Uno. Así, con ese epífrafe (La disciplina de la imaginación) tituló Antonio Muñoz Molina una de sus conferencias, impartida en 1990 en la Universidad Complutense de Madrid. Se refería, claro, a la capacidad de novelar, al esfuerzo de inventar, pero sobre todo al empeño, al sutil y duro empeño, de hacer coherentes todos los elementos de una historia.
No es fácil leer: ha requerido insistencia y persistencia. Como tampoco es sencillo escribir: ha exigido imaginación y transpiración. «Las cosas que más institivamente llevamos a cabo, las que nos parece que nos salen sin esfuerzo, han requerido un apredizaje muy lento y muy difícil», decía Muñoz Molina. «Los mayores logros del arte, de la música, de la literatura, incluso del deporte, tienen en común una apariencia singular de facilidad. Pero a ese atleta que en menos de diez segundos corre cien metros ese instante único le ha costado años de entrenamiento».
Es curioso: el pago que recibimos por nuestro esfuerzo se demora, pero cuando llega tiene algo de epifanía: es como una revelación corta y sublime. Las pericias son cantidades (pura repetición) se transforman en cualidades: la habilidad es sobre todo habilidad cultivada o, en otros términos, repetición con mayor nivel de exigencia.
De repente, un día, aquello que realizabas mediocremente alcanza una dimensión nueva, una cualidad superior. Y, así, «ese músico que toca delante de nosotros sin mirar la partitura y ese aficionado que se la sabe de memoria y goza cada instante de música han pasado horas innumerables estudiando aquello que más amaban, negándose al desaliento y a la facilidad».
De eso, precisamente, trata la nueva columna que publico en El País: de que nos hacemos promesas vanas, de que somos inconstantes y de que esperamos que las cosas nos salgan bien por suerte, de pura chiripa. Lo titulo ¿Música celestial?
Y hablo con admiración del trabajo que lleva a cabo el Centre Instructiu Musical de Benimaclet, del que se cumplen cien años. Mis hijos han estudiado o aún estudian solfeo. Han tocado y aprendido algunos instrumentos con desiguales resultados: percusión, trombón de varas, chelo, piano. Hay que tener una madera especial, sí, pero hay que tener disciplina.
Yo carezco de esa pasta, es decir, carezco de oído y mi psicomotricidad fina es no es fina: es simplemente roma. De mí, pues, no se puede sacar nada. Pero, además, tiendo a la pereza o al trabajo de manera ciclotímica o intermitente.
Frente a la indolencia o la furia laboriosa a la que muchos nos entregamos, resulta admirable el empeño diario de los músicos: tienen que ensayar, mejorar, repetir, insistir cotidianamente. ¿Serán capaces de la imaginación?, se preguntan los envidiosos.
Quitémonos de la cabeza el señuelo del artista arrebatador, la creencia de que hay genios por descubrir y de que éstos aflorarán sin trabajo. Es una imagen muy romántica y consoladora: seguro que soy mejor de lo que creo ser porque lo que efectivamente soy no puede ser este producto sin brillo. Pues eso: si quieres lucir, abrillántate trabajando. La imaginación sin disciplina es una explosión incontrolada que probablemente no alcanza sus objetivos. En cambio, guiada por el trabajo suele dar resultados alentadores y personalmente placenteros.
Es exactamente lo mismo que dice Mario Vargas Llosa en su emocionado discurso de recepción del Premio Nobel. Por dos veces emplea la palabra disciplina y la repite para mostrarnos el camino. «La literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad». No hay misterio: ser terco, perseverar, es la clave de toda habilidad o cualidad que deban cultivarse.
Por eso, haciendo el repaso de su vida, haciendo el registro de sus logros, Vargas Llosa señala: «No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia».
«Trabaja, trabaja, escribe todo lo que puedas, tanto como tu musa te arrastre. Es el mejor corredor, la mejor carroza para avanzar en la vida», dice Gustave Flaubert en una carta que dirige a Alfred Le Poittevin en septiembre de 1845. Sin duda, es una excelente recomendación, un consejo que el escritor se da a sí mismo aplicándose el mismo remedio: «continúo mi lenta obra como el buen obrero que, con los brazos arremangados y los cabellos sudorosos, golpea el yunque sin preocuparse de si llueve o si hace viento, si graniza o truena. Antes no era así. Este cambio se ha producido naturalmente. También ha influido mi voluntad. Me conducirá lejos, espero. Si bien, temo que se debilite, pues hay días en que siento una desidia que me da pavor…»
Muchos sentimos esa desidia que sólo se combate con la disciplina. Pero la disciplina, que es orden, que es serie, que es secuencia, que es ritmo, que es uniformidad, también tiene sus riesgos. Ahormar lo distinto es imprescindible en una agrupación musical. Justamente es eso: poner orden a individualidades separadas e incluso desafinadas. Pero la disciplina puede tener también efectos desastrosos. ¿Cuáles…?
Dos. La disciplina individual puede tener consecuencias desagradables: las principales de ellas son la falta de espontaneidad, la incapacidad de improvisación, la rigidez, la autopersecución o, también, el sometimiento de nuestro humilde yo, pequeño y decepcionante, a un ideal de la identidad que nos resulta inalcazable y por eso punitivo. La persona muy disciplinada me produce cansancio, asfixia, presión. Suele ser alguien que me mete prisa y me marca el calendario. Yo sé lo que opongo: a veces una irresponsable indolencia o un trabajo obsesivo que no tiene hora ni calendario.
Por su parte, la disciplina colectiva tiene efectos no siempre positivos. Es más, Michel Foucault habló de las sociedades disciplinarias, aquellas en las que las tareas están reguladas, reglamentadas y normalizadas sin que eso se perciba como represión o punición. Hablaba de esta disciplina colectiva como sometimiento sin que esa sujeción sea necesariamente preventiva, represiva o punitiva. ¿Cuál es el resultado?
El resultado es un sujeto, efectivamente: alguien sujetado, como un caballo con riendas. La disciplina nos doma, nos domestica, nos ciñe y hace de nosotros seres intercambiables: lo que tú haces podría hacerlo otro y por tanto nada depende directamente de ti. Cumples funciones que pueden ser desempeñadas por otros que poseen tus mismas competencias.
Pero la disciplina colectiva cobra su auténtica dimensión en la acción de la masa tutelada, guiada, ordenada, estimulada, encaminada: en la sujeción de la muchedumbre. ¿Recuerdan La ola (2008), de Dennis Gansel?
Colofón. Me gustaría repensar esta película, exponerles aquí el tratamiento que el director da al fenómeno de la disciplina colectiva. Pero un resfriado matador me tiene desarbolado y poco lúcido: vaya, parece que los episodios se repiten. Hay momentos del día en que pienso. En esos instantes me sobrepongo a mi congestión y hasta puedo acabar tareas académicas que tengo pendientes; y hay otros momentos en que he perdido los concordantes: tanto es el aturdimiento.
Sin embargo, ahora me esfuerzo. Algo puedo decir sobre este film. Observen otra vez el fotograma que reproduzco. Plano general. Vemos al profesor, de espaldas, haciendo un gesto a sus estudiantes, todos ellos uniformados de blanco, recién planchados. Ese ademán tiene algo de coreográfico y expresa gran autoridad. Es bello, limpio y provoca un escalofrío. Lo veremos hacia el final de la película.
El profesor ha hecho un experimento. Para explicarles a sus alumnos en qué consiste la autocracia, ha ideado unas prácticas que les obligan a representar: deberán tomarse en serio la disciplina colectiva, entendiendo por tal la uniformidad, el espíritu de grupo, la conciencia de fraternidad, las relaciones de camaradería, la sumisión al líder.
Y vaya si se las toman en serio: los chicos y las chicas, salvo excepciones, se sienten cómodos paciendo juntos, compartiendo sus camisas blancas que a todos aúnan, respondiendo y respetando las jerarquías, saludando marcialmente. Quienes se sentían desorientados ahora tiene metas concretas que cumplir y compartir. Quienes vivían sin criterios tienen ahora valores firmes a los que aferrarse o adherirse. Lo que empezó como un experimento y una representación acaba propiamente como una experiencia de vida: la disciplina contiene y ensancha la existencia del grupo. ¿Dónde queda la individualidad?
Quien se tome en serio la experiencia acabará provocando un cataclismo y por tanto acabará trastornado el orden figurado. Bajo determinadas circunstancias, eso es la disciplina, un orden figurado que no se puede tomar literalmente. La película es una metáfora de la Alemania adulta que simpatizó con el nazismo, pero es también una historia común, ordinaria, de autoritarismo, que a todos podría ocurrirnos. Da miedo, la verdad, el caos que involuntariamente alienta el profesor: imbuido de las mejores intenciones, con ganas de experimentar, de dar rienda suelta a la imaginación, provoca efectos graves. Para quienes somos perezosos o antojadizos, es un consuelo saberse indolentes, sin espíritu de grupo.
Hemeroteca:
Justo Serna, «¿Música celestial?», El País, 8 de diciembre de 2010.
«Vargas Llosa o la orgía perpetua del lector», Ojos de Papel, 16 de octubre de 2002
Fotografía de Antonio Muñoz Molina: Jordi Socias, El País
Caricatura de Mario Vargas Llosa: Sciammarella, El País
Fotograma de La ola (2008), de Dennis Gansel


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