don de escritura que, sin duda, tuvo. La obra de Llop detalla y precisa esa vida vertiginosa, entre espía y estafador, entre dandy y pícaro. Escribe Miguel Veyrat: «Justo, cada vez me convenzo más de que los géneros se funden y que la literatura, como ha pasado siempre, acabará sustituyendo a la historia». No, yo no estoy convencido de que la literatura, si por tal se entiende la ficción creadora, sustituya a la historia. Es un complemento, un acicate, un estímulo de la imaginación para el historiador, pero no la sustituye.
No, mi comentario era irónico, Justo, pues no estoy seguro de que tus colegas del pasado, cuando seguían a los ejércitos victoriosos junto a los poetas épicos y a las putas, no hayan echado una miaja de imaginación a los «hechos» que narraban. ¿De dónde viene el adagio de que la historia siempre la escriben los vencedores? ¿No han sido más novelistas que científicos tus ilustres antecesores? Claro que la ficción no puede sustituír a la historia, pero mucho me temo que así ha sido en multitud de ocasiones… No quiere dar ejemplos, se me nota luego mucho como pienso y me quieren pegar… Vienen tiempos duros para la lírica…
En el siglo XIX, los historiadores se piensan como científicos, frente a la figura del historiador literato: que siempre se daría a la invención y a la justificación.
Yo me conformo con la historia concebida como disciplina y como profesión: un saber riguroso y documentado, con reglas, con deontología, con convenciones que todos hemos de respetar. Eso no le resta imaginación al historiador.
Así lo escribíamos Anaclet Pons y yo tiempo atrás, al hablar precisamente de la historia del Ochocientos:
http://www.uv.es/jserna/PasajesLanglois.htm
Don Miguel, me he permitido escribirle una entradilla en el anterior «post» sobre temas que afectan a aquel, por ende, no interrumpo éste con mis cosas. Si le place, allí queda. Obviamente, está abierto a cualquier otro contertulio, faltaría más.
Recuerdo de González Ruano su físico: Alto y estilizado, manos largas, -como de pianista-, y trajes cruzados.
Tenía una tertulia a dúo en la TVE, principio de los 60, que se desarrolaba en una barra de bar con Angel Palomino como contertulio.
Les escribo desde San Vicente de la Barquera en viaje por la cornisa cantábrica.
Un saludo.
Justo, hago caso de tu valiente aceptación y te hago llegar el legajo.
Miguel, qué interesante lo qué cuentas. Ese piso de Ríos Rosas parece que acabó siendo su centro de gravedad permanente, y que allí se fue apagando, recordando sus batallitas más o menos tramposas. (No sabía que hubieras estado con CJ. Le hice una entrevistita, por cierto, en un verano de El Escorial.)
Y lo del diario íntimo novelado, que dices, uff. Hace cinco años hice un experimento con una novela que era un diario íntimo ficcionado, con la que no gané muchísimos premios literarios.
Saludos,
Gracias, Eduardo. Espero el legajo. Sentado al pupitre, espero el legajo prometedor. Qué palabra tan querida para los historiadores. Cuando acudí a un archivo por primera vez, aquello que inicialmente me sirvieron fue eso: un legajo añoso, con un tapiz polvoriento. Desanudo cuidadosamente las cintas rojas que luego seré incapaz de atar igual, abro las tapas de cartón, se desprenden ácaros…, ¿y qué encuentro? Expedientes. Cada uno de ellos es información y es enigma. ¿Por qué están en ese legajo y qué relación tienen entre ellos? Un legajo siempre es una suma de posibilidades. Un hallazgo imprevisto te da nuevas pistas y, a la vez, agranda tus ignorancias. También es, por tanto, una suma de datos inconexos, de documentos cuyo significado desconoces.
Perdóneseme esta digresión. Ahora espero su trabajo.
Hasta luego.
Aclarado, Justo. Kant, hago flash-back para leerle. Eduardo, para la microhistoria, estuve casado 10 años con CJ, ex compañera en los primeros tiempos de la U. de Navarra donde tu también estudiaste. Tenemos una hija,una escultora estupenda llamada Adriana.
Con su permiso y por no extenderme en el anterior “post” (¡veamos si consigo engancharme a éste!… uf… se me amontona la faena…) responderé en el presente los comentarios a mi última intervención.
Doña Berta, lo que me preocupa de nuestra diferenciación con el resto de grandes simios no es la pasión por el conocimiento y la estética – y en eso, sospecho que coinciden el sr. Veyrat y ud. – sino cuando, consciente o inconscientemente, la cataloga como “extrema”. Ya saben otros contertulios que me conocen por intervenciones anteriores mías en ediciones pasadas, que cuanto soy de radical, aborrezco lo extremista y, vea, sin negarle su argumento, creo que también por ahí va nuestro error evolutivo: mucho extremo y poca raíz, mucha prisa y poco sosiego, mucha pasión y poca razón. No deberíamos descuidarnos, a bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes apenas les llevamos seis millones de años de ventaja, una nadería en el orden cósmico.
Sr Planas, sería imposible discutirle ni su filiación ni la de la poesía. No podía ser otra. :-)
Buen viaje tenga usted, sr. Moreno. Diviértase en su periplo.
¡¡Voto a Bríos!!… acabo de darme cuenta a qué hora me respondió ud. ayer, sra. Chulvi… Soy tardo en percibir estas cosas…
Sí, seis millones de años son una nadería y es posible que otras especies encuentren los espacios de azar y capacidad de salto evolutivo incluso para aventajarnos. Pero, como se dice ahora, esto es lo que hay, y como no podemos, al menos yo pues me quedarán con un poco de suerte unos pocos años de vida, esperar a que tengamos un 11-S entre los dioses de los caballos y los de las cebras —vid. post anterior— lo único «extremo» que reconozco de la extremidad que usted me atribuye afectuosamente, es que la ventaja adquirida nos obliga a su cuidado respetuoso, sin darnos derechos sobre los llamados «seres inferiores» (no entiendo por qué son «seres» si son inferiores) por todos los santos padres. Pero todo esto, a estas alturas, es ya altamente inútil siquiera mencionarlo. Todos nosotros, al menos los que nos manifestamos públicamente en este blog estamos ya convencidos de ello.
Y no se apure, micer Kant el actual blog le enganchará, en el fondo se trata de si se puede ser un fascista y un cínico y al mismo tiempo un gran escritor. Podríamos cotar muchos ejemplos, Ezra Pound por ejemplo, pero por ceñirnos a la historia contemporánea de nuestro triste país, ahí tienen ustedes por ejemplo a Ernesto Giménez Caballero, fundador de la Falange Española y autor de un admirable libro titulado «Yo, inspector del alcantarillas».
Otrosí, puedo sentir la misma emoción que tú, ante el «legajo»: en mis tiempos de joven periodista, cuando los diarios se componían en linotipia, los archivos consistían en legajos ordenados alfabéticamente por temas o nombres que te servían amables compañeros que trabajaban «en archivos» (a veces era considerado un castigo ese destino, como cuando en la mili te mandaban al «calabozo»: yo estuve ahí varias veces, y a ratos perdidos me leía con delectación algunas historia contenidas en esos pozos de la historia contemporánea ). Para mí también era un placer cuando debía ocuparme de un personaje «nuevo» o apenas conocido, como sucedió con CGR, «bajar a archivos» y pedir los legajos correspondientes. Luego te enfrascabas en el estudio del personaje antes de pedirle una cita y armar en tu cabeza los cuestionarios en los contextos posibles. Ahora, con Google y otros, despareció ese encanto, como en tantas cosas. Sólo podéis disfrutar de él algunos investigadores privilegiados.
Doña Berta, a usted también le dejé una respuesta en la página anterior. Salud.
Así me gusta, Sr. Kant, que me siga, al fin, el juego revoltoso de los emoticones;-)
serna esto es blablabla. y mientras zp a la suya.
Señor Kant, tomo nota de su apreciación acerca del uso de la palabra «hombres» para referirse a los seres humanos, aunque debo decirle que me gusta la expresión. Tal vez en otra ocasión (cuando ambos estemos menos atareados) tengamos ocasión de debatirlo. También me apunto a lo de la excavación arqueológica, aunque no se muy bien cómo podría hacerlo… tal vez si fuéremos cada uno con una máscara… La uya ya la conozco y yo creo que tengo una del increíble Hulk en el desván, tal vez no sirva… ¿se imagina?
Don Miguel, la verdad es que cada día me sorprende usted más. ¡Cuánta gente conoce! ¡En qué ambientes se ha movido! ¡Cuánta envida, don Miguel, cuánta envidia!
Doña Berta, interesantísima reflexión la suya en el post anterior sobre las minorías y la tentación del conocer. Tan solo siento no haber podido contertarle antes, pues otras obligaciones me retienen…, aunque sí que gustaría recordarle que, al fin y al cabo, ¿no era saber, no era conocimiento, lo que las sirenas le cantaban a Odiseo? (sí, señor Kant, don Miguel, a mí también me apasiona su historia). ¿No fue por eso por lo que ordenó a sus hombres que lo ataran al mástil de su barco, para poder oír, para conocer lo que las sirenas tenían que decirle?
Por lo que respecta a la entrada de Justo, la historia de Jose Carlos Llop me recuerda a una magnífica novela de Amin Maalouf titulada León el Africano. El personaje, Hasan bin Muhammed al-Wazzan al-Fasi, resulta fascinante, pues vivió la caída de Granada, fue diplonmático en distintos países africanos, capturado como esclavo y bautizado finalment por el mismísimo papa León X. Sin embargo, poco más se sabe de su vida. Amin Maalouf, grandísimo novelista, rellena los huecos y fabula sobre sobre la vida de este hombre increíble y cuya lectura de la novela recomiendo vivamente, así como su excelente «Las cruzadas vistas por los árabes», que imagino, sin duda, que también conocerán.
Alejandro, eche un vistazo a este enlace sobre León el Africano.
Es en el blog de Anaclet Pons.
Miguel, gracias por esos datos microhistóricos. Y, sí, veo que somos de la misma U. Ya me contarás algún día. Y sobre Adriana, acabo de ver una obra suya en Google, «Escultura de agua». Interesante. Mis respetos.
Gracias, Justo. Veo que el personaje despierta pasiones, como no podría ser de otro modo dada la vida que tuvo. Veo que el post está fechado hace más de un año. ¿Habrá salido la obra de la que habla Anaclet en castellano? Sin conocer mucho esta rama de la historia, parece un buen objetivo para la microhistoria, ¿no cree?
Respeto, el mío, don Eduardo, pero le digo junto a don Aejandro, que supongo coetáneo suyo, que todo es cuestión de tomarse en serio su errata (Breton decía que las erratas mejoran siempre un buen texto) cuando antes de envidia escribe «envida». No deben envidiar nada, sólo vivir intensamente, vorazmente, incluso. La errata de don Alejandro significa envite invitando a vivir en vida plena. A los 17 años ya andaba yo escribiendo en periódicos, acabo de cumplir los 70. Y da para mucho, se lo prometo. Ia a escribir se lo juro que me parecía más solemne aunque menos puro.
Gracias por su referencia, Eduardo, a la escultura de mi hija Adriana. Ella es buena, de verdad. Hija de dos poetas, ha preferido escribir con la luz en el espacio.
Sí, ya le contaré un buen día, soy de la primera promoción de esa Universidad, expedientado de la de Barcelona… y es que entonces, con tal de tener alumnos aceptaban a cualquiera… muchos éramos desechos de tienta…
Leon Africano… Nada que ver con el sinvergüenza oportunista de nuestra historia. ¿Imagina usted la historia de Hasan Bin Mohamed, como la Llull, Yehudá-Ha-Haleví o Benjamín de Tudela, viajando de la Ceca a la Meca conociendo, aprendiendo, predicando, liberando presos, negociando paces, escribiendo poemas inolvidables… sin escuela pública ni privada, hoteles, aviones ni autobuses? Todo a lomo de mula, de ojos quemados en bibliotecas ocultas de la Inquisición… de la cristiana, la musulmana o del Racá rabínico de la Sinagoga local… Y nosotros nos quejamos.
¡Y sí, qué gran novelista histórico es Amín Maaluf! Y usted qué buen lector. Pero no me envidie, a mi ni a nadie, mire su alrededor, trabaje, trabaje mucho, como lo ha hecho desentrañando la verdadera historia de Ulises y las Sirenas que figura cifrada poéticamente en «Instrucciones para Amanecer». Qué alegría me ha dado, pensé que pocos o ninguno lo entendería… El mismo tabú contra el Conocimiento que dictaron los autores del Génesis, ya lo había empleado Homero en su Odisea, sin serpiente ni manzana, sólo con sirenas cantando la verdadera canción. En mi próximo libro sigo con Odiseo, preguntándome por qué no quería en el fondo regresar a Itaca…
¡Ah! El pecado de lesa humanidad de Ulises no consistió en escuchar la canción, sino en tapar los oídos a sus hombres y guardarla para sí. Nunca contó lo que había aprendido. Nunca transmitió el canto. Su traición, como en el fondo todas las traiciones, en el fondo no le sirvió para nada…
Desde entonces, en esa escucha, andamos los poetas.
Lo de las erratas es una larga historia. Si las sigo cometiendo se la explicaré mejor, aunque como usted bien dice, las acepto tal y como son, como expresión de mi subconciente y por tanto como propias. No dude que intentaré aprender de ellas. Me quedo con su consejo del trabajo, pero a veces ¡me cuesta tanto!
La alegría (y el conocimiento) me la da usted a mí y a la gente de este blog cada vez que interviene. Sobre Odiseo y sus viajes podríamos hablar años, tantos, al menos, como los que tardó en encontrar el camino a Ítaca. ¿Para cuando ese nuevo libro? Si yo le contara, don Miguel, lo que me inspiran sus poesías…
Lo he dado casi por terminado este verano, pero ahora debe reposar al menos un año, como el buen pan envuelto en un paño antes de entrar en el horno: período de corrección intensa, lectura y relectura, pruebas de coherencia, no puede ni imaginárselo. Luego está lo de encontrar editor, que no siempre es fácil para este género que no suscita ventas millonarias precisamente…
Pero sigamos con el tema de hoy, para lo otro habrá tiempo, y creo que Justo y todos ustedes seguirán ayudando a que se enteren Urbi et Orbi.
Gustosamente debatiré con ud sobre la materia, don Alejandro, aunque, como bien indica, en mejor momento.
Respecto a visitar excavaciones arqueológicas, mejor que a mí – que sólo soy parte pasiva en esas excursiones – pregúntele al sr. Vila. Estoy convencido que él le podrá conseguir una excursión. De hecho, es él quien me las proporciona a mí.
La visión de ud provisto de máscara de Hulk (imagino que con la fisonomía que le dio originariamente el excelso Jack Kirby) y yo con la mía de El Misterioso Hombre de Negro (del no menos egregio Liniers) correteando por una prospección me produce vértigos y una incontenible hilaridad. ¡Genial, don Alejandro, genial!
Por lo demás, deberé excusarme. Ya advertí que había comenzado este “post” de forma trastabillada. Ahora no puedo prestarle la atención que merece. Mi considerable fortuna se debate incierta en los oleajes procelosos de la economía globalizada y he de prestarle una atención que, aunque me repugna, me obliga a atenderla si acaso pretendo seguir viviendo sin vender la fuerza de mi trabajo. Con todo, los leeré. Obviamente, trataré de reengancharme en la siguiente propuesta de don Justo.
A guisa de “post scriptum et ex curso”, debo darle la razón a Paco – no me lo negarán uds – “(…) y zp a la suya”. Menuda elección, directa y personal, la del presidente para designar a quien ha de regir el Consejo Superior del Poder Judicial. El más adecuado en este momento, cuando a los jueces incompetentes se les exime de responsabilidades y se permite a otros no aplicar leyes orgánicas argumentando la objeción de conciencia. Les he repetido hasta la saciedad que el Poder Judicial, esqueleto del Estado de Derecho, de la Democracia en última instancia, está especialmente mal tratado, esto no sólo lo corrobora sino que abre otra brecha de incertidumbre para el desarrollo legislativo del propio Estado. En fin… momento habrá para hablarlo… pero recuerden esta decisión de dos José Luis, recuérdenla.
Claro que sí, Miguel: esperamos ese libro para disfrute o conmoción.
Mientras tanto prosigo el ‘post in progress’… Llego al punto 4.
Para mis críticos: el final se aproxima. No esperen ningún conejo en la chistera…
Voy a la carrera, estoy francamente agobiada de trabajo y de mil cosas, pero leo “César González Ruano” y ¿Cómo sustraerme a la tentación de contar una batallita?, pero antes les digo que mi primer contacto con legajos, fue contradictoria en cuanto a las emociones; mis legajos habían de ser, por fuerza, incunables. Yo era «lampiña» y tardé mucho tiempo en lograr las tres firmas de académicos necesarias para lograr el carnet de investigador que permitía el acceso a esa sección, con la de «Raros», de la Biblioteca Nacional. Cuando logré firmas y carnet, con una emoción difícil de describir, entré en ese mundo en el que uno, sistemáticamente, es tratado como un posible delincuente (no me explico, a no ser que hayan cambiado mucho las cosas desde que no investigo allí, cómo es posible que roben nada en esa biblioteca). Durante mucho, mucho tiempo, trabajé con un vigilante pegado a mí y con unos guantes de algodón blanco ¿Saben lo que supone pasar hojas añosísimas con guantes? En fin, no me detengo más en esto, pero sí he recordado la emoción de la consulta de aquellos tratadistas y la incomodidad y la tremenda pérdida de tiempo que suponía.
Cuando no había más periódico “decente” (decentemente escrito) que el ABC, era el que compraba mi padre, muy a su pesar, y el que se leía en casa. Yo lo leía entero, de cabo a rabo y, una vez a la semana me fascinaba con la lectura del artículo, lírico y hermosísimo, hablara de lo que hablara y aunque yo, en mi ignorante infancia, no lo entendiera, de César González Ruano. Cuando lo comenté en casa mi padre me dijo que él no leía a ese “tío” que era un bellaco, un miserable, un delator… y cosas muchísimo más gruesas, que mi padre era aragonés y se ajustaba perfectamente a la fama de mal hablados que tienen los de allá. Me aseguraba que yo, en mi ignorancia, estaba encantada porque era pequeña y no tenía criterio porque un sinvergüenza así no podía escribir bien más que para niñas pequeñas y cursis como yo. Mi madre discrepaba asegurando que nada tenía que ver la catadura moral de un sujeto con su talento literario, musical etc. (ella no me dejaba leer a Juan Ramón Jiménez, pero en fin; es que ambos eran muy pasionales). El caso es que estábamos en esas cuando, yendo de paseo con mi madre, pasamos por una peluquería de caballeros que había (y hay) en la Calle de Alcalá, elegantísima y preciosa y que yo siempre me paraba a contemplar (me encantan los antiguos sillones de barbero y de dentista) y dentro vi a un señor raro con ganas. Lánguido, engominado, delgadito, con un bigote inconcebible, un anillo en el dedo meñique y cruzado de piernas con una elegancia que yo no había visto jamás, debida, creo, a que eran literalmente de alambre y a su magnífico pantalón de caída espectacular. Fumaba, sin interés y con la mano qu tenía libre, un pitillo colocado en una larga boquilla. Enteramente parecía que estaban rodando una escena de película, pero no, allí no había cámaras; a aquel señor le estaban haciendo algo cuya contemplación no me dejaba despegar la nariz del cristal de la puerta, algo que se hacía mi madre en sus uñas porque decía que quedaba mucho mejor que pintárselas de brillo, pulirlas con polisoir. A aquel señor le abrillantaban las uñas en la peluquería, lo que a mí me pareció el colmo de la elegancia y de a sofisticación. Al quitarme mi madre de la puerta y decirme esas cosas que se dicen cuando uno está educando, me añadió que aquel señor tan raro era el que tanto me gustaba como escribía en el ABC. Cuando se lo conté a mi padre, su único comentario fue: “¡lo que le faltaba!” y me explicó que iba a nuestra librería con regularidad para ver si teníamos sus libros y preguntar que qué tal se vendían.
A mí, todo eso, me daba exactamente igual; me encantaba como escribía y mi madre, que tenía sus biografías de Zola, Gómez Carrillo y Mata Hari, me daba la razón. Al fin, un día que lo cogí en un momento tonto, como él decía, logré que mi padre leyera un artículo de González Ruano. ¡Qué disgusto le di! Le gustó, le gustó muchísimo y tuvo que aceptar algo que, verdaderamente aun me resulta enigmático a mí: que una persona que nos repele humanamente, puede ser un gran… lo que sea. Que pueda pasar con los músicos (Wagner), los plásticos (Picasso)… se entiende con más facilidad, pero con quienes emplean la palabra, el sentimiento y la razón para su obra es un verdadero misterio para mí, pero es y nuestra historia está llena de casos: Cela, D’Annunzio… Ya, ya me vuelvo a mis cosas y me dejo de batallitas. Perdón.
Totalmente de acuerdo con Pavlova. Recuerdo un detalle más que habla del personaje: escribía por las mañanas en un café llamado Teide, en un sótano de Recoletos muy cerca del Café de Gijón, que no pisaba nunca pues despreciaba a su fauna y a su flora. Escribía despacio con tinta verde (¡claro!) y unas letras pequeñas de patitas de mosca que hubiese estudiado griego. A la una en punto llegaba un bedel con librea del vecino ABC, entonces en Serrano, y se llevaba la columna a talleres donde un abnegado linotipista bregaba un rato para descifrar aquellas bellísimas y cortas frases. Sí, Cela, Umbral… pero es lo que hay. Ruano ha sido el mejor después de Larra. Lástima.
Mi buen Kant, ¿qué podíamos esperar de ZP? El nombramiento del juez Dívar, con un vicepresidente más conservador todavía que él, el valenciano Rosa, no es sino consecuente. Tras la visita a Roma llena de arrumacos y revoloteos de faldas púrpura de la hipócrita estantigua que hace de Vicepresidenta del Gobierno y el voto socialista en Bruselas al Guantánamo de emigrantes europeo, sólo hay consecuencia y deriva hacia nadie sabe dónde. No sé si han leído el artículo de hoy de mi buen amigo y excondiscípulo de Universidad Miguel Angel Aguilar, «De la Izquierda al amarillo». Hágandolo. O cuélguelo usted que puede, Justo. Me temo que lo peor esté por llegar…
Querida Pavlova, deliciosa su descripción de encuentro don el personaje. Qué sugerente la relación que esboza con su madre y su mirada de niña..
Don Miguel, que justa y bella su apreciación sobre la errata «envida» de Don Eduardo.
Sr. Lillo gracias por su amabilidad. Me vuelvo resignada a mi blog a explicar mi visión sobre algo tan prosaico como el congreso que afrontamos los socialistas valencianos…. a pesar de que ustedes me devuelven cada noche la certeza de que ese lugar en el que podrá descansar mi alma está en los libros. Un lujo leerles cada noche, se han convertido ustedes en una especie de vitamina intelectual… y me pregunto como consigue Don Miguel devorar al mismo tiempo literatura y vida…esa es la gran capacidad de los poetas… qué «envida»!
Sutil descripción de Ruano y de los efectos que podía despertar en una jovencita culta y lectora. No me resiste a reproducir brevemente las palabras de Pavlova: «…Lánguido, engominado, delgadito, con un bigote inconcebible, un anillo en el dedo meñique y cruzado de piernas con una elegancia que yo no había visto jamás, debida, creo, a que eran literalmente de alambre y a su magnífico pantalón de caída espectacular. Fumaba, sin interés y con la mano qu tenía libre, un pitillo colocado en una larga boquilla. Enteramente parecía que estaban rodando una escena de película, pero no, allí no había cámaras; a aquel señor le estaban haciendo algo cuya contemplación no me dejaba despegar la nariz del cristal de la puerta, algo que se hacía mi madre en sus uñas porque decía que quedaba mucho mejor que pintárselas de brillo, pulirlas con polisoir. A aquel señor le abrillantaban las uñas en la peluquería, lo que a mí me pareció el colmo de la elegancia y de a sofisticación. Al quitarme mi madre de la puerta y decirme esas cosas que se dicen cuando uno está educando, me añadió que aquel señor tan raro era el que tanto me gustaba como escribía en el ABC. Cuando se lo conté a mi padre, su único comentario fue: “¡lo que le faltaba!” y me explicó que iba a nuestra librería con regularidad para ver si teníamos sus libros y preguntar que qué tal se vendían». Y ahora echen un vistazo a la fotografía que encabeza este post.
Qué ‘envida’ y qué envidia, en efecto: cómo envidian al sr. Veyrat. Llevar una vida internacional y de mucho rumbo intelectual: en sus estancias y corresponsalías, González Ruano abrazó una nueva concepción del confort. Ah, qué extranjerismo más bello heredado del Ochocientos. Ruano se quería dandy y se organizaba como un calavera: con lujo inverosímiles y arte con el que traficar. José Carlos Llop nos narra una existencia novelera que el novelista no consigue descifrar por entero, de tan oscuro que llega a ser el personaje.
Leo el texto que privadamente me ha remitido Eduardo Laporte sobre CGR. El autor le resta importancia a su labor de erudición y ordenación, al relato que va trazando con los datos fragmentarios de sus obras y con otras que lo nombran o lo analizan (como la de José Carlos Llop). No es un mero peaje académico, tal como se disculpa Eduardo Lapote. No es así: despierta el interés de quien no tenía interés alguno por CGR, cosa que yo no sé si conseguiré finalmente tras la prosa aplazada de este post inacabable. Recuerden: aún me falta contrastar ese modo de escribir la vicisitud individual de un antepasado con la manera de narrarla según los cánones de la historiografía actual.
Gracias, Justo, por lo que dices del documento de marras. Me noto abotargado y lo más digno que puedo hacer es irme a la cama, pero lo hago con una grata sensación. El «post in process» que has sacado adelante ha sido antológico. No he podido seguirlo más que por la espuma, pero vaya, la gesta ha sido de las memorables, y más con la colaboración del equipo de comentaristas, siempre a la altura. Abrazos.
serna esto no acaba porque no sabes como acabarlo. a ver a ver un minuto de silencio que serna se descentra! zp càllate!
Habló Blas, punto redondo. Justo, llegó la hora de cambiar de tema…
Muchísimas gracias, Berta y Justo. Me ruborizan ustedes.
Llop «no consigue descifrar por entero» al personaje, porque se trataba un impostor, aunque como hemos dicho hasta la saciedad, dotado con una pluma arrancada a un ángel. Con un personaje de ficción, ese problema no se hubiese dado, el artista lo habría retocado a su gusto para hacerlo descifrable.
El problema es cómo hacer «verdadero» a algo «impostado», aprendido, fingido. Sin el «don» de la escritura, sin la capacidad de absorción de datos de la realidad y la habilidad para transmitirlos y «venderlos» cuando era preciso, Ruano no hubiese pasado de representar el personaje de un pobre macarra callejero. Aunque quizás muchos considerarían envidiables esas habilidades: Nuestro agudo crítico Paco, por ejemplo…
No se ruborice, Pavlova, amiga mía, usted aabe lo bien que escribe, y su daguerrotipo del quidam es magistral.
Me encanta eso de «dotado con una pluma arrancada a un ángel».
Daguerrotipo, sí, usted me conoce y es mi época la del daguerrotipo y en la que me encuentro verdaderamente agusto :-)
No, claro que no toca callar, era sólo una ironía. Progrese, progrese que algo queda… Sólo me gustaría que sucediera que pudiesen leerse estos diálogos a menudo mayéuticos, alguna vez en forma de libro. ¿O quizás fuera mejor dejarlo así, en su forma original, virtual?
¿»Progreso adecuadamente»?, como se dice aún. He concluido el post y, la verdad, es que he quedado exhausto, que no exhaustivo. En cuanto a editar estos «diálogos a menudo mayéuticos» en forma de libro: ah amigo, pues no sé. Sería bonito, pero… En la red permanecen; en libro, pues en libro duran un temporada. Como mucho. En los expositores, un libro empuja a otro libro. Ya lo saben.
——
Otra cosa. Acabo de leer el trabajo que Eduardo Laporte me ha remitido sobre César González Ruano, escrito hace un año. Aunque se le nota la entonces reciente lectura de Llop, el escrito de Eduardo Laporte es muy, muy interesante. Incide en el lujo de tener casas y más casas: un arraigo dudoso y plural. Incide en el sedentarismo nómada o en el nomadismo sedentario de CGR. Vaya, un culo de mal asiento. Habla de Eduardo Laporte de su contradicción escritora: la de CGR. O, en los términos, que aquí empleé: de su grafomanía. Muy interesante, ya digo.
Estaba pensando en una selección de textos parecida a aquellos «diálogos muy apacibles» de Luis Vives, que dieran luz a lo contemporáneo, cuanto pueda durar y no se transforme en legajo…
Ojalá, Miguel, ojalá. Pero tal como está el mercado editorial me parece una utopía.
Utopía dispone de un pequeño motor auxiliar fueraborda…
¡Buena idea la de publicar en forma de libro estos estupendos diálogos! Les aseguro que la lectura impresa de los post y comentarios también es encantadora y … divertida.
Don Justo, yo le animo.
Querido Justo
Todo se andará…Usted ya sabe a que me refiero…No es tan difícil, o al menos no es imposible
Agradezco en nombre de todas las personas que aquí intervienen este interés. Sigo pensando, no obstante, que es editorialmente utópico. Ojalá me equivoque.
Gracias por la cita, Justo. Y de utópico nada, yo mismo estoy ultimando la edición de una «compil» de post -eso sí, ayudita foral al canto-. Ya te contaré. El formato post impreso se empieza a estilar. Un fuerte abrazo.
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