Dicen que Edward Hopper es un artista del detalle, del examen. Dicen que la muestra del Thyssen-Bornemisza –de la que Tomàs Llorens y Didier Ottinger son comisarios– es la Exposición del verano. Así lo constata El País. Me parece poco. Yo creo que una acuarela o un óleo de Hopper retratan nuestra condición: condensan lo muerto y los muertos. Pues no somos más que eso: gente desfallecida, con poca vida, individuos derrengados a los que algo pasa.
Hay, sí, un mundo completo ahí enfrente, un mundo en ebullición: un espacio que acaece y al que no se accede. De esa realidad sólo tenemos atisbos, esto que queda inmortalizado, paisajes desolados que deslumbran o interiores sin vida que nos apagan. Ventanas que muestran y ocultan, según destacó Antonio Muñoz Molina: escaparates.
Hopper observa y retiene. Su obra funciona como el objetivo de una cámara: capta la situación, el movimiento, y detiene el instante. La vida es eso, una suma de hechos inconexos cuyo hilo conductor no es evidente, una sucesión de estampas interrumpidas: gente que camina, que bracea, que trabaja; gente que para, que reposa, que descansa.
En Hopper hay conocimiento y hay reconocimiento. La vida son episodios que quedaron congelados, actividades nimias. La vida es un presente continuo del que somos meros espectadores. Hay un chorro de luz y hay sombras, oscuridades. Eso aprendemos de Hopper. El terror de sus pinturas no lo provocan las tinieblas, sino la luz, la abundancia de luz, ese resplandor excesivo.
Echen un vistazo a los personajes de Hopper. ¿Qué apreciamos? Gestos duros, perfiles angulosos, ademanes inertes. Dan grima; dan miedo. Sus rostros, feísimos, son propios de individuos ya desaparecidos. Podríamos decir que son muertos vivientes. Nuestros muertos.
Contemplemos las reproducciones al uso, aquellas que repiten los catálogos, los carteles o las pegatinas: el marco y el entero de Hopper tapan el detalle. Esos episodios los vemos a media distancia, causándonos una impresión que desazona: propiamente, nos provocan mal cuerpo. Si, por el contrario, nos acercamos a esos fragmentos humanos, distinguimos lo que son: desechos, restos, trazas de una vida que ya no está, que se pierde.
Yo no me he perdido esta Exposición. La he visitado en un par de ocasiones. Siempre vuelvo a Hopper: una, dos, tres veces…
———-
Edward Hopper, Autorretrato (1925-1930), Whitney Museum of American Art, Nueva York.
1. Una visión sobre algunos cuadros de hopper
http://www.lee-gratis.com/index2.php?option=com_docman&task=doc_view&gid=183&Itemid=30
Publicado por: carmen | 30/08/2012 19:57:47
2. Los personajes de Hopper no dan miedo, no dan grima. Y son de todo menos fríos: arden en su quietud. Dan lo mismo que dan los espejos, porque en ellos nos vemos: nuestras dudas, nuestra soledad. No dan miedo, dan ganas de seguir mirando. Por si la luz entra por fin, del todo, por la ventana.
Publicado por: Carlos | 30/08/2012 22:33:57
3. Dan miedo. Justamente porque son reflejo… Lo he escrito: «Yo creo que una acuarela o un óleo de Hopper retratan nuestra condición: condensan lo muerto y los muertos».
Publicado por: Justo Serna | 30/08/2012 23:21:18
4. Bueno, no creo que un reflejo de Hopper dé miedo, por mucha muerte que retrate. Aun así, me ha gustado mucho su artículo. Y una sorpresa que responda, cosa poco propia, o nada, por estos lares.
Publicado por: Carlos | 31/08/2012 7:07:43
5. «….paisajes desolados que deslumbran o interiores sin vida que nos apagan», pero así mismo, como dice Carlos, «dan ganas de seguir mirando. Por si la luz entra por fin, del todo, por la ventana».Una descrición de la obra de Hopper genial! me ha gustado mucho, yo también he tenido la suerte de visitarla y volvería a hacerlo.
Publicado por: Mercedes | 31/08/2012 12:38:53
6. Carlos, veo que al final nos entendemos. Muchas gracias por escribir aquí.
Ah, y muchas gracias por sus palabras de elogio, muy generosas.
Publicado por: Justo Serna | 31/08/2012 17:58:00
“Quizá yo no sea muy humano. Mi deseo era pintar la luz del sol en una pared”.
Hopper ilumina como “la luz del sol”, sí, transmitiendo una tranquilidad a través de su pintura como pocos artistas saben hacer, pero sus cuadros también están llenos de sombras que no dejan de ser limitaciones para el espectador: ¿cuántos detalles no podemos ver? Todas esas escenas que tenemos que imaginar, todo ese universo no revelado pendiente de descubrir se transforma en tensión: por lo oculto; por esa ventana por la que no podemos salir; por esa puerta por la que nos impide entrar; por ese paisaje que no terminamos de ver; por ese libro que nunca podremos leer. ¿No tienen la sensación de que Hopper recorta con tijeras las escenas de sus cuadros?
Me viene a la cabeza “Habitación en Brooklyn” (la de 1932) –aunque podría nombrar cualquier otro cuadro, la verdad-. La mujer sentada de espaldas al espectador, frente a la ventana… ¿qué hace? ¿está cosiendo? ¿está bordando? ¿amamanta a un bebé? ¿lee? ¿duerme? ¿llora?
Luz y sombra, tranquilidad y tensión. La obra de Hopper es puro lenguaje psicoanalítico. Y es que, además, nos advierte de la existencia de un pasado, una historia que precede a la escena del cuadro que miramos y que desconocemos por completo. ¿Cómo puede hacer algo así? ¿Cómo puede “detener el instante” (me ha gustado mucho esa expresión, Sr. Serna)?
Sí, definitivamente Hopper es fascinante.
Creo, como apunta Isabel, que los personajes que aparecen en los cuadros de Hopper son justamente eso, seres con pasado. Parece obvio -cualquiera tiene un pasado, todos, individuos y colectividades, se creen con derecho al reconocimiento de una identidad sustanciada en un pasado presentable-, pero no es este el pasado de los personajes que aparecen en los cuadros de Hopper, estos más bien «arrastran» un pasado del que ya no pueden desembarazarse, a pesar de que lo que de él intuimos en esos claroscuros es el fracaso.
Estuve ayer en el Thyssen, me arreé muchas horas de autobús solo por el señor Hopper. Me llama la atención la facilidad con la que en los museos e instituciones por el estilo te llevan de un sitio a otro, de una cola absurda e innecesaria a otra… Se te pone cara de tonto mientras esperas y, de pronto, te topas con los retratos del barón y la baronesa. Y pienso, inevitablemente, en algunas portadas del Hola, e incluso en alguna, más remota, de Interviú.
Siempre me siento un poco ridículo en estos fastos que requieren una organización casi neurótica. Pero merece la pena, ya lo creo. Hopper es un pintor técnicamente excelente, como se encarga la exposición de hacernos ver, estructurando hábilmente la lógica de una evolución biográfica. Pero con eso no basta para ser grande, pintores así los hay a patadas, y alguno incluso vende cuadros en la calle junto al Museo del Prado. Hopper tiene «algo», sobre todo a partir de un momento de su evolución artística en que su mirada descubrió cierta manera de hacer asomar las luces y las sombras que antes no estaba, todo lo más se presentía.
No sé muy bien qué es, seguramente porque no soy pintor, pero hay un momento en el cual el artista consigue hacer reconocer esa mirada personal en cada uno de sus cuadros. Es como si hubiera terminado de configurar un sistema de signos, un lenguaje que le permite «leer» la realidad desde códigos singulares. En un autor formado con Degas o con los realistas americanos, la cuestión es como hacer respirar la mirada pictórica en un mundo en el que, como el de los impresionistas, el maquinismo es ya la lógica del tiempo, pero, al contrario que para ellos, la reproductibilidad técnica de las imágenes aún no lo mediatiza todo. Hopper es importante porque consigue encontrar esa respiración de una manera que,entre otras cosas, esquiva las ardorosas filípicas de la vanguardia histórica. Esa manera es tan singular que resulta difícil integrarla en los archivos académicos al uso (¿postimpresionismo?, ¿expresionismo?), y sin embargo, intuimos que tras ese pincel se encuentra una mirada portentosamente sensible a los ritmos completamente nuevos de la sociedad del siglo XX.
Luego está aquello de la soledad, de la incapacidad de entablar diálogo que transmiten esos personajes a los que la vida parece haber decepcionado. Otros pintores necesitan pintar la miseria para decirnos, «mirad, este hombre refleja la desesperanza». En Hopper no hay esa obscenidad, no le hace falta, sus personajes ni siquiera están expresamente entristecidos, sólo están cansados. No necesitamos ubicarlos en un sucio suburbio para saber que han fracasado y han sido abandonados.
Se me ocurre pensar que se sitúan en las zonas oscuras de la prosperidad y el desarrollo de la civilización industrial, son sus daños colaterales, la soledad que resulta de una civilización que ha decidido hacer prescindibles los sentimientos y las biografías que les dan lugar, una sociedad donde cualquier forma genuinamente humana de relacionarse con los demás es sospechosa. Por eso los personajes de Hopper están sólos, y lo están incluso cuando aparecen acompañados en algunos de los cuadros, como aquel maravilloso de los que toman el sol.
Diría que los personajes de Hopper son como aquel de Munch, el del grito, están desesperanzadamente solos y miran a un horizonte negado por una pared porque no saben cómo encontrarle un sentido a sus vidas… Sí, pero sin el grito. Esa es la gracia de Hopper, no hay horror, no hay guerras mundiales ni hambre, sus mejores personajes no expresan pavor, sólo están cansados, muy cansados.
Perdón, quise decir que «la reproductibilidad técnica de las imágenes, ahora, al contrario que en los impresionistas, sí que lo mediatiza todo»
Sr. Montesinos, afina usted con su análisis de Hopper y sus personajes. Yo siempre pienso que si tuviera tratos con ellos, me atemorizarían. Insisto: son muertos.