Uno. La mucha faena y los numerosos encargos me impiden cumplir con algunas obligaciones primarias. Quedo mal, llego tarde y mis disculpas son menos creíbles. ¿Qué hago, qué completo? ¿Lo que da más lustre? No necesariamente. Al final suelo hacer lo que mayor satisfacción me procura, o lo que mayor irritación me provoca, aun cuando eso que escribo o eso de lo que hablo no sea lo más beneficioso materialmente o lo más rentable intelectualmente.
Este noviembre no es el mes más cruel, el de T. S. Eliot, aquel momento que «hace brotar / lilas del interior de la tierra muerta, mezcla / la memoria y el deseo, estremece / las raíces marchitas con lluvia de primavera». No estamos aún en un invierno recogido y suspendido. Vivo arrastrado, en plena actividad, y con un entusiasmo quizá enfermizo. Yo no espero la llegada de abril para hacer brotar las lilas, para mezclar memoria y deseo, para estremecer las raíces marchitas. Supongo que es eso, el entusiasmo, lo que me hace brotar, mezclar, estremecerme. Tanto se suma que temo un ataque inminente: el estrés bajo la forma de una ciática. Hay indicios. Las lumbares siguen su fastidiosa labor de cada día, recordándome la fragilidad y el aviso…
Escribo, leo, doy clases, atiendo en tutorías, imparto conferencias. Es un ritmo poco saludable. De vez en cuando dejo de escribir ciertas reseñas encargadas; o amigos que me quieren me relevan de esos compromisos; o simplemente me prohibo extenderme sobre algunas obras. Prefiero leer. Prefiero abandonarme al placer no venal de la lectura, al disfrute largo, demorado de páginas y páginas que leer, libros que me satisfacen y que son felicidades chiquitas. En ese momento me veo como un personaje secundario de Batherby y compañía (2000), de Enrique Vila Matas, aquella novela que, inspirada en Herman Melville, rendía homenaje a los escritores sin obra o sin voluntad, sin líneas o sin consumación. Autores renuentes. Escribientes cansados.
Leo lentamente a Antonio Muñoz Molina, leo a Juan Planas, leo a Isabel Barceló. Si de escribir se trata ahora sobre ellos, francamente preferiría no hacerlo. ¿Por qué razón? Prefiero, sí, el disfrute puro de sus páginas exactas o acertadas, de la imagen y de las cosas, de la evocación histórica y familiar. Esto me lo procuran los libros de dichos autores, cada uno a su manera. Como otros, que esperan una lectura venidera: El exilio de los marinos republicanos (2009), de Victoria Fernández Díaz. Un exilio de individuos, pero también un desarraigo moral, generacional. Qué horror me espera… Preferiría leerlos y no decir nada, pero diré cosas sobre ellos en otros momentos.
Ahora dejo fuera, dejo sin hacer, reseñas posibles de libros completados. Por ejemplo, no escribiré sobre Caín (2009), de José Saramago. O, por ejemplo, no escribiré sobre Yo, comandante de Auschwitz (2009), de Rudolf Höss. No me extenderé. ¿Por qué razón?
Dos. ¿Tiene algún sentido regresar a la Biblia para reescribirla? En principio, podemos pensar que es absurdo. Son tan bellas las páginas de las Escrituras, en particular las del Antiguo Testamento, que parece una operación inútil. ¿Para qué retocar aquello que los siglos han consagrado? Para muchos, además, esas Escrituras son propiamente sagradas: son palabra de Dios. Aceptemos o no su condición santa, ¿no será una insensatez enmendar lo que permanece, esa prosa que enuncia la escatología humana?
Sin duda es una temeridad rectificar, corregir, completar o proponer un curso alternativo a lo que ya ha sido o permanece en la memoria oral y religiosa de tantos creyentes. Pero es que las mejores historias de la Biblia nos hablan de eso precisamente: de la presunta soberbia, de la supuesta arrogancia de los humanos…, que quieren parecerse a la Providencia o quieren alcanzar su cenit. Si lo pensamos bien, llevamos siglos haciendo eso: rehaciendo las viejas historias que en sus libros se cuentan. ¿Por qué razón? Porque la Biblia reúne nuestros mitos de origen, de vida, de muerte, de triunfo, de epifanía. En un mito, decía Claude Lévi-Strauss, no importa la exactitud de las palabras que lo enuncian, sino el sentido último que encierra. El mito puede reescribirse una y otra vez.
Aceptando ese supuesto, José Saramago reelabora la historia de Caín en clave irónica y eso le sirve para reprochar a Dios su acción y su inacción. Caín mata a Abel y el Ser Supremo lo condena: «Andarás errante y perdido por el mundo». La historia que nosotros leemos ahora, la escrita por Saramago, está narrada en primera persona por alguien actual de quien nunca sabremos nada. Quiere obrar como un historiador o un cronista, escribe en minúsculas todos los nombres propios y alude constantemente a la vida de hoy por contraste con los tiempos bíblicos. Comete anacronismos deliberados, se burla de los grandes héroes del pasado y su propósito es relatar la verdadera historia de Caín, un tipo que no era tan odioso como las Escrituras indican, un individuo que efectivamente andará errante por el mundo transitando de presente en presente.
Vive tiempos distintos, como si viajara en una máquina del tiempo, como si cambiara de circunstancia gracias al teletransporte. Es por eso por lo que conoce personalmente a Abraham, aquel a quien el Señor ordena sacrificar a su propio hijo; es por eso por lo que conoce la edificación de Babel, la torre con la que los hombres quería alcanzar el cielo, cometiendo un pecado de soberbia que Dios castigará con la confusión de lenguas; es por eso, en fin, por lo que conoce a Lilith. ¿Y? Pues que el lector tiene la sensación de estar ante una fábula artificiosa, innecesariamente alargada. Por ejemplo, ya sabíamos de Noé, algo borrachín, por otros libros: por la Biblia y por el primer capítulo de Una historia del mundo en diez capítulos y medio, de Julian Barnes. Puestos a hacer guasa, prefiero ese relato del autor inglés a la novela del escritor portugués. El lector, en fin, tiene la sensación de que Alfaguara quiere sacarnos los cuartos sin que la historia merezca gran atención (cosa que ya me pasó con la primera obra suya que leí y de la que sí hice una reseña). Por supuesto, está bien escrita y bien traducida, pero la sensación creciente es la de producto innecesario, prescindible. Como no escribo reseñas breves, no completaré estas palabras. Faltan fuelle y mala leche. A Saramago y a mí.
Tres. Acudo presto a conferenciar. Hoy, miércoles 4 de noviembre de 2009 a las 10 horas, he de hablar larga, extensamente, sobre Historia y cultura. La novela. Esta actividad está dentro del Máster en Historia del mundo hispánico que la Universitat Jaume I (Castellón de la Plana) organiza en su propio campus, en concreto en la Facultat de Ciències Humanes i Socials. Hoy me toca hablar, aunque siguiendo lo que me inspira en este post, preferiría no hacerlo. Prefiriría seguir leyendo, ejerciendo de lector impenitente y caótico, para así poner en contraste y en contradicción los que uno aprende, siempre aprende, con cada página con la que disfruta o se irrita.
En mi disertación haré un pequeño homenaje a Claude Lévi-Strauss, a su noción de cultura, a su idea de artificialidad humana, espacio de relaciones en el que nacen los productos culturales. El etnólogo se ocupó de los salvajes, de los pueblos primitivos que llegan incólumes o parcialmente incólumes a la sociedad de hoy. A ese pequeño prodigo, a esas excecpiones, Lévi-Strauss destinó sus horas y su vida.
Lo universal es natural, decía el antropólogo; lo local es cultural. La cultura es un código normativo; es prescripción, prohibición; es una forma particular de hacer, una resolución de problemas concretos; pero es también contexto en el que se ponen en práctica destrezas locales y recursos universales. La novela –a la que Lévi-Strauss no le prestó gran dedicación– es uno de esos productos culturales de que nos servimos los modernos. De eso voy a hablar…, pero preferiría no hacerlo: preferiría leer.
Cuatro. Regreso de Castellón de la Plana contento, leyendo. El tren casi siempre es una dicha. Leer cómodamente instalado es una manera de darme satisfacción tras casi tres horas de conferencia e interlocución. Creo haber provocado a alguien. Ahora me toca a mí. Regreso, digo. ¿Leyendo qué cosa? Un traqueteo de antiguo ferrocarril me mece y me hace dormir. Cuando despierto vuelvo a la página y a mis subrayados salvajes, anotaciones en rojo, con rotulador, para dejar inservible el volumen.
Tengo en mis manos la reedición de El autor y la escritura, de Ernst Jünger. Ayer lo compré en Gaia y hoy a primera hora, cuando me preparaba la cartera con mis papeles y mis libros, me he decidido. Le haré un hueco en el portafolios –me he dicho–. Así, cuando vuelva en el tren, me dedicaré a leer las reflexiones de Jünger, anotaciones largas o aforismos que el escritor alemán fue registrando a lo largo de los años.
En estas páginas están sus ocurrencias y sus consecuencias, lo que el oficio le sugería y los efectos que tenía en su persona y en su obra: efectos auténticamente embriagantes o lúcidos, según. He leído libros grandes y menores de Jünger, pero no soy un experto en su obra… Me perdí la lectura de este volumen cuando se tradujo (en 2004). ¿Para qué retrasar más el placer y la discrepancia? En Jünger hay exageraciones, juicios expeditivos cuyo origen no es estricta ni exclusivamente nietzscheano.
En el autor hay conciencia de auctoritas y de creación. No es únicamente un escritor: siempre quiso ser autor. «Autoría. ¿Cómo hay que entender el concepto? De una manera absolutamente general, como exteriorización de la fuerza creadora. Autor somos todos y cada uno, pero la mayoría no sabe de su felicidad», indica Jünger. La felicidad de ahormarse, de crearse, de sacurdirse fardos. El autor no mira a su público, dice Jünger, pues «detrás de cada poema logrado», detrás de cada prosa consumada, «hay siempre algo más que la sociedad y la época: la soledad atemporal». Los peores escritores son, precisamente, los que se atienen al contexto, aquellos que no emplean más que recursos obvios: los de su circunstancia. Y acaba: «tomado en sentido literario, el concepto [de autor] debe incluir al poeta y no puede legítimamente excluir al escritor». No hay paradoja en este juicio, pues Jünger distinguía entre autor y escritor. A esta condición, ínfima o común, pueden aspirar muchos: todo aquel que es epígono, que es heredero. Ser llamado autor es el merecimiento de unos pocos.
Venía leyendo estas cosas y, de repente, me he tropeazado con una anotación que parecía hecha para mí, para hoy. «Ajetreos nuevos. Dar conferencias. Están asociadas con viajes y esfuerzos y consumen el tiempo productivo. Van seguidas de una charla, la mayor parte de las veces infructuosa». ¿Infructuosa? ¿Es así? No sé qué responder. En todo caso, dar conferencias no es declamar. Es crear de otro modo, dejándose llevar por el hilo rojo de las palabras. «El autor puede, pero no debe, ser un entretenedor. Declamar está bien dentro del círculo de los amigos o de la familia». Aunque hubiera querido, yo no habría podido hacerlo: un público latinoamericano de formación diversa y de concepciones distintas no es el círculo de los amigos o de la familia. Eso me ha obligado a esforzarme otra vez con mayor empeño. Nuevamente, el entusiasmo. En fin…

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