Uno. Veo el primer capítulo de la segunda parte de la segunda temporada de The Walking Dead, emitido por La Sexta. Perdonen el galimatías: el primer capítulo de la segunda parte de la segunda temporada.
El mundo está hecho pedazos, sí. Está hecho un asco. Salvo un número indeterminado de supervivientes, lo cierto es que por todas partes hay zombis. No hablo metafóricamente. Me refiero a la producción televisiva. Cerca de Atlanta o en Filadelfia: a poco que te descuides te sale un muerto viviente, un caminante. El cómic original y la serie –muchos lo saben– se centran en torno al grupo que comanda Rick Grimes. Han pasado por momentos durísimos: muertes de hijos, de
amigos.
Y calor, mucho calor: si no recuerdo mal, la historia está rodada en las inmediaciones de Atlanta y además en pleno verano. Eso hace que los actores suden copiosamente: que suden de verdad. Se les ve sucios, para qué voy a decir lo contrario. Las camisetas mojadas, los pantalones mugrientos, como muy usados. Las epidermis transpiran. Las disensiones crecen.
En este primer capítulo, todo gira en torno al amigo (y rival) de Grimes. Me refiero a Shane. Vaya un tipo: desde la primera parte de esta temporada, Shane se ha rapado y su aspecto es cómicamente fiero. Dios, da miedo –o risa– un individuo que lo sabemos torpe e impulsivo. Aquí lo tienen, justamente cuando se acababa de rapar varios capítulos atrás.
La progresión de la historia no avanza gran cosa. Hay momentos en que realmente no sucede casi nada. Podría reprochar a los guionistas el poco dinamismo. Pero, si lo pienso bien, la vida real y cotidiana con frecuencia tampoco avanza. Aquí estoy, intentando escribir algo dinámico, y ya ven: acabo hablando de un personaje de escasa psicología. Es igual. La semana que viene volveré a sentarme a la hora de emisión para no perderme el capítulo siguiente. Aunque bien mirado, aquello que no quiero perderme son los títulos de crédito iniciales, la secuencia de apertura con esa sucesión de paisajes desolados y tóxicos.
Disciplinadamente veo esta serie, que me entretiene, y siento nostalgia de Mad Men, cuyos Opening Credits son espectaculares. Espero con muchas ganas la quinta temporada: qué larga se está haciendo la demora. Mientras tanto me alivio leyendo a David P. Montesinos, que dice cosas muy interesantes de esta serie en el artículo que le dedica en Ojos de Papel. Por supuesto, lo titula aprovechando el tabaco, el humo: un elemento que está desde el primer capítulo.
No puedo quitarme de la cabeza a su protagonista, a Don Draper, un tipo de mayor hondura que Shane. Por supuesto es un individuo más elegante. Cómo no, me dirán ustedes: en la América de aquellos años, a comienzos de los sesenta, el mundo no estaba hecho pedazos. Todo estaba en pie y no había zombis.
Pues no sé qué quieren que les diga. En el cartel promocional de la nueva temporada, Draper también se mira: se ve reflejado como Shane. No es un espejo; es un escaparate. Tiene un acusado simbolismo. Si se fijan, solo hay un tipo vivo y está entre maniquíes. Hay uno vestido y otro desnudo: el que está cubierto es el varón. Pero el rostro que vemos es un reflejo, ya digo, y por tanto tiene algo de irreal, de evanescente. De hecho, ese fotograma –en el caso de que lo sea– tiene un aire funerario, pues Draper parece estar acompañado por muertos. Miren bien y verán: no me digan que esos maniquíes no tienen aspecto de muertos, como gentes sin alma. Como zombis.
Qué cosas.
Dos. ¿Recuerdan la «fase del espejo»? No tienen ninguna obligación de acordarse: es un tópico analítico de Jacques Lacan que te sale en cuanto hablas de espejos, de identificaciones, de proyecciones. Abrevio: es a partir de los 16 meses cuando ante el espejo el bebé reconoce una imagen como suya. Pero esa fase es aún muy temprana, de absoluta inmadurez, y por tanto dicha imagen es sólo un atisbo de su unidad, una anticipación de su identidad. En otras palabras, ese Yo es aún un ser alienado pues experimenta una enajenación primitiva, fundamental: ése que está ahí es otro, una imagen exterior que no reconoce como Yo, una imagen externa que es el principio del Yo interior que se formará. Nada menos.
Cuando Shane se mira tras haberse rapado es otro. De hecho, a los espectadores nos costó reconocerlo: al menos a quienes en casa estábamos viendo aquel capítulo de la segunda temporada. Cuando Draper se mira tras haberse acicalado, impecable como siempre, es otro: en principio, su identidad es falaz, es un doble o una recreación. ¿De quién? ¿Del auténtico Don Draper cuya identidad él usurpó? No, ése ya no es el problema.
En Shane y en Draper, la imagen del hombre está muy deteriorada: son varones que han perdido el mundo en el que crecieron, un lugar que se ha evaporado. Han perdido la solidez que creían tener y el lugar del arraigo. En ese mundo, la imagen propia que proyectan cuesta reconocerla porque se saben engañosos, portavoces de una mentira. O tal vez porque ambos deben rehacerse en un ambiente hostil, totalmente hostil.
América ha cambiado, ciertamente, y ellos, que tenían papeles definidos, han de rehacer su quehacer y sobre todo han de recomponer el yo respectivo, incierta tarea…
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Blogosfera:
JS, «Lo que sé de Lucky Strike», Los archivos de JS, 11 de enero de 2011
JS, «Nadie quiere pensar que es un arquetipo», Los archivos de JS, 8 de febrero de 2011
JS, «Los zombis», Los archivos de JS, 1 de diciembre de 2011
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