Los archivos de Justo Serna, 29 de septiembre de 2005 (primera época)
Los preámbulos son ese espacio que se reserva en los textos legales para expresar los principios que inspiran la letra que sigue, el articulado. Suelen contener declaraciones de intenciones: grandes, hermosas o inquietantes palabras que, por regla general, no tienen un traslado inmediato en la norma o en su ejecución. Diría que… felizmente no suelen tener traslado, porque lo corriente es que el legislador se infle, hinche el pecho, imposte la voz, ponga mayúsculas y se crea dotado de una misión. El preámbulo de la Constitución española de 1978 tiene mayúsculas, por supuesto, pero es seguramente uno de los textos de naturaleza jurídica menos enfáticos. Es breve, se propone garantizar la convivencia democrática, proclama el Estado de Derecho, se hace público para proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones, y poco más, porque tampoco convenía mucho más…, después de la convulsa historia constitucional de España.
He leído de cabo a rabo el texto del preámbulo del ‘Estatut’ de Cataluña que publicaba ‘El Mundo’ en su edición de 28 de septiembre. No puedo pronunciarme sobre su articulado, que no conozco, ni tampoco sobre su solidez jurídica, juicio para el que no soy competente. Pero sí que puedo decir algo sobre el fundamento histórico que expresa o que invoca. Para empezar, ese preámbulo es largo, incluso tedioso. He visto mayúsculas, sí, como en el texto constitucional, pero en este caso dicho grafismo peca de infatuación verbal, una declaración petulante que lleva a hablar de la Memoria, así, con esa letra enhiesta.
El ‘Estatut’ es depositario, se dice, de una Memoria (los ‘preámbulos históricos’ de la nación, diríamos) y guarda el recuerdo de todos los que han luchado… ¿De qué habría reminiscencia? De las fechas históricas (1714, 1914, 1932 y 1979) que marcarían el devenir de la nación catalana. Es ésta una declaración algo aparatosa, admitámoslo, porque el legislador actual se erige en adalid de individuos que ya no pueden oponerse a dicha suplantación o portavocía. Resulta, en fin, que no todos los que intervinieron en los lances de esas respectivas fechas (en la Guerra de Sucesión, en la Mancomunidad, en el ‘Estatut’ de la República o en el de Sau), no todos los que tuvieron protagonismo, pensaban que Cataluña era una nación, porque la nación es un producto contemporáneo que difícilmente podían concebir quienes combatían en 1714, beligerantes catalanes que, por cierto, estaban en ambos lados, en lado de los Austrias y en lado de los Borbones.
Es curioso: el preámbulo habla de nación catalana, habla de España como nación de naciones, cosa de difícil comprensión, lo admito, aunque no más que cualquier credo sobre la identidad colectiva. Pero en cambio habla de nacionalidades y regiones: como si las ‘otras’ naciones de la nación de naciones no pudieran designarse como tales. Una incongruencia. También he visto confusiones verdaderamente llamativas que un estudiante universitario aventajado no cometería: se habla, por ejemplo, de derechos nacionales de Cataluña y de derechos sociales de los catalanes, olvidando el legislador que antes que esa panoplia están los derechos civiles y políticos, justamente lo primero que se hurta a la ciudadanía en circunstancias como las que se detallan con gran intrepidez histórica en el preámbulo.
Decía T. H. Marshall que la ciudadanía democrática, esto es, la condición de miembro de una comunidad democrática, tiene tres fases: la civil, la política y la social, correspondientes a tres épocas históricas de ampliación y de universalización de derechos. La fase más temprana es la civil, la que arranca del Setecientos, y en la que la población consigue la igualdad jurídica fundada en la libertad de la persona, de expresión, de pensamiento y religión, derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos y derecho a la justicia. Sin esos derechos mínimos retrocedemos a un mundo propiamente precivil, que supongo será el tiempo de los llamados “derechos históricos” de los que tanto y tantos hablan, derechos que son una cosa de inexplicable definición.
Ahora bien, no es eso lo peor: lo peor es que el ‘Estatut’ se piensa con una misión, “tanto la libertad política de Cataluña como proteger las libertades íntimas, privadas de los ciudadanos y ciudadanas”. Que yo sepa nadie, con un mínimo de solvencia, define así la libertad (¿libertades íntimas?). Supongo que el legislador leyó tiempo atrás los ‘Cuatro ensayos sobre la libertad’, de Isaiah Berlin, aquel gran texto en donde el filósofo británico distinguía –siguiendo la tradición de Benjamin Constant– entre libertad positiva (el derecho de intervención) y libertad negativa (el derecho del ciudadano a preservar lo que le es propio y privativo). Supongo, ya digo, que el legislador leyó en su juventud algo de Berlin, pero, claro, si no se renuevan lecturas o se mezclan con verbosidades de ahora se producen estas incongruencias. Sin embargo, lo más alarmante de esas palabras que he reproducido no es la confusión, sino la voz ‘misión’.
La palabra ‘misión’ es verdaderamente inquietante, un término que es propio de un historicismo imaginativo según el cual las naciones tendrían un sentido, un significado que se desplegaría a lo largo del tiempo. Ya lo dije tiempo atrás y ahora no puedo decirlo mejor. Muchos pensamos –escribía– que el uso de la historia no puede fundarse ya en la reminiscencia que afirma una supuesta continuidad (en este caso de Cataluña), sino que, por el contrario, debería adentrarnos en lo extraño, en lo que nos incomoda, en lo que desestabiliza esa identidad o ese perfil que creemos de una pieza. Estamos hechos de retales históricos, de trozos que no casan fácilmente, de junturas abiertas. La historia (¿esa Memoria con mayúsculas?) no puede servir ya, pues, para la celebración de la continuidad, el relato que confirma el presente y que nos permite rehacer los tiempos remotos amoldando fechas y circunstancias muy diversas.
El pasado no es esa patria primera, el limo original, el paraíso que algunos añoran: siempre es algo extraño cuyo significado se nos resiste, un significado que no podemos trazar con el hilo rojo, con una continuidad que el legislador pretende, además, proyectar hacia el porvenir como si fuera un proceso obvio. Así, en el preámbulo del ‘Estatut’ se habla de la libre y plena interdependencia que una nación necesitaría hoy. La redacción es muy confusa, sí, porque si entendemos bien esa palabra, la interdependencia es una realidad inevitable en el mundo de la globalización, una afirmación huera. Pero si interdependencia significa libre asociación (como un Estado libre asociado), entonces ese panorama no me recuerda a Puerto Rico, sino al Pueblo Vasco con que fantaseó el Lehendakari en el preámbulo de un Plan ya extinto. Por cierto que en aquel proemio también abundaban las mayúsculas, unas mayúsculas graves, erguidas y fantasiosas.