Eurazos. En cierta ocasión presencié una escena crematística y memorable: cierta persona blandía ostentosamente un billete de 500 euros. Me dejó muy impresionado.
Era un día a la hora de la merienda en un Supermercado cercano a la Facultad en la que trabajo. Una abuelita adorable (¿y cuál no lo es?) se diponía a comprar un bollycao: un tentempié para su nietecito, vaya. Eran casi las 17 horas, los chavales estaban a punto de salir de los colegios, y la anciana debía procurar algo de alimento a su querido muchacho. La recuerdo pasando por caja y desplegando un billete de los grandes. No llevaba más compra que ésa. La cajera, muy atenta y considerada, le preguntó si no tenía algo suelto o más pequeño. Eso le dijo. La anciana, airada, le respondió: «oiga, mire, esto es la merienda de mi nieto y tengo que llevársela. O sea que cóbrese».
La empleada acudió inmediatamente a su superior, al jefe, para ver qué hacía: si aceptaba o rechazaba el billete. Se lo admitió. Al final, no sé si fue el espíritu fenicio del establecimiento o la cortesía de los dependientes, pero el caso es que tuvieron el detallazo de cobrarle como si tal cosa. No le dieron más vueltas. Mejor dicho, le dieron las vueltas: imaginen el sinfín de monedas y papeles. Quedé muy impresionado –ya digo– al comprobar que hay personas que llevan un billete de 500 eurazos en la cartera. ¡Y yo temiendo perder la calderilla suelta!
Perdonen este lenguaje aumentativo, cacofónico, algo chusco, exhibicionista, de machotes: eurazos, detallazos. Si se fijan, antiguo o moderno es el lenguaje carpetovetónico del caballero don dinero. Punto y aparte.
Mudo estaba por mi dolencia faríngea pero más mudo me he quedado al leer en El País, que «Hacienda investigó al tesorero del PP por ingresar 330.000 euros en billetes de 500«. Lo que me llama la atención no es la suma sino el manejo de billetes en efectivo. ¿Cuántos billetes de 500 euros han visto ustedes en su vida? Me refiero a eso: a verlos juntos o por separado. Creo haber tenido algunos en mis manos. Para operaciones menores. Pronto me he deshecho de ellos. ¿Por dispendio, por lujo o por ostentación? No, por miedo, por pánico cerval a perder los billetitos. No me hago a la idea, claro.
Extraviar ese papel moneda –un solo papel– es una desgracia. De ahí que me desprenda inmediatamente de la cantidad de la que pueda ser portador. ¿Ah, pero usted tiene ese dinero suelto?, me preguntará el lector. No es lo corriente, desde luego. Yo no soy como la abuelita del cuento. Cuando así ha ocurrido, cuando he tenido algunos billetes, era para hacer frente a algún pago contante y sonante (un coche o algo así): la entidad bancaria me había evitado tener que cargar con mucho papel o con una onerosa transferencia.
Pero yo nací y crecí en un mundo pobretón, en el mundo de las pesetas: en aquel tiempo remoto, los veinte duros aún eran de papel y un billete de mil era verde, gigantesco y duradero. Cuando en las películas oíamos «uno de los grandes», esas sumas nos parecían calderilla fastuosa. Vivíamos siempre con el ay del billete extraviado.
Por esa razón, viniendo de ese mundo, comprenderán por qué me deja muy intranquilo tener un billete de 500 euros en las manos. No temo tanto que me lo roben, cuanto que se me vuele. Abro despreocupadamente la bolsa o el bolsillo y una ráfaga traicionera de viento dispersa todos los billetes que llevo encima. ¿Imaginan qué pesadilla? Al fin y al cabo, uno tiene una cierta experiencia cinematográfica y no puede dejar de recordar Atraco perfecto (The Killing, 1956), de Stanley Kubrick, un film en el que Sterling Hayden perdía sus billetitos en el aeropuerto de Boston.
En fin, ya digo, mi manejo con papel de 500 euros ha sido ocasional, por no decir excepcional. Por eso aún recuerdo a la anciana del bollycao. Como recordaré siempre los 330 mil euros en billetes de 500 que el tesorero del partido popular hizo efectivos. Estamos en la sociedad líquida, dice Zygmunt Bauman. Y tanto. Eso es liquidez y lo demás son cuentos: los de la abuelita.
2. Detallazos. Hemeroteca.

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