En tiempo de crisis, quien protesta y tiene trabajo parece egoísta, insolidario o aprovechado. Si además uno es funcionario, entonces resulta
un caradura o poco menos. Pues no es así…
Días atrás tomé un taxi. El trayecto era corto, pero yo andaba con mucha prisa. Justamente por eso no tenía más remedio: había que abonar los cuatro euros de bajada de bandera y hacer chitón. Todo ese desembolso por… una carrera cortísima.
El taxista, que ya venía agraviado, aprovechó esos breves instantes para describirme el estado del mundo, para juzgar el currículum de los demás y para, en fin, arremeter contra los trabajadores del Metro de Valencia. «Con los sueldazos que tienen y aún se quejan», decía.
En los cuatro euros no estaba incluida mi paciencia. Le dije: no sé si esos empleados cobran grandes salarios, pero de lo que estoy seguro es de que aún tienen garantías y salvaguarda, ¿no? Hay personas que confunden lo material con lo jurídico, los derechos con los privilegios, el rencor con la fatalidad. Por favor…
Catorce de noviembre: hago huelga. No por narices (ni por tocar las narices). Voy a la huelga porque me están haciendo pagar lo que yo no he gastado, porque me están cargando lo que algunos han despilfarrado, porque me están endosando las deudas millonarias que ciertos dirigentes públicos han contraído, porque me están reduciendo el sueldo, porque están ahogando cualquier expectativa. Es todo un programa de recortes, sí: una carta de ajuste. ¿He de pedir perdón por sumarme a la protesta? Yo puedo adherirme porque soy funcionario; pero sé que hay amigos que no podrán…
Va por ellos.

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