Elogio
del tren. En el último libro de Tony Judt, Algo va mal, hay un elogio del tren. De este volumen he de hacer una reseña. Su lectura me ha satisfecho enormemente, sabiendo además que su escritura corría paralela a la muerte venidera del historiador británico.
Por supuesto no voy a adelantarles lo que tengo que escribir para otro medio. Pero sí que voy a apoyarme en una anécdota que Judt desarrolla: el tren, siempre unido a la modernidad y al espacio público, a las instituciones estatales que posibilitan su implantación. Ya sé que desde el principio el tendido es obra de contratas, ya sé que es un medio de transporte en el que las empresas privadas han tenido un importante papel. Pero Judt valora el ferrocarril como logro colectivo, como medio civilizado, como lugar de demora y lectura, de paciencia y velocidad.
Durante varios días he estado viajando: de Valencia a Madrid; de Madrid a Segovia; de Segovia a Madrid; de Madrid a Pamplona; de Pamplona a Madrid; de Madrid a Valencia. He empleado el tren, el coche y el avión. No hay nada como el ferrocarril. Aproveché para releer nuevamente a Antonio Muñoz Molina. Algunas de sus mejores páginas, algunas de sus distintas obras, ocurren en un tren: siempre ese momento de espera y escape, con la lentitud de las cosas buenas o malas que están por llegar. En Beatus ille, en Ardor guerrero, en Sefarad, en La noche de los tiempos, que empieza –paradójicamente– en Pennsylvania Station.
¿Imaginan un lugar más inhóspito que un aeropuerto, como aquel en que transcurre una parte de Carlota Fainberg? Cuando días atrás corría por la T4, de Madrid, recordaba los no lugares de Marc Augé, esos sitios iguales a tantos otros, equiparables, concebidos para desorientar, para desconcertar, espacios de confluencia y mero tránsito. La estaciones de ferrocarril no son así. Su arquitectura aún aprovechable nos admira. «No sólo inspiran afecto: son impresionantes estéticamente y funcionan. Más aún, funcionan igual que cuando las construyeron», dice Judt.
Antonio Machado. Llegué a Segovia con la esperanza de visitar la pensión en que se hospedó Antonio Machado: de 1919 a 1932. Lo que no podía imaginar es que acudiría muy bien acompañado, hecho del que queda constancia gracias a las fotografías de Ricardo Martín.
Lo que sorprende de la antigua pensión, tal como se ha conservado, es la modesta disposición de los muebles, la pobreza discreta de sus materiales. Me recuerda la misma severidad digna que yo ya conocía en otra parte de Castilla: en casa de mis abuelos paternos, en casa de mis tías.
Allí, en la calle de los Desamparados de Segovia, en la pensión de Luisa Torrego, residió Antonio Machado compartiendo su existencia con otros huéspedes. A la entrada hay fotografías de esta mujer, que posa con orgullo humilde y coqueto ante la cámara.
Uno imagina el frío y la austeridad ambientales. Imagina la vida de Machado como profesor en provincias: el docente de francés que participa en las actividades de la Universidad Popular, auténtica extensión del saber. Allí, en esa casa-museo hay ejemplares que se editaron y se emplearon y hay obras donadas por el propio poeta.
En una de las fotografías, Antonio Muñoz Molina me indica la anotación manuscrita que Machado puso en uno de sus volúmenes. ¿Adivinan cuál? El libro primero de El Capital, de Carlos Marx. Sí: Carlos Marx, ésa es la autoría.
No sé por qué, pero esa circunstancia –tal vez la sugestión de esa visita o quizá mi viaje de aquí para allá en pocos días– me lleva a acordarme de un poema de Campos de Castilla, aquellos versos dedicados al ferrocarril. Los leí, cómo no, siendo un adolescente. ¿Recuerdan cómo empieza El tren?
Yo, para todo viaje
—siempre sobre la madera
de mi vagón de tercera—,
voy ligero de equipaje.
Si es de noche, porque no
acostumbro a dormir yo,
y de día, por mirar
los arbolitos pasar,
yo nunca duermo en el tren,
y, sin embargo, voy bien.
¡Este placer de alejarse!
Regreso a la estación a la PennStation.
Una y otra vez, a lo largo de Algo va mal, Tony Judt lamenta la vandálica demolición de la Pennsylvania Railroad Station de Manhattan, verificada en los años sesenta. Así la califica: de vandálica.
Una expropiación del pasado, la extirpación de un monumento moderno y funcional, ese lugar en el que materializar el placer de alejarse –por decirlo con Machado–, una joya artística perdida para siempre. Y es ahí en donde empieza justamente la última novela de Antonio Muñoz Molina.
«En medio del tumulto de la estación de Pennsylvania Ignacio Abel se ha detenido al oír que alguien lo llamaba por su nombre. Lo veo primero de lejos, entre la multitud de la hora punta, una figura masculina idéntica a otras, como en una fotografía de entonces, empequeñecidas por la escala inmensa de la arquitectura…», leo al comienzo de La noche de los tiempos.
Echo un vistazo a la fotografía que me manda Ricardo Martín. Es un presente muy oportuno, la de la vida cotidiana de la gran urbe, y es una instantánea de la PennStation hacia los años treinta. Por tanto, antes de su destrucción. Apareció publicada en Life: tenemos, pues, una imagen que corresponde cronológicamente con el tiempo en que transcurre la novela de Muñoz Molina.
Me puede la ficción. Busco en medio del tumulto a su protagonista, a ese Ignacio Abel, de nombre tan machadiano, al que podríamos observar con el punto de vista de esta foto. Alguien, un narrador en primera persona, lo dice y yo lo repito. «Lo veo primero de lejos, entre la multitud de la hora punta…»
Hemeroteca
Justo Serna, «¿Huelgan las palabras?», El País, 30 de septiembre de 2010






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