Una exposición. Alejandro Lillo y yo estamos preparando una Exposición sobre la música de los jóvenes americanos: la de la revolución de los años cincuenta y primeros sesenta. Nos centramos en la época gloriosa del rock, en el momento de los grandes iconos, en la imagen que de aquella cultura se daba. La muestra está organizada por el Vice-Rectorat de Cultura de la Universitat de València y podrá visitarse en el Centre cultural La Nau. Sus responsables nos están ayudando con gran profesionalidad. Próximamente les anunciaremos los colaboradores: los amistosos colegas que escriben en el catálogo. Les anunciaremos también la fecha de inauguración y el título exacto.
En principio, todo es previsible y archisabido, pero no nos resignamos: en los pequeños detalles podemos advertir cosas impensables. Entre las personas que colaboran está Luis Puig, que nos cede sus discos, aquellos que podamos necesitar. Su auxilio es providencial, con un saber y una generosidad que no tienen precio. No es coba: es una descripción literal. Gracias a él nos deleitamos con piezas y joyas verdaderamente deslumbrantes. Por ejemplo, la carátula de una obra histórica: Please, Please, Please, de James Brown, que originariamente fue una canción publicada en
1956.
Por supuesto, este disco nos interesa por distintas razones. Pertenece a la época que nos ocupa. Pero nos atrae también por su portada. Como nos advierte Luis Puig, es un ejemplo de algo que la industria discográfica norteamericana hacía a menudo por aquellos años. Si se pretendía que el disco de un artista negro estuviera al alcance del gran público, entonces se le quitaba todo elemento abiertamente étnico. Esas carátulas se concebían de manera especial: se ideaban de modo que pudieran exhibirse y venderse en las tiendas para blancos del Sur norteamericano. En la portada de Please, Please, Please, apostilla Luis Puig, no aparece James Brown ni ningún negro: sólo blancos.
Nos hemos puesto a verla (o recordarla, porque es imposible no haberla visto), y a la vez se nos han ido los ojos y la imaginación. Pensamos en lo que se aprecia inmediatamente y en lo que no se muestra, en lo que está bien visible y en lo que está fuera de campo. Yo soy muy recatado. Alejandro Lillo lo es menos…
Lo que yo digo. «Está carátula es simplemente una maravilla. Ella sube (por esas fechas, las chicas suben rotundas) y en su atuendo se aprecia la influencia de Christian Dior. Tiene los pies en escalones diferentes. Lleva tacones de aguja (algo reciente y algo preceptivo en aquellos años para una muchacha distinguida que quisiera pisar fuerte). La ropa no oculta sus redondeces: un trasero bien turgente que perfila la falda. Las manos en la cadera y en la rodilla muestran a una joven desinhibida. De hecho, la postura es la de alguien que ha perdido todo reparo o todo recato, no sé: se está afirmando.
«¿Y él? Adivinamos su ropa de buen paño, elegante, pero informal: no es un terno. El hombre no sube. A pesar de que también tiene los pies en escalones distintos, él está detenido: algo por encima de ella, pero parado. Con unos mocasines recién lustrados, con un porte muy varonil. Ignoramos su rostro y su ánimo, pero hemos de suponerlo rendido ante la dama, que imaginamos bella y maquillada: con sus labios resaltados por el rouge. Hay mucha luminosidad. Estamos en el sur o en la costa oeste y sólo puede ser primavera, el comienzo del verano como mucho, pues ella no lleva chaqueta y él sí: la elegancia masculina obliga».
Lo que dice Alejandro. «La portada del disco es muy buena, sí. Yo voy a ser algo malévolo. Aunque a finales de los 50 no sucede como en los 70, los diseñadores saben lo que se hacen. Si prolongamos imaginariamente las líneas que trazan los cuerpos algo nos indican. Ambos tienen una pierna más adelantada que la otra, aunque la postura de ella la veo algo forzada. La separación de las piernas en la chica le confiere, en efecto, una actitud sugerente, incitadora incluso.
«Pero la postura de él es aún más clara. Los mocasines: están dirigidos hacia ella. Eso no es todo: el hombre, con la piernas abiertas y separadas, tiene casi-casi entre las piernas tres Please, Please, Please rectos, duros, trazados en línea ascendente, apuntándola también a ella. ¿Please, please, please, qué? ¿Qué le está pidiendo por favor? Sutil, subliminal incluso, pero claro. Por otro lado, la rodilla de ella prolonga esa línea imaginaria ascendente que parte del título del disco y nos conduce inevitablemente, como dice Justo, a un trasero turgente. ¿Y qué decir de la posición que ocupa el nombre del autor? Cuando un cliente llegue a la tienda de discos y mire quién es el artista del vinilo, leerá como mucho: James Brown y luego verá dos pechos duros y firmes».
¿Para qué ver más? Dejemos la carátula de momento. Veamos al propio Brown agitarse con su coreografía espasmódica. Escuchémoslo. Estamos en 1965. En Shindig!, un programa de la ABC. No se pierdan esta actuación; no se pierdan esta Exposición…
Please, Please Me. Tener como cabecera un póster de Abbey Road en vez de un crucifijo es aún síntoma de contestación, de provocación. Sin duda. Corresponde al espíritu de Marisa Bou, que se apresura –ya ven– a mencionarnos esta imagen, una fotografía mil veces comentada y que yo no me atreveré a glosar. Abbey Road es el último disco que grabaron The Beatles en
estudio: en 1969. Ese paso de cebra –que ya no es el original– ha sido pisado por cientos y cientos de de turistas cuando acuden a Londres. Una calle, dos aceras, el asfalto, ese Volkswagen Beetle… Los visitantes imitan, copian, el paso de los cuatro músicos: en fila india, serios, sin uniformidad alguna, propiamente aislados, ajenos, distantes. ¿Abandonan? Parece un funeral, se ha dicho. Hay leyendas sobre el sentido de la fotografía, una mitología que les evitaré.
Cuando estuve en la capital británica, yo no hice lo que tantos: quiero decir que no fui a Abbey Road. Pero no por originalidad o por extravagancia, sino por falta de tiempo: tenía que decidirme entre Madame Tussauds o Abbey Road. No me pregunten por qué, pero preferí acudir a aquel museo de los horrores. Ay.
De joven, algunos pensábamos que The Beatles era un grupo pop muy blandito: música ligera, propiamente dicha. Sí, ya sé lo que me dirán: que sus canciones son memorables, que sus letras tienen incluso hondura, que la producción de George Martin convirtió aquellas piezas en auténticos poemas. Pero, qué quieren, su sonido no me resultaba desgarrador, que era lo que un adolescente –yo al menos– necesitaba… Además, a algunos nos sorprendió la separación de The Beatles con poca edad.
Luego he procurado reparar esa inconsciencia y esa mala cabeza (u oído): las canciones de The Beatles forman parte de mi dieta musical, como la de tantos millones de consumidores. No abuso de ellas, pero me las administro siempre que puedo. Como me deleito siempre que puedo con las portadas de sus discos. Una carátula de ellos es una foto fija, un instante detenido, un tiempo congelado. Lo externo queda establecido de una vez para siempre y justamente por eso te preguntas qué había antes y después de que John Lennon, Ringo Starr, Paul MacCartney y George Harrison atravesaran la calle. Por lo que se sabe, la sesión fotográfica
duró pocos minutos, pero esa instantánea se prolonga en el tiempo: nos detiene en el Londres de los sesenta.
Pero no quiero hacer nostalgia de lo que yo no viví. A los historiadores se nos prohíbe la melancolía y se nos prescribe la investigación. Remontémonos, pues. Vayamos atrás, aún más atrás. A 1963. The Beatles acaban de sacar su primer LP: Please, Please Me. Como James Brown, los muchachos de Liverpool también piden por favor: piden, ruegan, exigen a su chica que sea cariñosa, que no se vaya. Esas primeras letras, de Brown o de Lennon, son sencillitas, pero expresan el deseo, el roce sexual, la exposición de los cuerpos. Tienen un sentido quejica, aunque en el fondo reclaman placer.
Fijémonos en la fotografía del álbum, una famosísima imagen sobre la que también hay muchas erudiciones. Es de Angus McBean. Los muchachos se asoman al patio de luces de la EMI. Es una instantánea literal y metafórica: se asoman a la barandilla. Salen y se exponen en un contrapicado luego repetido, imitado, parodiado. Sonríen. Tienen toda la vida por delante. Irrumpen. Por favooooor.



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