La socialdemocracia. En el pasado, la voz socialdemocracia tenía prestigio entre sus afines, pero no tenía valor entre los socialistas más extremados, que empleaban dicha palabra como reproche que lanzar a los rivales internos. Durante mucho tiempo, entre los comunistas, calificar a alguien de socialdemócrata era poco menos que un insulto: un vendido al capitalismo. Entre los estalinistas, era equivalente a socialfascista, un monstruoso híbrido político, una aleación de lo más odiado, una figura hecha con los restos de los enemigos.
Se ha dicho muchas veces: la socialdemocracia nace en la segunda mitad del siglo XIX. Cuando aparece la voz, socialdemócrata es equivalente a socialista y es la adjetivación habitual en Alemania, en Rusia o en los países escandinavos, justamente cuando se constituyen los partidos políticos de las clases trabajadoras. Más adelante, la oposición a las bases del marxismo hará de algunos socialistas, militantes propiamente socialdemócratas. Por ello, la socialdemocracia se identifica con el socialismo democrático, reformista, gradualista, aquel que tiene como metas la justicia social y los derechos políticos. Se oponía al conservadurismo, al liberalismo y a la revolución inspirada por el marxismo.
Pero la suerte de la socialdemocracia fue desigual. El siglo XX es, entre otras cosas, la centuria de las guerras, de la nacionalización, de los fanatismos, de las atrocidades ideológicas. La socialdemocracia no fue un alma bella que permaneciera incólume, sin tacha, sino que fue una corriente con comportamientos circunstanciales variados. De acuerdo con contextos violentísimos. Los socialdemócratas tuvieron comportamientos dignos e indignos, valerosos y entreguistas. Y, sin duda, la presión del izquierdismo externo o la maquinaria del partido interno no les hicieron mejores que a otros, aunque a ellos, a los socialdemócratas, debamos logros políticos que hoy nos parecen evidentes. Con variaciones y matices, propugnan una cierta redistribución de la riqueza y una mayor igualdad dentro de la economía de mercado; postulan también una intervención limitada del Estado que salve la democracia política y que favorezca el bienestar, las oportunidades sociales. No les voy a dar una lección sobre esta corriente. No me voy a poner profesoral. Simplemente resumo lo archisabido, dejando fuera muchos matices que deberían hacerse: matices que mejoran o empeoran la historia de la socialdemocracia.
Paolo Flores d’Arcais. Siglo y pico después se habla de crisis de la socialdemocracia. ¿Es así? Habrá que seguir hablando de la socialdemocracia, en efecto. El pasado domingo 25 de octubre leí en El País un artículo de Paolo Flores d’Arcais sobre su crisis, sobre su presunta o real crisis. Lo titulaba La traición de la socialdemocracia. Habrá que seguir hablando, sí. Con Paolo Flores d’Arcais y con otros. Normalmente me satisface lo que escribe este ensayista italiano. Sin embargo, el artículo del domingo en El País me pareció muy facilón, demasiado simple. ¿La traición de la socialdemocracia? ¿Ah, pero hubo unos viejos buenos tiempos en que las cosas funcionaban admirablemente? La historia de esta corriente es muy compleja y, sin duda, no se limita a un pretérito mejor.
Parece mentira que diga eso, lo de la crisis actual, alguien que conoció a Bettino Craxi y a toda una generación del PSI que se hundió hace un par de décadas tras la corrupción y las malas maneras. Flores d’Arcais cita dos o tres momentos que serían simbólicos en la historia brillante de la socialdemocracia (la creación del Estado del Bienestar o, también, Willy Brandt de rodillas en Varsovia). Según él, hoy las cosas son muy distintas. Pero creo que los reproches que le hace a los partidos socialdemócratas actuales (que si son establishment, etcétera) son pegas que podrían haberse planteado igualmente hace varias décadas…, cuando la socialdemocracia iba viento en popa.
Las elecciones son una cosa y la maquinaria de los partidos es otra. ¿Son inutilizables los partidos socialdemócratas? Sí, dice Flores d’Arcais. Por ser partidos-máquina. Yo no creo que la cosa sea tan simple. La experiencia de «nuevos partidos» es generalmente desastrosa o, al menos, repite los vicios anteriores. Aquí lo tratamos cuando hablábamos de Ciutadans o de Unión, Progeso y Democracia, organizaciones que nacen –según dicen– para regenerar la democracia y que suelen reiterar el funcionamiento de los viejos organismos. Pongamos un contrajemplo. El Partido Popular ha ganado con suficiencia electoral en la Comunidad Valenciana. ¿Por qué? ¿Porque es un partido de mayor democracia interna? No es ése el factor. El asunto es más complejo, sin duda. Al PP valenciano no le ha hecho falta mejorar el funcionamiento de su aparato (o la democracia interna) para arrasar electoralmente. Elecciones y democracia partidista no son equivalentes. Igual que se pueden ganar votaciones y comicios sin grandes principios, sin disponer de convicciones profundas.
Paolo Flores d’Arcais habla a partir de su propia experiencia: la desastrosa experiencia de la izquierda italiana en la posguerra y después, con un Partido Comunista poderoso e institucional, relativamente alejado de Moscú, y con un Partido Socialista minúsculo secuestrado finalmente por una oligarquía funcionarial, dispuesta a sobrevivir y a enriquecerse. El Estado italiano y la corrupción, la Mafia y el parlamentarismo reciamente partidista provocaron el cataclismo de esa izquierda. Y la televisión; y el fútbol… La opción política de Silvio Berlusconi nace en ese contexto como un movimiento que presuntamente superaba los vicios de la partitocracia.
Como antes decía, las ideas de este ensayista han sido generalmente muy provechosas. Desde antiguo reivindica al individuo, un valor que ha de asumir la izquierda, según precisa. Recuerdo su libro El desafío oscurantista. Ética y fe en la doctrina papal (1994), un volumen imprescindible para entender la retroceso moral de la Iglesia católica con Juan Pablo II. Recuerdo su Hannah Arendt. Existencia y libertad (1995), un librito indispensable para pensar la idea de responsabilidad. Flores d’Arcais ha sido y es un referente para la izquierda después del estalinismo, decidido crítico de los atavismos socialistas, socialdemócratas y comunistas. Por eso, recuerdo especialmente una obra suya de largo aliento: El individuo libertario (2001). Tenía un título quizá algo confuso.
Ese libertario lo asociamos a lo ácrata. Pero no: en realidad, era una herencia del libertarismo de los ochenta, una opción radical que algunos liberales y socialistas asumieron para acentuar sus propias tradiciones o para cambiar ciertos tics de sus respectivas tradiciones. Lo libertario es lo que no se ciñe, lo que no se somete, lo que desborda los límites. Aquello que va más allá del Estado. Ese libertarismo tenía y tiene resonancias de Friedrich Nietzsche. «Allí donde termina el Estado comienza el hombre no superfluo», leemos en Así habló Zaratustra. «Allí comienza la canción de lo necesario, el estilo único e insustituible. Allí donde el Estado acaba –¡mirad allí, por favor, hermanos! ¿No lo veis, el arco iris y los puentes del superhombre?», concluía Nietzsche.
El individuo. Paolo Flores d’Arcais reivindica «el hombre no superfluo», el individuo que se moldea porque no tiene restricciones que lo ahoguen o carencias que lo aplasten. ¿Y qué tiene que ver esto con la izquierda o con la socialdemocracia? En su libro El individuo libertario había un apartado que se titulaba «Izquierda quiere decir individuo». Señalaba una cosa muy interesante, sugestiva aunque quizá utópica y bienintencionada. Los socialistas han hecho del colectivismo su seña de identidad, decía. ¿Por qué no pensamos al revés la cuestión? La izquierda ha de asumir el Estado limitado y ha de asumir la legalidad de la democracia representativa.
«La legalidad es el poder de los sin poder e incluso su bien material por excelencia», decía. «Donde impone su ley el clan mafioso, o la banda juvenil, el restablecimiento de legalidad constituye incluso elemental liberación frente a la devastadora e inadmisible alternativa: la sumisión a la lógica de la violencia organizada o el heroísmo insensato en una cotidianidad hobbesiana. Pero sin llegar a tanto: cada corrupción o prevaricación impune, cada derecho vulnerado, cada denegada justicia constituye explotación y empobrecimiento de los sin poder».
La ley es es el mejor instrumento de protección de los débiles. Y si hay algo débil es el individuo. O en sus propios términos: «La izquierda hasta ahora ha fracasado, y sigue fracasando, en la tarea de abordar esta esencial cuestión. Por tanto hay que reinventar la izquierda. Y, a la vez, la izquierda no tiene necesidad de inventar nada en absoluto. Izquierda quiere decir, en efecto –hoy como ayer, hoy más que ayer–, estar de la parte del más débil, del más frágil, del más indefenso, del más expuesto, del más en peligro. Si esto es verdad, entonces izquierda quiere decir individuo«. O con otras palabras: «la política de la izquierda es, pues, la política que tiene como objetivo constituir a todos y cada uno en individuos autónomos, y entregarles, de forma irrevocable y no fictica, el control de las instituciones».
Sí y no, diríamos respondiendo a Flores d’Arcais. El control de las instituciones entregado a individuos autónomos y responsables (que es con lo que soñaba la principal inspiradora de Flores d’Arcais: Hannah Arendt) es un noble ideal que ignora el fuste torcido de la humanidad: nuestra mala cabeza, nuestra naturaleza inconstante y egoísta. Somos individuos con intereses contrapuestos. En los partidos hay intereses contrapuestos. ¿Alguien imagina que esos intereses desaparecen? No es pensable. Lo que sí es pensable es una organización sometida a controles legales que impidan el máximo despilfarro o el juego exclusivamente oligárquico. ¿Se ha conseguido? Bueno, llevamos décadas en ello. Mientras tanto, algunos se aprovechan, desde luego.
El problema del individuo libertario concebido por Flores d’Arcais o del individuo responsable de Hannah Arendt es que sus autores lo plantean desde el ideal del ciudadano republicano y virtuoso. Virtuoso. Qué casualidad, una posición muy cercana a la del Rodríguez Zapatero que profesaba el «republicanismo» como no explotación (Philippe Pettit). Qué curioso: una de las entrevistas más lisonjeras e inteligentes que se le hicieron al actual presidente español la firmaba Paolo Flores d’Arcais. Tal vez veía en Rodríguez Zapatero y en su partido una regeneración imposible en la izquierda italiana. Qué cosas.
Hemeroteca del día
Trato en dicho artículo de los lamentables abusos que se dan en el seno de los partidos, esas instituciones a la vez tan necesarias. Lo que postulo es algo tan simple como el principio de legalidad.
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¿Qué indica? ¿Que Esperanza Aguirre es capaz de acudir a los Teatros del Canal en plena crisis del PP por Caja Madrid? ¿Que la tragicomedia que representa por fin ha llegado a las tablas? ¿Que su seguridad es tal que puede iniciar unos pasos de danza manteniendo el equilibrio, dicho todo en su sentido metafórico más pedestre? Lean el pie haciendo
En dicha fotografía llaman la atención dos cosas. En primer lugar, el cortesano que la acompaña,


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