No se pierdan esta exposición

Una exposición. Alejandro Lillo y yo estamos preparando una Exposición sobre la música de los jóvenes americanos: la de la revolución de los años cincuenta y primeros sesenta. Nos centramos en la época gloriosa del rock, en el momento de los grandes iconos, en la imagen que de aquella cultura se daba. La muestra está organizada por el Vice-Rectorat de Cultura de la Universitat de València y podrá visitarse en el Centre cultural La Nau. Sus responsables nos están ayudando con gran profesionalidad. Próximamente les anunciaremos los colaboradores: los amistosos colegas que escriben en el catálogo. Les anunciaremos también la fecha de inauguración y el título exacto. 

En principio, todo es previsible y archisabido, pero no nos resignamos: en los pequeños detalles podemos advertir cosas impensables. Entre las personas que colaboran está Luis Puig, que nos cede sus discos, aquellos que podamos necesitar. Su auxilio es providencial, con un saber y una generosidad que no tienen precio. No es coba: es una descripción literal. Gracias a él nos deleitamos con piezas y joyas verdaderamente deslumbrantes. Por ejemplo, la carátula de una obra histórica: Please, Please, Please, de James Brown, que originariamente fue una canción publicada en 1956. 

Por supuesto, este disco nos interesa por distintas razones. Pertenece a la época que nos ocupa. Pero nos atrae también por su portada. Como nos advierte Luis Puig, es un ejemplo de algo que la industria discográfica norteamericana hacía a menudo por aquellos años. Si se pretendía que el disco de un artista negro estuviera al alcance del gran público, entonces se le quitaba todo elemento abiertamente étnico. Esas carátulas se concebían de manera especial: se ideaban de modo que pudieran exhibirse y venderse en las tiendas para blancos del Sur norteamericano. En la portada de Please, Please, Please, apostilla Luis Puig, no aparece James Brown ni ningún  negro: sólo blancos.

Nos hemos puesto a verla (o recordarla, porque es imposible no haberla visto), y a la vez se nos han ido los ojos y la imaginación. Pensamos en lo que se aprecia inmediatamente y en lo que no se muestra, en lo que está bien visible y en lo que está fuera de campo.  Yo soy muy recatado. Alejandro Lillo lo es menos…

Lo que yo digo. «Está carátula es simplemente una maravilla. Ella sube (por esas fechas, las chicas suben rotundas) y en su atuendo se aprecia la influencia de Christian Dior. Tiene los pies en escalones diferentes. Lleva tacones de aguja (algo reciente y algo preceptivo en aquellos años para una muchacha distinguida que quisiera pisar fuerte). La ropa no oculta sus redondeces:  un trasero bien turgente que perfila la falda. Las manos en la cadera y en la rodilla muestran a una joven desinhibida. De hecho, la postura es la de alguien que ha perdido todo reparo o todo recato, no sé: se está afirmando.

«¿Y él? Adivinamos su ropa de buen paño, elegante, pero informal: no es un terno. El hombre no sube. A pesar de que también tiene los pies en escalones distintos, él está detenido: algo por encima de ella, pero parado. Con unos mocasines recién lustrados, con un porte muy varonil. Ignoramos su rostro y su ánimo, pero hemos de suponerlo rendido ante la dama, que imaginamos bella y maquillada: con sus labios resaltados por el rouge. Hay mucha luminosidad. Estamos en el sur o en la costa oeste y sólo puede ser primavera, el comienzo del verano como mucho, pues ella no lleva chaqueta y él sí: la  elegancia masculina obliga».

Lo que dice Alejandro. «La portada del disco es muy buena, sí. Yo voy a ser algo malévolo. Aunque a finales de los 50 no sucede como en los 70, los diseñadores saben lo que se hacen. Si prolongamos imaginariamente las líneas que trazan los cuerpos algo nos indican. Ambos tienen una pierna más adelantada que la otra, aunque la postura de ella la veo algo forzada.  La separación de las piernas en la chica le confiere, en efecto, una actitud sugerente, incitadora incluso.

«Pero la postura de él es aún más clara. Los mocasines: están dirigidos hacia ella. Eso no es todo: el hombre, con la piernas abiertas y separadas, tiene casi-casi entre las piernas tres Please, Please, Please rectos, duros, trazados en línea ascendente, apuntándola también a ella. ¿Please, please, please, qué? ¿Qué le está pidiendo por favor? Sutil, subliminal incluso, pero claro. Por otro lado, la rodilla de ella prolonga esa línea imaginaria ascendente que parte del título del disco y nos conduce inevitablemente, como dice Justo, a un trasero turgente. ¿Y qué decir de la posición que ocupa el nombre del autor? Cuando un cliente llegue a la tienda de discos y mire quién es el artista del vinilo, leerá como mucho: James Brown y luego verá dos pechos duros y firmes».

¿Para qué ver más? Dejemos la carátula de momento. Veamos al propio Brown agitarse con su coreografía espasmódica. Escuchémoslo. Estamos en 1965. En Shindig!, un programa de la ABC. No se pierdan esta actuación; no se pierdan esta Exposición…

Please, Please Me. Tener como cabecera un póster de Abbey Road en vez de un crucifijo es aún síntoma de contestación, de provocación. Sin duda. Corresponde al espíritu de Marisa Bou, que se apresura –ya ven– a mencionarnos esta imagen, una fotografía mil veces comentada y que yo no me atreveré a glosar. Abbey Road es el último disco que grabaron The Beatles en
estudio: en 1969. Ese paso de cebra –que ya no es el original– ha sido pisado por cientos y cientos de de turistas cuando acuden a Londres. Una calle, dos aceras, el asfalto, ese Volkswagen Beetle… Los visitantes imitan, copian, el paso de los cuatro músicos: en fila india, serios, sin uniformidad alguna, propiamente aislados, ajenos, distantes. ¿Abandonan? Parece un funeral, se ha dicho. Hay leyendas sobre el sentido de la fotografía, una mitología que les evitaré.

Cuando estuve en la capital británica, yo no hice lo que tantos: quiero decir que no fui a Abbey Road. Pero no por originalidad o por extravagancia, sino por falta de tiempo: tenía que decidirme entre Madame Tussauds o Abbey Road. No me pregunten por qué, pero preferí acudir a aquel museo de los horrores. Ay.

De joven, algunos pensábamos que The Beatles era un grupo pop muy blandito: música ligera, propiamente dicha. Sí, ya sé lo que me dirán: que sus canciones son memorables, que sus letras tienen incluso hondura, que la producción de George Martin convirtió aquellas piezas en auténticos poemas. Pero, qué quieren, su sonido no me resultaba desgarrador, que era lo que un adolescente –yo al menos– necesitaba… Además, a algunos nos sorprendió la separación de The Beatles con poca edad.

Luego he procurado reparar esa inconsciencia y esa mala cabeza (u oído): las canciones de The Beatles forman parte de mi dieta musical, como la de tantos millones de consumidores. No abuso de ellas, pero me las administro siempre que puedo. Como me deleito siempre que puedo con las portadas de sus discos. Una carátula de ellos es una foto fija, un instante detenido, un tiempo congelado. Lo externo queda establecido de una vez para siempre y justamente por eso te preguntas qué había antes y después de que John Lennon, Ringo Starr, Paul MacCartney y George Harrison atravesaran la calle. Por lo que se sabe, la sesión fotográfica duró pocos minutos, pero esa instantánea se prolonga en el tiempo: nos detiene en el Londres de los sesenta.

Pero no quiero hacer nostalgia de lo que yo no viví. A los historiadores se nos prohíbe la melancolía y se nos prescribe la investigación. Remontémonos, pues. Vayamos atrás, aún más atrás. A 1963. The Beatles acaban de sacar su primer LP: Please, Please Me. Como James Brown, los muchachos de Liverpool también piden por favor: piden, ruegan, exigen a su chica que sea cariñosa, que no se vaya. Esas primeras letras, de Brown o de Lennon, son sencillitas, pero expresan el deseo, el roce sexual, la exposición de los cuerpos. Tienen un sentido quejica, aunque en el fondo reclaman placer. 

Fijémonos en la fotografía del álbum, una famosísima imagen sobre la que también hay muchas erudiciones. Es de Angus McBean. Los muchachos se asoman al patio de luces de la EMI. Es una instantánea literal y metafórica: se asoman a la barandilla. Salen y se exponen en un contrapicado luego repetido, imitado, parodiado. Sonríen. Tienen toda la vida por delante. Irrumpen. Por favooooor.

27 comentarios

  1. Todo este asunto me parece fascinante, constituye un material precioso desde el punto de vista de la arqueología cultural, dicho sea sin la más mínima pretensión irónica. Cuando miro, por ejemplo, viejos álbumes de fotos de mi familia, advierto que bajo la epidermis de esos gestos más o menos forzados de los retratados, tras ese juego de posicionamientos que se intuye impuesto por la cortesía, la coquetería o por lo que sea, lo que se halla a poco que uno haya aprendido a mirar es la «verdad» de los personajes y sus relaciones, esa verdad que en la foto trataron deliberadamente de ocultar -para eso se hace uno fotos- y cuyo esfuerzo se revela con el tiempo ante nosotros como una impostura. Y la comprensión del sentido del mundo nace precisamente ahí, en los intersticios de la oficialidad, en lo no dicho, en los márgenes impensados del discurso correcto, en los lapsus… en todos esos materiales diseminados que el buen historiador recoge para reconstruir una visión valiosa del tiempo que pretende analizar.

    Las caratulas de los discos retratan a las personas -a lo que querrían ser, a lo que querían que pensáramos que eran- y por tanto a su tiempo, con una riqueza de información que no encontraremos si buscamos en los más sesudos tratados filosóficos del momento, aquellos que se jactaban de poner su tiempo en conceptos con la profundidad de mirada de los intelectuales y nos advertían que desconfiáramos de los materiales más «superficiales».

    Yo descubrí algo de esto cuando se me ocurrió hacer con mis alumnos un recorrido por la historia publicitaria de Coca-Cola (lo cual es igual que decir la historia de la Coca-Cola misma, claro). Llegamos a conclusiones interesantes, y les aconsejo emplear un rato en ello. A poco que maliciemos la mirada, advertimos que de los cincuenta a los sesenta, la empresa -y cuidado, Coca cola es muchas cosas pero no tonta- entendió perfectamente la velocidad a la que las sociedades estaban transformándose y la dirección en que lo hacían.

    Extraigo conclusiones semejantes con este asunto de las carátulas del rock, que tuvo ciertamente su época más gloriosa en aquellos años sobre los que trata la exposición de Serna y Lillo, y que contiene tanta riqueza de significaciones en su dimensión iconográfica como en la puramente musical. Creemos que son ritmos y compases los que, por ejemplo, los grupos patrios tomaron de los Beatles y compañía, pero no, son actitudes, gestos, atuendos, maneras de coger el cigarrillo… qué sé yo, todo lo que de alguna forma refleja un modo de estar en el mundo, algo que resulta muy inexacto llamar «moda», salvo que aceptemos que en la cultura del pop la moda -como querría Warhol- lo es absolutamente todo.

    Fíjense en algún cover de, por ejemplo, los Pekenikes. Recuerdo por ejemplo uno en que aparecen el el campo, fotografiados a distancia mientras están supuestamente tocando en el vacío de la meseta castellana, con un fondo lejano de chimeneas de fábrica. Todo remeda a algunos de los materiales más sugerentes de los Beatles, cuya influencia iconográfica me atrevo a decir que es mayor que la musical, hasta un punto que se me ocurre si Lennon no tenía más razón de lo que él mismo creía cuando dijo aquello de «somos más famosos que Jesucristo». Pues bien, sigue uno buscando y en cualquiera de las caratulas de los grupos españoles encuentra continuas analogías con la iconografía de ese y de otros grupos célebres de la época. Ahora es fácil decir que imitaban, y sí, ciertamente es lo que hacían, pero no se trataba sólo de estar al día o querer «parecerse a». Se estaba vertebrando una cierta manera de estar en el mundo y, sin ellos saberlo, de abrirse a una nueva era. A fin de cuentas, y al contrario que ahora, cuando el acceso a la información es obscenamente fácil, aquellos chicos españoles tuvieron que pagarse viajes carísimos a Londres para asistir al lugar donde se estaba cocinando todo. No iban solo a traerse cuatro pins, se lo trajeron todo, hasta el alma robada.

    Y, sin embargo…. Hay algo más que simple imitación, hay algo muy hispánico en esa manera de copiar, lo veo en aquellos discos de los pekenikes, o en el anuncio para coca cola que hizo Marisol… No sigo que esto se hará interminable.

  2. Hola. Iniciamos una campaña informativa en diversos medios y con distintos recursos para crear las expectativas que esta Expo merece. La muestra tendrá periódicas y frecuentes entradas y reclamos de este blog y de otras páginas y publicaciones. Crearemos interés por un acontecimiento cultural que va a durar meses y que puede atraer a gran público: jóvenes curiosos y gente madura nostálgica.

    Iremos proporcionando los datos exactos de la exposición y los nombres de las personas que intervienen: como parte de la organización o como colaboradores. Vamos, los créditos. Aún no indicamos el título. Lo revelaremos cuando se nos autorice.

    En realidad empezamos eso: una campaña. Lo que aparezca aquí o en otras partes no es necesariamente lo que irá al catálogo o a la exposición. Queremos que los asuntos tratados sean inspiradores, de modo que un público potencial se sume con ganas.

    Quienes colaboran en este proyecto podrán escribir sus propias notas o entradas (aparte de los comentarios a los posts) si lo desean. Por supuesto, el público o los lectores podrán intervenir según prefieran, como siempre.

    Ladies and gentleman, bienvenidos.

    Ésta es la primera entrada. Ocupen su localidad. Comienza el show.

  3. Todo este asunto me parece fascinante, constituye un material precioso desde el punto de vista de la arqueología cultural, dicho sea sin la más mínima pretensión irónica. Cuando miro, por ejemplo, viejos álbumes de fotos de mi familia, advierto que bajo la epidermis de esos gestos más o menos forzados de los retratados, tras ese juego de posicionamientos que se intuye impuesto por la cortesía, la coquetería o por lo que sea, lo que se halla a poco que uno haya aprendido a mirar es la “verdad” de los personajes y sus relaciones, esa verdad que en la foto trataron deliberadamente de ocultar -para eso se hace uno fotos- y cuyo esfuerzo se revela con el tiempo ante nosotros como una impostura. Y la comprensión del sentido del mundo nace precisamente ahí, en los intersticios de la oficialidad, en lo no dicho, en los márgenes impensados del discurso correcto, en los lapsus… en todos esos materiales diseminados que el buen historiador recoge para reconstruir una visión valiosa del tiempo que pretende analizar.

    Las caratulas de los discos retratan a las personas -a lo que querrían ser, a lo que querían que pensáramos que eran- y por tanto a su tiempo, con una riqueza de información que no encontraremos si buscamos en los más sesudos tratados filosóficos del momento, aquellos que se jactaban de poner su tiempo en conceptos con la profundidad de mirada de los intelectuales y nos advertían que desconfiáramos de los materiales más “superficiales”.

    Yo descubrí algo de esto cuando se me ocurrió hacer con mis alumnos un recorrido por la historia publicitaria de Coca-Cola (lo cual es igual que decir la historia de la Coca-Cola misma, claro). Llegamos a conclusiones interesantes, y les aconsejo emplear un rato en ello. A poco que maliciemos la mirada, advertimos que de los cincuenta a los sesenta, la empresa -y cuidado, Coca cola es muchas cosas pero no tonta- entendió perfectamente la velocidad a la que las sociedades estaban transformándose y la dirección en que lo hacían.

    Extraigo conclusiones semejantes con este asunto de las carátulas del rock, que tuvo ciertamente su época más gloriosa en aquellos años sobre los que trata la exposición de Serna y Lillo, y que contiene tanta riqueza de significaciones en su dimensión iconográfica como en la puramente musical. Creemos que son ritmos y compases los que, por ejemplo, los grupos patrios tomaron de los Beatles y compañía, pero no, son actitudes, gestos, atuendos, maneras de coger el cigarrillo… qué sé yo, todo lo que de alguna forma refleja un modo de estar en el mundo, algo que resulta muy inexacto llamar “moda”, salvo que aceptemos que en la cultura del pop la moda -como querría Warhol- lo es absolutamente todo.

    Fíjense en algún cover de, por ejemplo, los Pekenikes. Recuerdo por ejemplo uno en que aparecen el el campo, fotografiados a distancia mientras están supuestamente tocando en el vacío de la meseta castellana, con un fondo lejano de chimeneas de fábrica. Todo remeda a algunos de los materiales más sugerentes de los Beatles, cuya influencia iconográfica me atrevo a decir que es mayor que la musical, hasta un punto que se me ocurre si Lennon no tenía más razón de lo que él mismo creía cuando dijo aquello de “somos más famosos que Jesucristo”. Pues bien, sigue uno buscando y en cualquiera de las caratulas de los grupos españoles encuentra continuas analogías con la iconografía de ese y de otros grupos célebres de la época. Ahora es fácil decir que imitaban, y sí, ciertamente es lo que hacían, pero no se trataba sólo de estar al día o querer “parecerse a”. Se estaba vertebrando una cierta manera de estar en el mundo y, sin ellos saberlo, de abrirse a una nueva era. A fin de cuentas, y al contrario que ahora, cuando el acceso a la información es obscenamente fácil, aquellos chicos españoles tuvieron que pagarse viajes carísimos a Londres para asistir al lugar donde se estaba cocinando todo. No iban solo a traerse cuatro pins, se lo trajeron todo, hasta el alma robada.

    Y, sin embargo…. Hay algo más que simple imitación, hay algo muy hispánico en esa manera de copiar, lo veo en aquellos discos de los pekenikes, o en el anuncio para coca cola que hizo Marisol… No sigo que esto se hará interminable.

  4. Sr. Montesinos, gracias por sus cavilaciones. Usted colabora con nosotros y es un finísimo observador de los productos culturales, aparte de tener un ensayo imprescindible muy pertinente para lo que aquí tratamos: ‘La juventud domesticada’ . El catálogo se beneficiará de sus agudezas.

  5. ¡Qué magnífica forma de comenzar! La carátula del single de James Brown… Si tuviera que puntuar los comentarios de Justo Serna y Alejandro Lillo no sabría cómo desempatarlos, aunque aquí ganamos todos.

    En unos pocos párrafos se encajan casi todos los elementos de la etapa: la cuestión racial, la femenina, el sexo, la rebeldía, la expresiva postura estética (excelentemente analizada por David Montesinos en su comentario sobre la publicidad y las carátulas, llegando hasta España). Sólo falta las drogas…, aunque por el momento tenemos Coca-Cola.

  6. Esto no es certamen, Rogelio, je, je. Pero Alejandro Lillo ha sido sin duda más atrevido. O malévolo, como él mismo admite.

    Yo sólo he querido mirar como un espectador inocente. Mi mente es sencilla, nada calenturienta. Fui educado en la España de los Pekenikes.

    Esto no será un certamen; tampoco un festival. Pero será un festín: nos vamos a comer los vinilos.

  7. Durante las pasadas jornadas dedicadas a las ‘Bandas sonoras’, Vicente Galbis y yo estuvimos hablando de James Brown en un aparte. En una de las sesiones, Vicente había puesto un vídeo televisivo. En esa pieza de los sesenta podíamos ver la coreografía de James Brown, inspiradora entre otras de la Michael Jackson. A Vicente y a mí nos gusta especialmente Jacko: para qué negarlo.

    La originalidad de Brown está fuera de toda duda. Esos espasmos musculares y ese dinamismo demente no se olvidan. Aún recuerdo, en Bétera, en alguna de las discotecas a las que acudí siendo joven, una de las piezas rompepistas era, cómo no, ‘Sex Machine’. James Brown nos hacía enloquecer. Brevemente, eso sí.

  8. ¡Qué gozada! Musical, cultural, visual… Estoy segura de que lo vamos a pasar en grande con esta exposición Serna-Lillo. Pero, de momento, quien me ha tocado la fibra sensible ha sido Montesinos con su referencia Beatles-Pekenikes. ¡Qué de recuerdos, hombreporfavor!

    ¿Y la Coca-cola? Nunca me ha gustado demasiado beberla, pero he de reconocer que sus campañas publicitarias han sido siempre inteligentes y muy iconográficas. Y hablando de iconos: yo, como Lennon, pienso que los Beatles son más famosos que Jesucristo. Sólo les diré que yo, en mi cabecera, tengo una gran foto de «Abbey Road» y no un «cruciforme» (largarto, lagarto). A cada uno, lo suyo.

  9. Que divertido. Aunque soy de una generación posterior promete ser cuanto menos interesante. Los beatles son intemporales. un saludo a todos

  10. Please, Please Me. Tener como cabecera un póster de Abbey Road en vez de un crucifijo es aún síntoma de contestación, de provocación. Sin duda. Corresponde al espíritu de Marisa Bou, que se apresura –ya ven– a mencionarnos esta imagen, una fotografía mil veces comentada y que yo no me atreveré a glosar. Abbey Road es el último disco que grabaron The Beatles en
    estudio: en 1969. Ese paso de cebra –que ya no es el original– ha sido pisado por cientos y cientos de de turistas cuando acuden a Londres. Una calle, dos aceras, el asfalto, ese Volkswagen Beetle… Los visitantes imitan, copian, el paso de los cuatro músicos: en fila india, serios, sin uniformidad alguna, propiamente aislados, ajenos, distantes. ¿Abandonan? Parece un funeral, se ha dicho. Hay leyendas sobre el sentido de la fotografía, una mitología que les evitaré.

    Cuando estuve en la capital británica, yo no hice lo que tantos: quiero decir que no fui a Abbey Road. Pero no por originalidad o por extravagancia, sino por falta de tiempo: tenía que decidirme entre Madame Tussauds o Abbey Road. No me pregunten por qué, pero preferí acudir a aquel museo de los horrores. Ay.

    De joven, algunos pensábamos que The Beatles era un grupo pop muy blandito: música ligera, propiamente dicha. Sí, ya sé lo que me dirán: que sus canciones son memorables, que sus letras tienen incluso hondura, que la producción de George Martin convirtió aquellas piezas en auténticos poemas. Pero, qué quieren, su sonido no me resultaba desgarrador, que era lo que un adolescente –yo al menos– necesitaba… Además, a algunos nos sorprendió la separación de The Beatles con poca edad.

    Luego he procurado reparar esa inconsciencia y esa mala cabeza (u oído): las canciones de The Beatles forman parte de mi dieta musical, como la de tantos millones de consumidores. No abuso de ellas, pero me las administro siempre que puedo. Como me deleito siempre que puedo con las portadas de sus discos. Una carátula de ellos es una foto fija, un instante detenido, un tiempo congelado. Lo externo queda establecido de una vez para siempre y justamente por eso te preguntas qué había antes y después de que John Lennon, Ringo Starr, Paul MacCartney y George Harrison atravesaran la calle. Por lo que se sabe, la sesión fotográfica duró pocos minutos, pero esa instantánea se prolonga en el tiempo: nos detiene en el Londres de los sesenta.

    Pero no quiero hacer nostalgia de lo que yo no viví. A los historiadores se nos prohíbe la melancolía y se nos prescribe la investigación. Remontémonos, pues. Vayamos atrás, aún más atrás. A 1963. The Beatles acaban de sacar su primer LP: Please, Please Me. Como James Brown, los muchachos de Liverpool también piden por favor: piden, ruegan, exigen a su chica que sea cariñosa, que no se vaya. Esas primeras letras, de Brown o de Lennon, son sencillitas, pero expresan el deseo, el roce sexual, la exposición de los cuerpos. Tienen un sentido quejica, aunque en el fondo reclaman placer. 

    Fijémonos en la fotografía del álbum, una famosísima imagen sobre la que también hay muchas erudiciones. Es de Angus McBean. Los muchachos se asoman al patio de luces de la EMI. Es una instantánea literal y metafórica: se asoman a la barandilla. Salen y se exponen en un contrapicado luego repetido, imitado, parodiado. Sonríen. Tienen toda la vida por delante. Irrumpen. Por favooooor.

  11. Desde luego la portada de James Brown es sugerente a más no poder. Una vez adecuada la mirada, el mensaje es claro. Como bien apunta Rogelio, en esa imagen se hallan condensados muchos de los temas de aquella época: bajo una portada soleada y atractiva, un mar de fuego se agita bajo la superfície. Esa es la esencia de lo que queremos mostrar en la exposición: las distintas imágenes, las diferentes representaciones originarias de aquellos tiempos, sugieren mucho más de lo que aparentan: bajo la placidez de un modo de vida acomodado y placentero, algo está a punto de cambiar en la América de aquellos años. Les invitamos a que vengan a descubrirlo con nosotros.

  12. Escribe el escritor Robert Stone en sus memorias, “Recordando los sesenta” (Nórdica, 2011), hacia 1963, cuando vivía en California becado por la Universidad de Stanford: “Teníamos la sensación de vivir un tiempo que nosotros mismos construíamos, más que los habitantes de cualquier otra década anterior a la nuestra (…) supe que el futuro estaba ahí, ante nosotros, y tuve la seguridad de que nos pertenecía” (página 123).

    Pues bien, eso es lo que esbozan esas carátulas que comentan Justo Serna y Alejandro Lillo, la juventud comenzaba a tomar conciencia de sí misma y posesión de su época a través, entre otras formas, de la música, de la ropa, de los gestos…

  13. Hola, Rogelio.

    Robert Stone: «supe que el futuro estaba ahí, ante nosotros, y tuve la seguridad de que nos pertenecía». Hoy nos resulta un tópico eso de que el futuro es nuestro y nos pertenece. Pero en los años sesenta, esos deseos enunciaban eran el esbozo de la rebeldía, el dominio de sí y el autogobierno. Aunque eran también las drogas, las puertas de la percepción: la experimentación. A algunos les fue muy mal.

    La ruptura moral fue necesaria. Cuando hoy se carga contra el sesentayochismo (como revolución genérica de dicha década) se olvida el mundo pacato que lo precedió. Y el rock alivió los corsés. A algunos se les soltaron las carnes y a otros se les abrieron en canal.

  14. Personalmente lo de “tener posesión” del tiempo en que uno vive fue también una experiencia propia, entre la Transición y la etapa de la movida, y quizá tenga que ver, al menos en parte, con una actitud generacional y el ímpetu característico de los jóvenes, en íntima conjunción con una época de rupturas históricas. No suele darse esa convergencia y unión de estos factores.

    Respecto a la época de la que habla Stone hay que ir colocando las cosas en su contexto histórico. En su libro “Recordando los sesenta”, que es de la editorial Libros del Silencio (pido excusas por el error en mi anterior comentario al atribuirlo a Nórdica), poco después de experimentar las vivencias con las drogas alucinógenas (con las que se experimentaba en la universidad de Stanford con fondos procedentes del Departamento de Defensa y la CIA), las fiestas, el sexo, la asistencia a conciertos bien “colocado”, etc, Stone tuvo que ir de California a Nueva York y, esta vez, experimentó la otra realidad en ese largo viaje en autobús por todo el país (aún no todo el mundo tenía dinero para el billete en Pan-Am). Era la primavera de 1964, JFK acababa de ser asesinado, la lucha antirracial contra la supremacía blanca estaba en pleno auge y él, como observó en quienes le miraban (mal) entre el pasaje (iba con la pinta que iba) y en las distintas paradas del autobús, sintió que, en la lucha cultural que se estaba desarrollando, estaba al otro lado de la trinchera. Resultado, acoso y derribo, una paliza proporcionada por unos camioneros ante la aprobación del pasaje del autobús, del conductor y de un grupo de reclutas (Vietnam sobrevolaba también por allí, claro).

  15. Es que existía, lo sabemos de sobra, esa otra América, convencional, religiosa, racista, miedosa, acomodada,… La paliza a Stone, con esas pintas, si reparamos, es la consecuencia lógica de cómo era la mayor parte de la sociedad en aquel momento frente a una pequeña vanguardia.

    Una de las cosas curiosas que me contó el sociólogo Bernabé Sarabia de su estancia en California, cuando fue becado con la Fulbright, ya en 1977-78, es que lo que más le llamó la atención fue eso que ahora denominamos despertar religioso. Y yo que esperaba que me contase que aquello seguía plagado de hippies, colgados y porreros, entremezclados con los de Sillicon Valley. No somos nadie.

  16. He visto la película de Clint Eastwood titulada ‘J. Edgar’. Es una ‘biopic’ de Hoover. Me la recomendó R. S. R. en un correo aparte, cosa que le agradezco. No comparto con ella su entusiasmo. Creo que es un fracaso narrativo. Eastwood quiere contarlo todo y le sobran metraje e historia. Y a los personajes les sobra maquillaje. Eastwood podía haber tomado una anécdota de los años cincuenta y a partir de ella haber relatado todo lo anterior: el personaje no habría necesitado grandes retoques de maquillaje y por otra parte se nos habría mostrado lo que era Hoover en los cincuenta, el pilar del anticomunismo en los Estados Unidos. No se equivoquen: el pilar no era Joseph McCarthy. Era J. Edgar Hoover.

  17. Abro paréntesis.. Love me do, mi primer disco de los Beatles: en 1964, terminando la escuela primaria.
    Cierro paréntesis..Abbey Road en 1970 .Termino la escuela secundaria.
    Viendo las dos portadas juntas en el post, noto lo que no había visto hasta hoy, ambos abren y cierran mi adolescencia.Si las imagenes de esas portadas, sintetizan algo de ese período de mi vida, todavía tengo que pensarlo; pero caminar por las calles con ropa informal, descalzo o con pelo largo ,era un deseo que correspondía a años de colegio salesiano : corbatas y otras rigideces.
    Un saludo Sr. Serna, y lamento no poder asistir a esa Exposición, Valencia y Buenos Aires están un poco lejos por ahora.

  18. Yo no había nacido en 1964 cuando los Beatles publicaron su primer disco. Nací un año después. No obstante, soy una fan del grupo y de las melodias intemporales que crearon. Cuando las oyes los recuerdos, las experiencias se agolpan vuelves a la adolescencia, a sus olores, sabores y te crean esa sensación tan habitual en la buena música, la que perdura con el paso de los años, la que te hace vibrar y sentirte intemporal aunque solamente sea por unos minutos. Es la mágia de la música que como el grupo ABBA cantaba te hace sentir las emociones y de algún modo nos torna, como digo, por unos minutos en seres especiales. un abrazo. Espero que los links con las canciones os sean de utilidad. un abrazo a Serna y a Lillo,

  19. Y tanto, Concha, que son de utilidad. Muchas gracias por tu generosidad. Le vamos a sacar mucho partido. Yo me topé con los Beatles algo más tarde, pero el impacto fue impresionante. Era muy joven, claro, y mientras los escuchaba incansablemente una y otra vez, me preguntaba cómo podían impactarme tanto unas canciones escritas hacía «tanto tiempo». Cosas de la juventud: lo que ahora nos parece un suspiro, en la niñez representa una eternidad. Un abrazo, Concha.

  20. En la década de los años cincuenta, Alan Freed que era un DJ radiofónico popularizó el término Rock en las ondas radiofónicas.
    Empezaba un nuevo estilo que era tan innovador como provocador producto de la fusión de la música negra (blues) y la blanca (country).
    En esos primeros años podemos mencionar a Jerry Lee Lewis, Chuck Berry, Little Richard y otros pero el rock sería muy conocido gracias a un muchacho salido de Tupelo (Mississippi) llamado Elvis Aaron Presley.
    Por lo que veo en su comentario parece que más bien se habla del rock de los años sesenta, que es un rock que surje de Inglaterra con grupos como Los Beatles o Rolling Stones a los que se sumarían bandas como The Who o The Animals o Van Morrison que fue muy importante. Mientras en los Estados Unidos evolucionaría con Jefferson Airplane o The Band y Jimi Hendrix hasta el rock surf con los Beach Boys sin olvidar a Janis Joplin.
    La muestra me parece algo muy interesante, por no decir interesantísima, máxime estando detrás de ella figuras como Justo Serna, Alejandro Lillo y el Vicerrectorado de Cultura.
    Imprescindible la asistencia,para los que somos de la generación del rock y también para los que no son, creo que aún debemos aprender mucho y ésta muestra nos acercará y enseñará muchos aspectos desconocidos para nosotros con toda seguridad, ademas de lo entrañable que pueda tener.
    Aprenderemos, nos deleitaremos y como diría Miguel Rios: «los viejos rockeros nunca mueren».
    Un saludo.
    Isidro Carmona Diaz-Crespo.

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