1. Primeras impresiones. El jueves 7 de julio de 2005, en la primera etapa de este blog, escribí un texto que ahora reproduzco. Lo titulé Las lágrimas de Zapatero y Gallardón. Curiosamente, los hechos recientes devuelven actualidad a aquellas palabras e imágenes.
«El otro día veíamos a Esperanza Aguirre, a Rodríguez Zapatero y a Ruiz-Gallardón representando una unidad de gran simbolismo político, de inmediata lectura semiótica. Levantaban sus respectivos puños con los pulgares hacia arriba. Quizá fue una precipitación, fundada en la expectativa que albergaba cada uno, en los posibles réditos personales. Era un gesto hecho de cara a la galería, un ademán con el que fotografiarse representado unidad, una seña con la que querían comunicar fuerza e ilusión, seguridad en el triunfo. Al día siguiente, cuando ya se sabía el resultado olímpico, se difundió una foto de la Agencia Efe que lo decía todo: mostraba los rostros contritos, hundidos, de Ruiz-Gallardón y Rodríguez Zapatero.
Vestidos con las americanas preceptivas, con los símbolos del COI, miraban aturdidos hacia algún punto del suelo, hacia abajo, como no atreviéndose a enfrentar los ojos de la ciudadanía, como si carecieran de ganas, de espíritu para afectar espíritu olímpico, precisamente. Lo mismo sucede con quienes les seguían, con Esperanza Aguirre, por ejemplo: consternados, ajenos, distantes, clavando sus ojos en el suelo que pisaban. Dicen los pies de fotos: el alcalde de Madrid y el presidente del Gobierno no disimulan su decepción al ser eliminada su candidatura en la tercera votación.
En la foto, el alcalde de Madrid aún parece mantener la compostura: tiene su celular pegado a la oreja, no sabemos si intentando comunicar con alguien o escuchando la voz de algún corresponsal telefónico. No habla: mantiene la boca cerrada. Como corresponde a los móviles más deslumbrantes y modernos, casi no se distingue, de lo escueto, de lo diminuto que es. Rodríguez Zapatero no habla ni escucha ni comunica con nadie: sólo mira hacia abajo. Se le distinguen unas pupilas extraviadas y los labios apretados, también con la boca cerrada, sellada, ajena a todo bla, bla, bla.
Nadie llora, aunque por dentro les rebosen las lágrimas. Todos parecen componer el gesto, afectar tristeza, pero nada más. No parecen tener ganas de charlar entre sí. Mantienen la distancia, la compostura y obran, paradójicamente, como auténticos ingleses. Desde hace tiempo, el llanto masculino es algo secreto, reservado, incluso íntimo, impropio desde luego en la cultura anglosajona, que es la que finalmente se ha impuesto. Los hombres no gimotean ni berrean ante los demás. Recuerdo a Esperanza Aguirre en alguna sesión de las Cortes llorando a moco tendido, lamentándose, incluso hipando. Llamó poderosamente la atención que una correosa parlamentaria se abandonara a sus sentimientos más inmediatos. Se le pudo afear su sentimentalismo, pero nadie dudó de la sinceridad de aquel lamento. Una disposición legal en la que había puesto todo su énfasis se venía abajo en las Cortes por efecto de la ley del número, por rechazo de la mayoría, y, por eso, la entonces ministra se abandonaba al sollozo.
Hago esfuerzos por recordar algo semejante entre los varones de nuestra política actual y, la verdad, sólo me vienen a la cabeza los ‘pucheros’ de Aznar cuando se despedía de sus compañeros del País Vasco. ¿Lloró el entonces presidente o no pudo contener las lágrimas? No es lo mismo. Lo de Aznar era exactamente un puchero. Leemos en el ‘Diccionario de la Real Academia’ que un puchero es un «gesto o movimiento que precede al llanto verdadero o fingido». ¿Cómo averiguar si ese gesto o movimiento era natural, espontáneo o forzado, y cómo dictaminar sobre la verdad o el fingimiento de dicho llanto?
Hace tiempo que los hombres aprendieron a no llorar en público, a contener la expresión de sentimientos, antes admisibles o aceptables. Esta restricción, que es o puede ser una patología emocional, la asimilábamos, sobre todo, en la infancia, momento en el cual los hombrecitos aprendíamos a no exhibirnos llorando, a controlarnos, a tragarnos las lágrimas o, como mucho, a emitir pucheros. Educados en la contención de los gestos y de las emociones, muchos hombres sólo se consienten ciertas expansiones cuando es una muchedumbre la que los ampara o devora o atrae. Es entonces, en el esparcimiento colectivo, cuando los varones lloran, colisionan, se restriegan, se acarician, comparten fluidos…, atravesando ese límite impalpable que es la proximidad de los cuerpos, rebosamiento al que las mujeres no suelen tener tanta prevención.
No sé. Queda un poso de melancolía por la esperanza frustrada –que a mí, francamente, no me afecta, dada mi distancia del evento olímpico–, pero queda sobre todo un futuro en el que paso a paso constatamos que éste, en efecto, es, puede ser, un valle de lágrimas. Y en ese valle de lágrimas habrían enterrado sus expectativas gubernamentales Ruiz-Gallardón o sus ansias de gloria Rodríguez Zapatero, alias el gafe, dicen los malasombras. Cosas peores se leen ya en la Red. ¡Qué país!»
2. Segundas impresiones. Las lágrimas de Lula. Todo el mundo habla de ellas y todo el mundo parece interpretarlas. Son una muestra de humanidad, son el desquite del Tecer Mundo, son el orgullo de Sudamérica. Probablemente sean eso y algo más… Lula llora de emoción en 2009, según vemos en la fotografía de la agencia FP, pero había otros postulantes con emociones que expresar o que contener. 
«Nada más anunciar el presidente del COI, Jacques Rogge, la elección de Río de Janeiro, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, que aguardaban el anuncio dentro de la sala en primera fila, se han fundido en un fuerte abrazo al que han seguido muchos otros», leo en una noticia de agencia de El País.
Es el colofón de dicha información. Ignoramos qué se valora, cuáles son los criterios. El COI elige una ciudad para celebrar unos Juegos Olímpicos: los ciudadanos del mundo no hemos elegido a esos representantes que toman esa decisión trascendental. La cuestión no es baladí. Decía Ralf Dahrendorf en Después de la democracia (2002) que uno de los problemas que aquejan al sistema representativo es que muchas decisiones graves, importantes, se toman precisamente fuera de las instituciones elegidas democráticamente.
Nos abandonamos a las emociones y a las primeras impresiones que nos transmiten los medios. Queremos dejarnos arrastrar por ese llanto. De las lágrimas de Lula da Silva a los abrazos del presidente del Gobierno y del alcalde de Madrid: son humanos, nos decimos. De las deliberaciones del COI lo ignoramos todo o casi todo. La primera impresión, la puesta en escena, las emociones nos embargan: todo lo anegan. ¿Recuerdan el nombramiento del nuevo papa, de Benedicto XVI, años atrás? Las muchedumbres esperaban con arrobo ese hecho, ignorando también quién iba a ocupar dicho puesto. Mientras sucedía, mientras la vasta multitud aguardaba paciente su turno, los cardenales, los auténticos personajes y responsables del drama, estaban fuera de campo nombrando al nuevo director de escena. Como lo miembros del COI. Comienzan ahora las especulaciones y las interpretaciones.

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