[Reproduzco aquí los primeros párrafos de mi memoria de cátedra (doscientos cuarenta y tantos folios), una pequeña parte del primer epígrafe. Es un texto aún inédito. Defendido el 15 de abril de 2011]
Un manuscrito borroso
Queremos que nos cuenten historias y queremos contarlas. Por verbosidad o por necesidad. Ordenamos los hechos pasados dándoles algún sentido, alguna coherencia. Aventuramos las circunstancias venideras, anticipándonos a lo que pueda sucedernos. ¿Con qué fin? Con el propósito de acelerar lo deseable y con el objetivo de evitar lo que nos daña. Mostramos lo que ahora, justamente ahora, nos ocurre con el ánimo de fijarlo y de entenderlo, ese presente continuo que se nos consume conforme lo vivimos: conforme malvivimos o sobrevivimos. Permítaseme decir una cosa archisabida: el relato es una necesidad universal. “La experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que han bebido todos los narradores”, dice Walter Benjamin. “Y entre aquellos que escribieron historias, son los grandes quienes en su escritura menos se apartan del discurso de los muchos narradores anónimos”, añade Benjamin en su ensayo El narrador (1936). ¿Por qué razón? Porque esos relatores expresan esperanzas y temores colectivos, porque ordenan precisamente los hechos, dándoles un significado común.
En las sociedades tradicionales, hay dos tipos de narrador, prosigue Benjamin. El primero es aquel que habiendo realizado un viaje regresa y transmite su experiencia. Ha completado un periplo más o menos accidentado, un desplazamiento que es arriesgado, excitante, aleccionador. Con esfuerzo ha alcanzado dominios lejanísimos. A su vuelta cuenta cosas que sus convecinos jamás han visto, cosas que no creerían. Él deberá administrar la información de manera convincente, de modo que los hechos extraños tengan su asiento y su sentido, sirviendo además de enseñanza a la comunidad. El segundo narrador es el de tipo sedentario, aclara Benjamin. ¿De inferior calidad o de menor crédito que el anterior? “No es con menor agrado que se escucha al que habiéndose ganado honestamente su sustento, permaneció en el pago y conoce sus tradiciones e historias”. El viaje que emprende este narrador estático es hacia el pasado: de los antecesores recibe una lección, una moral de comportamiento. Entretiene referir historias de los antepasados, historias más o menos fundadas o reales o, por el contrario, anécdotas fabulosas que habrían vivido como pesadillas o sueños que ahora vuelven. El narrador fundamenta todo ello y toma lo pretérito como un tiempo al que aspirar o como un tiempo del que escapar.
La narración da asiento a lo que ya no está o lo que jamás estuvo, una geografía lejana que sólo se puede evocar y un pretérito imperfecto que se ha desvanecido o un pretérito perfecto con el que se puede fantasear. La narración configura lo que sucederá o lo que nunca acaecerá, aquello a lo que anhelamos o aquello que queremos evitar. La necesidad de contar es, sí, universal, pero los relatos tienen formas variadas y funciones más o menos complejas, y se configuran según tradiciones distintas y bajo géneros diversos que van desde la oralidad a la escritura. El cuento, la crónica, la epopeya, la novela, la historia… De algunas de esas escrituras queremos hablar. Y queremos hablar de ellas para centrarnos en determinados casos que nos aleccionarán. ¿No decíamos que el narrador imparte enseñanzas a quienes escuchan? Venga de lejos, de muy lejos, o se adentre en el pasado, cercano o remoto, el relator nos instruirá con avatares concretos, los de individuos que pertenecen a una colectividad, los de personas que renuncian o se aventuran, que padecen o se atreven. ¿Triunfan, se sobreponen, se resignan?
La historia de un individuo es siempre y de algún modo la historia de una colectividad. Tenemos a un yo que habla y cuenta, que se explica y que incluso sermonea. ¿Qué cuenta? ¿La vivencia propia, los hechos que le han referido o los avatares que ha inventado? Unas veces, ese yo se manifiesta de manera expresa; otras, el individuo se cancela para dar paso a acciones colectivas o ajenas. Pero esa primera persona se hace presente y hace presente aquello que ya no está o nunca estuvo. Lo relata con fines instructivos y para ello es fiel a lo que sabe, ha vivido o ha podido averiguar. O, por el contrario, lo relata con fines igualmente instructivos y para ello es infiel a lo que sabe, ha vivido o ha podido averiguar: lo agranda, lo agiganta, lo rehace. ¿Cómo cuenta ese caso que es a la vez experiencia de la colectividad? Tenemos dos géneros muy distintos y emparentados, dos géneros tradicionales en los que verdad e invención funcionan de manera diversa. Me refiero a la historia y a la novela. ¿Qué hacemos los lectores cuando leemos libros pertenecientes a uno u otro género? Los hábitos han cambiado y hoy no leemos igual que dos siglos atrás, pongamos por caso. Como también han cambiado algunas de las reglas que fijaban los estatutos, las reglas, de la historia y la novela. Por eso, a veces se confunden, se mezclan, se entreveran. El novelista nos cuenta una historia inventada; en cambio, el historiador nos detalla hechos consumados y bien probados. Eso es así, al menos en principio. ¿Pero es siempre así?…