Cero. ¿Qué hacemos en el cine? La sala es un lugar cerrado, a oscuras, con asientos más o menos cómodos, con un público que ocupa su localidad y que merienda, ríe, llora o molesta.
El cine es un sitio al que se acude para vivir una realidad alternativa, esa existencia aventurera o audaz que probablemente nunca llevaremos. O se va para identificarnos con los personajes, con sus peripecias. O tal vez frecuentamos el cine para proyectar nuestras expectativas o deseos, nuestras frustraciones o reflejos. O quizá acudimos para ampliar nuestra idea de lo que es real, de lo que nuestra existencia breve, de aspiraciones alicortas, no nos da. No consideremos auténtico únicamente lo que a nosotros nos sucede, individuos amodorrados de una sociedad opulenta.
Solos o acompañados, allí nos congregamos muchos o unos pocos para compartir estremecimientos o felicidades. Para curiosear en las vidas ajenas o para tomarlas como ejemplo a repudiar, a imitar. En pantalla vemos planos (primer plano, primerísimo plano, plano detalle, plano medio, plano americano, plano general, etcétera), que son espejos deformados de nuestros rostros o de nuestras situaciones, lo que nuestros ojos ven de cerca o de lejos. Allí vemos también a los personajes enfocados con ángulos en picado, en contrapicado, a vista de pájaro, a vista de gusano, etcétera. Esos ángulos les dan un significado a cada uno y sirven para agrandarlos o para achicarlos psicológicamente. En fin…
Uno. Acudo a la sala cinematográfica a ver un film que acaba de estrenarse. ¿Su título? Paranormal Activity (2009) de Oren Peli. Es una película de terror. O, si lo preferimos, de sustos.
Lo sepamos o no, cuando acudimos a ver esta película llevamos encima una cultura cinematográfica densa. Por ejemplo, al acabar, yo no podía dejar de recordar El proyecto de la bruja de Blair, del que ya hablé hace nueve años. Y no podía dejar de recordar [REC].
En realidad, cuando acudimos a la gran pantalla llevamos detrás la historia del cine. La historia es lo que nos pesa, lo que nos da recursos y lo que nos tapa lo nuevo: lo que nuestros ojos han visto, una mezcla de realidad y ficción, de hechos propiamente históricos y de acontecimientos inventados que nos han producido efectos. La historia del cine es la ficción y es el documental. Lo imaginario y lo real. Lo que registra o lo que inventa. Periódicamente, el cine muestra su lado documental o exhibe su fantasía creadora.
Un hombre y una mujer, un joven matrimonio, habitantes de una casa confortable, sienten extrañas vibraciones en su casa, ruidos por la noche: algo así como presencias. ¿Serán fantasmas? ¿Será el Diablo? A pesar de las renuencias de la muchacha, el joven instala una cámara en casa, como si se tratara de una sesión de cinéma-vérité. Es un aparato de campanillas. Se trata de una cámara de video digital de alta definición con gran angular y con un micro ultrasensible que registra todo tipo de sonidos y ruidos. En principio, la esposa es contraria a esta operación: la vive y la padece como un escrutinio de su intimidad. Siente que su yo más reservado va a ser grabado y sabe que lo archivado es algo que puede salir más tarde.
En esta sociedad de la comunicación masiva, una grabación es un material susceptible de ser exhibido. El marido va a rodar todo lo que ellos vean, todo lo que acontezca en estado de vigilia. Siempre, claro está, que eso se manifieste y que por tanto ellos puedan ser conscientes. Cuando duerman, la cámara, apoyada sobre un trípode, grabará automáticamente lo que suceda en su dormitorio. Lo que nosotros vamos a ver es esa filmación doméstica, con la tosquedad de las tomas, de la iluminación y del sonido que son habituales en las grabaciones familiares. Parece como si volviéramos a los inicios del Séptimo Arte, cuando el cinematógrafo era un rudimentario ingenio que captaba lo que ocurría alterando la vida, eso sí. Constatación: si estamos viendo esta rodaje doméstico es porque se exhibe, se proyecta; es decir, somos espectadores convocados a ver algo que se grabó privadamente. Pero a la vez sabemos que esto que estamos viendo es una ficción. Nos dejamos persuadir por la puesta en escena como si lo mostrado fuera real.
Ante Paranormal Activity, el espectador se siente como un mirón: contemplamos a la pareja en paños menores, con sus disputas domésticas o con sus alivios sexuales. Menos mal que cuando esto último ocurre, la joven tiene el buen sentido de ordenar el cierre de la cámara. Vamos, que el muchacho apague el pilotito. Así, al menos, no tenemos la impresión de asistir a un espectáculo voyerurista al que no hemos sido convocados. ¿Qué expreso cuando digo esto? ¿Unos reparos moralistas? No: lo que muestro es mi incomodidad ante la exhición de lo privado, de lo reservado. Pero, claro, todo es una ficción…
Permítaseme un breve didactismo. La etimología de la palabra cinematografía. Esta voz no es remota, pues es un neologismo decimonónico, aunque –eso sí– creado a partir de dos vocablos clásicos: kiné y grafós. El primero y principal indica movimiento. Y cinematografía expresaba imagen en movimiento, justamente lo que no habían logrado otras técnicas anteriores: la pintura, la fotografía.
¿Imagen en movimiento? El cine no es movimiento: es una técnica que permite proyectar imágenes, creando la impresión de movimiento. Es lo que parece que está sucediendo, lo que parece que nos va a alcanzar: como ese convoy ferroviario que a toda velocidad se acerca a la pantalla, provocando el pánico de los primeros espectadores. Ni los hechos ocurren ahora, ni las cosas tienen tres dimensiones, ni el olfato, ni el gusto, ni el tacto del público intervienen, ni la imagen se mueve realmente. Hay en el cine, pues, un elemento inevitablemente ficticio. Parece lo real, una reproducción de lo que sucede y se mueve (ese tren, ese tren…), pero sólo es una representación. ¿Me refiero a que el cine sólo es cine de ficción? No, no me refiero a eso todavía. Aludo al artificio que crea un efecto de realidad. Si la ilusión de movimiento es el primer motivo de fascinación. El segundo es ese efecto de realidad, que está en el origen mismo del cinematógrafo.
Los datos son muy conocidos. El cinematógrafo o al cronofotógrafo –que así se llamó originariamente el aparato proyector– fue patentado por Louis y Auguste Lumière en 1895. En 1895, ambos hermanos comenzaron a proyectar. La primera filmación de los Lumière fue La salida de los obreros de la fábrica Lumière.
Le siguió, precisamente, La llegada del tren a la estación de la Ciotat, ese film que provocó el miedo de los espectadores.
Estas primeras películas tenían un sentido tentativo y documental. Pretendían registrar la realidad, una parte de la realidad, lo que históricamente estaba pasando a finales del siglo XIX. Para ellos era presente. Hoy las vemos como documento de época, una fuente que nos puede indicar dos cosas: qué uso se hacía del cine en sus primeros años y qué juzgaban cinematográficamente relevante. Una fábrica, un ferrocarril: el Ochocientos exhibiéndose, mostrándose, si pudiéramos decirlo así. Poco tiempo después, en 1902, Georges Méliès estrenaba su Viaje a la Luna.
Con ello, el cine se convertía en espectáculo de barracón, en motivo de solaz, dependiente de un público dispuesto a deleitarse con ficciones. Lo exhibido ya no será sólo lo real, lo reproducido, sino lo que los espectadores juzgan espectácular, lo representado. Pero dejemos esta breve lección para regresar a Paranormal Activity.
Dos. O, mejor, no: regresemos a [REC], de Jaume Balagueró y Paco Plaza: un film de 2007 cuya audacia «realista» supera ampliamente el verismo de Paranormal Activity (2009). ¿En qué sentido? La película americana es una presunta grabación doméstica, con la torpeza del amateurismo: hace como que vemos lo que un muchacho registra. O lo que la cámara graba automáticamente. Como es lógico, las filmaciones domésticas son tediosas. Ya lo dije –ustedes perdonen– cuando escribía sobre El Proyecto de la Bruja de Blair: «Como es evidente, los registros domésticos en vídeo son también relatos, no captación desnuda ni simple traslado de lo que acaece. La perspectiva que adoptamos, los encuadres, la iluminación y las poses que exigimos a –o que seleccionamos de– nuestros improvisados actores, de nuestros familiares, por ejemplo, son convenciones narrativas. Esas filmaciones domésticas son, sin embargo, relatos torpes, hechos con pocos medios o con escasa pericia, relatos que se acumulan en nuestros anaqueles y que recogen sin montaje y sin elaboración momentos memorables de nuestra vida. Justamente porque las hemos filmado así, con esa torpeza obvia, es por lo que las sabemos reales. Y justamente porque las sabemos reales es por lo que aceptamos mal un exceso de montaje, una rotulación impostada de las secuencias, la música, etcétera».
En cambio, [REC] el film español es un registro televisivo, es decir, capta todo, pero son unos profesionales quienes gobiernan el objetivo. Hay una periodista que mira y entrevista, que señala y busca; y hay un cámara que graba, que ilumina con la antorcha, que usa el zoom, que enfoca con planos distintos y con ángulos diferentes.O como leemos en la sinopsis: «una reportera de televisión y su cámara acompañan a una dotación de bomberos en una de sus salidas nocturnas. Su intención es retratar el modo de vida de estos profesionales, su trabajo y sus situaciones de riesgo. Pero lo que parecía una intervención rutinaria de rescate se va a convertir en un auténtico infierno. Atrapados en el interior de un edificio, la pareja de bomberos y el equipo de televisión tendrán que enfrentarse a un horror desconocido y letal…» Vemos lo que el cámara graba, sin montaje. Presuntamente, claro.
La película española adopta el esquema del reality, una fórmula codificada que se está convirtiendo en el esquema de lo real reproducido. O, en los términos de David P. Montesinos: el reality «ha pasado de parecer una moda más o menos fulgurante a convertirse en koiné de todos los lenguajes televisivos de masas«. Veo la primera parte de [REC]. ¿Un film de zombies? ¿Una película de grupo humano contagiado por un virus? En esta cinta reaparecen las bases originales del cine. Lo ordinario y lo espectacular, lo corriente y lo sobresaliente. Lo deseado y lo temido. Vivimos en comunidad de vecinos y nos sentimos protegidos: ¿hay algo más cotidiano y… odioso?
Desde que Álex de la Iglesia nos sorprendió con La comunidad (2000), ya no podemos ver igual a nuestros vecinos, a esos que nos rodean y de los que lo ignoramos todo. O de los que sabemos mucho y justamente por ello evitamos. Ahora, unos años después, [REC] nos lleva a otra comunidad y el cine –bajo la fórmula televisiva– reaparece en estado puro. Por un lado, la voluntad de registrar lo real como si la grabación no incluyera relato o montaje («Pablo, grábalo todo, por tu puta madre»); por otro, el esfuerzo creador, el empeño de inventar, de suplantar los hechos por otros verosímiles, ordenados y narrados en una ficción. Aquí hay una historia, parece decirse la locutora televisiva: captemos todo, que luego ya montaremos, narrándola. Es más: sus entradillas, sus locuciones, sus aclaraciones…, son eso: las acotaciones de un relato.
Yo he visto [REC] en DVD, en casa, con luz natural. Las condiciones no eran óptimas. ¿Por qué razón? Porque el cine nació para ser proyectado a oscuras en un barracón. O, después, en una sala con espectadores. En el cine estás solo y estás rodeado. Te proyectas en la pantalla, haces tuyo el asunto que ves y te implicas emocionalmente. La oscuridad ayuda. Pero ayuda también la vecindad de ese público del que formas parte. Allí hay otras personas que ríen, que gritan, que se asustan, que se emocionan. Hacemos muchas cosas en el cine, muchas cosas que compartimos: nos codeamos, nos rozamos, sintiendo al unísono. Las expresiones colectivas de nuestras emociones refuerzan el film. En esta época de descargas de Internet y de piratería, la sala cinematográfica tiene su razón de ser, su sentido primario y original. No es sólo la calidad de la emisión; es el espacio de la emoción.
Así es que he visto [REC] en las peores condiciones (o casi). Felizmente, eso no me ha impedido descubrir (o redescubrir) el cine en estado puro, esa fuente primitiva de la sensación verdadera, ese momento que justifica nuestra entrega y nuestra credulidad. Solos, ante la proyección, nos dejamos arrebatar por una historia que no nos concierne. O eso creemos. Vemos cómo se comportan los seres humanos en situaciones-límite, cómo nos animalizamos a poco que perdamos la seguridad o los controles, cómo se disuelven los lazos que nos hacen sociables. Y vemos a qué nos lleva el fisgoneo, la indiscreción extrema, malsana: la de los ojos que todo lo quieren escrutar, esos ojos humanos que observan lo que está vedado gracias a la cámara y a la obscena curiosidad de la reportera.
Tres. Acudo al cine, a la sesión de las 17 horas, a ver una película cuyo protagonista no sé si provoca miedo o simpatía. Es un film vertiginoso, aunque no es de terror. ¿Su título? Garbo. El espía (2009), de Edmon Roch. He quedado muy impresionado. Por hache o por be, esta película me devuelve a la cuestión que estoy planteando desde el principio: lo real y la ficción, la verdad y la invención. No siempre es posible determinar qué es lo sucedido, cuáles son los acontecimientos, cuáles son las conductas reales de los individuos que intervienen en la acción. Aquellos que añoran la radical separación de los hechos ocurridos y las ficciones, deberían ver este film. Aquí, en la película, lo real nos confunde y la ficción es el dato autentificado.
Estoy en el cine y debo frotarme los ojos ante la incredulidad simpática del tipo protagonista. Lo que veo es verdad, cierto, no una fábula. Es un documental hecho con entrevistas, con fragmentos de noticiarios, pero también con retales de películas de ficción. El cine me muestra esa afán documental primario que está en su origen. Pero esto es no es mera capatación de lo que ocurre. Aquí hay una pesquisa que necesita montaje. Y éste no es una mera arbitrariedad. Es un relato. Es un repertorio de documentos cuyo único fin es ordenar la biografía de… ¿un impostor? ¿Y cuál es la vida verdadera de un simulador, de un prestidigitador?
El film reconstruye la existencia de Juan Pujol García: espía, agente doble en la Segunda Guerra Mundial. Perfecto caso para un historiador. Dejémonos de personajes inventados y de experimentos con la verdad, dirá el historiador severo. Centrémonos en tipos reales. ¡Ah, si fuera tan sencillo! La vida de Juan Pujol fue tan novelera y tan sedentaria, y su imaginación fue tan fértil y tan copiosa, que el personaje es casi increíble: se multiplica en heterónimos e informantes, creando una red de identidades inexistentes, y su rostro se desvanece con barbas y postizos, con lentes y añadidos. Parece un personaje salido de Tu rostro mañana, de Javier Marías. Un personaje de Marías al que en una novela le reprocharíamos su exceso… Desde luego resultaría poco tolerable en una película de ficción. Al ser una biopic documental, aceptamos esa inverosimilitud. En El País, Gregorio Belinchón compendia su existencia. Es de miedo.
«En Madrid, en 1940, se casa y ofrece sus servicios a la Embajada británica. No le hacen caso. Pero sí en la Embajada alemana, y el espionaje alemán, el Abweher, le contrata. Tras ofrecerse ¡hasta cuatro veces más! a los aliados, al fin los británicos descubren su valor potencial como agente doble. En Lisboa está 11 meses, donde se inventa una red de hasta 22 espías (un marino griego, un estudiante venezolano, un comunista…) que en teoría le mandan información desde el Reino Unido. Los alemanes nunca dudaron de sus informes. Su capacidad para la verborrea, para mezclar datos ciertos y falsos y su talento para la seducción hacen que los británicos le usen como piedra angular de la Operación Fortitude, con la que el ejército nazi creerá que el gran desembarco aliado en Europa será en Calais. Dos semanas después del día D en Normandía, los alemanes aún esperan en Calais y Pujol les escribe: ‘Normandía era una distracción, pero ha ido tan bien que al final ha sido el desembarco definitivo’. Nunca le descubrirían».
Cuatro. En cine, lo esencial es el montaje. En principio, éste corresponde a la tercera fase o etapa de realización de una película. Si primero hay un guión técnico, luego un rodaje, finalmente habría un montaje. Como nos recuerda Vicente Sánchez-Biosca en su libro ya clásico (El montaje cinematográfico), esta operación «designaría el trabajo de laboratorio conocido igualmente como ‘edición’, por influjo de la voz inglesa editing, o el también utilizado ‘compaginación’…» En principio, ya digo, es la tarea que une los fragmentos rodados para dar continuidad a lo que está troceado, basándose en el principio del raccord. Los cineastas se valen de diversas tomas y luego, al final, proceden a pegar los distintos fragmentos del copión rodados para dar a la película la forma definitiva, su continuidad: una continuidad si cesuras, sin suturas. Lo hacen ellos o lo hacen los especialistas en quienes delegan, que efectuarían su labor a partir de ese guión técnico original. Se crea así la ilusión de percibir una acción continuada allí en donde hay diversidad de planos. De entrada, insisto, es así.
Pero como bien nos advierte Sánchez-Biosca, el montaje es algo más, mucho más. En realidad, es la operación de construcción de la pelicula de principio a fin. De hecho suele rodarse con el montaje en la mente, sabiendo qué hilo conductor quiere dársele al film. Es cierto que la mayor parte de las películas se basan en planos distintos a los que hay que dar continuidad. Pero no es menos cierto que otra parte de los films se hacen con cachitos previos, ya rodados, de otras obras. En Garbo, por ejemplo, hay numerosos fragmentos de películas –entre ellas Nuestro hombre en la Habana (1959)–, cosa que también sucede en otras obras documentales (por ejemplo, Hollywood contra Franco). Los trozos de obras de ficción se incorporan al montaje del nuevo film y el resultado es paradójico: tenemos una obra que trata de la realidad con imágenes de ficción. ¿Cómo analizar estas paradojas del cine?
Ahora bien, por lo que hemos visto, no sólo ocurre esto. Hay películas que son ficciones y se ruedan como si fueran documentales sin montar: lo más parecido a la realidad antes de ser manipulada o troceada. Por supuesto, que no parezca haber montaje es un artificio deliberado y muy inteligente: con dicho ardid, el cineasta provoca un efecto de realidad. Como decía Sánchez-Biosca, todo film «conforma estéticamente un discurso» y, por ello, «siempre usará el montaje en alguna de sus formas». En [REC] o en Paranormal Activity no parece haber varias tomas materialmente distintas. Por tanto, no es cine, podríamos concluir. Por supuesto no es así. Con la cámara al hombro o sobre un trípode, lo que vemos es un plano-secuencia, una filmación sin cortes entre planos en la que el objetivo se movería de manera presuntamente improvisada: en realidad, de acuerdo con una planificación cuidadosa. En [REC], por ejemplo, hay numerosos planos-secuencia encadenados que hacen del film un… larguísimo plano-secuencia. ¿No hay cortes, entonces? Claro que los hay. Los saltos serían sólo los de la grabación supuestamente accidental y los fundidos se producirían únicamente cuando las cámaras se apagan. ¿Y qué pasa cuando las cámaras se apagan?
Fundido en negro. ¿Continuará…?
Fin.

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