Uno. Hola, buenos días. ¿Hay alguien ahí? Voy a confesarme. No es frecuente que en este blog su responsable adopte dicho tono. Suelo ser una persona contenida y mis expansiones son mínimas. Y esas expansiones que tengo no pasan de asuntos puramente intelectuales. Ya me lo dijo mi remoto terapeuta: sr. Serna, no se ciña a lo intelectual. Ábrase a otras actividades.
Y así hago siempre que puedo: abrirme, marchar al aire libre. La moto la abandoné hace veinticinco años, tras un accidente. Era una Vespa de 200. Pero la bicicleta, no: en la bici aún confío.
Lamento no estar ahora mismo pedaleando: en Valencia ha salido un sol espléndido, un cielo limpio, un otoño apatecible. Pero aquí me tienen, leyendo trabajos académicos, encargos, artículos sobre los que debo pronunciarme. Aprendiendo y reprendiendo. Leyendo e inspirándome. Y luego está esta nota.
Dos. El vehículo que aquí distinguen no es exactamente la pieza a la que me refiero: la modesta bicicleta. Es, por el contrario, una Velosolex, una joya que tiene mi hijo mayor y que es el orgullo de la automoción francesa. Data de finales de los cincuenta.
En un principio, dicho vehículo iba a estar en Covers: se exportaron Velosolex a los Estados Unidos, un artefacto ingenioso y resultón. Luego pensamos que no, que mejor reducir el parque móvil a Harley y a Triumph: las motos que los jóvenes deseaban tener en la América de los cincuenta y sesenta.
Tres. Hoy, la Velosolex es un preciadísimo objeto de nostalgia vintage. Habría podido quedar monísima en la muestra: un contraste entre las Harleys y la Velosolex. Con un texto justificativo, claro: «…mientras los jóvenes americanos (y europeos) soñaban con Harleys y Triumphs, la realidad era más prosaica, pues el mundo se iba motorizando con Velosolex…»
No está la Velosolex. La miro ahora, con esa fragilidad, y me da reparo, pena: en Covers hay un mundo que no está representado. Lo sabemos… Es el de los jóvenes menesterosos, la gente del ghetto, con vehículos menores y trastos cochambrosos. En la exposición hay imágenes de coches con cromados brillantes, de perfiles angulosos, de longitudes ostentosas. Tras esa careta, tras esa tapeta, había un mundo de pobreza y dignidad. El que correspondía, por ejemplo, a la negritud.
En Covers hay velocidad. Hoy, estamos habituados a correr, a perder el fuelle con nuestras prisas. La cosa data de antiguo: aquellos jóvenes de los cincuenta fueron los primeros que plantearon la velocidad como una huida, como un escape: el repudio de la familia y del asentamiento. Lucían sus vehículos como el vaquero que marcha solo, como un caballero medieval anacrónico. Apretaban el acelerador para sentir el vértigo y la urgencia. James Dean se mató con un Porsche. Bob Dylan tuvo un accidente con una Triumph.
El 4 julio de 1956, Elvis se retrató aupado a una Harley. Muy patriótico. Era en Memphis, Tennessee. Tengo el audiolibro que reproduce aquellas fotos y aquellas canciones. Siento nostalgia de algo que no llegué a vivir. ¿O es, quizá, melancolía? La melancolía es el dolor por la pérdida de lo que nunca se tuvo. Yo llegué tarde a la automoción. Y aquí me tienen: sentado, escribiendo, a punto de regresar a mis trabajos académicos. Buenas tardes.
En la «tradición» de la rebeldía, la juventud y la moto hay un antecedente capital, Los Ángeles del infierno, a cuyo estudio dedicó un largo reportaje periodístico en forma de libro Hunter S. Thompson, «Los Ángeles del Infierno. Una extraña y terrible saga» (Anagrama, 2009). Recomiendo la reseña de Francisco Fuster: http://www.ojosdepapel.com/Index.aspx?article=3315
Mi querido colega amante de la historia contemporánea, su nota plena de añoranza me ha hecho revivir la época a que alude. Claro que necesitaba un alivio y salida de las tensiones de mi trabajo, y fui poseedor tanto de una Triumph como de una Velosolex. Viví de lleno la búsqueda de la libertad espacial y geográfica con mi Triumph Tiger 500 de 1956, recorriendo lugares agrestes por toda Venezuela, desde el Lago de Maracaibo hasta los Andes de Mérida, y luego tuve la buena fortuna de recorrer otros continentes sobre dos ruedas. El recuerdo de aquella máquina ligera y bien diseñada que era la Triumph se aferra a la memoria, mientras que las Harleys no me decían nada, eran status symbols de cuestionable ingeniería afín a implementos agrícolas. Y las Velosolex que tuvimos en la familia eran la voz del sentido común y lo práctico, lo ecológico -sin darse cuenta uno de lo avanzados que estábamos, claro- en un tiempo en el que el diseño del automóvil norteamericano (los llamábamos haigas) se reducía a la pseudoestética de la ostentosa parrilla del radiador, las aletas postizas y al aumento del desplazamiento del motor en pulgadas cúbicas. Hoy en día las Harleys que se venden ceca de la Estación de Chamartín han mejorado bastante, pero siguen siendo, en mi opinión, el juguete de turno para huir hacia adelante, tratar de alcanzar el status de «up with it», y un pobre recurso para aparentar hombría. Gracias por su comentario, y un saludo desde California.
Buenas tardes Justo, cada vez hay que valorar más la belleza de lo pequeño, lo útil, lo humilde. No hace falta presumir de hombría o de dinero con una Harley o con una japonesa hiperdeportiva, es preferible disfrutar del paisaje y de la ruta con un vehículo suave, que no gaste, que no se averíe, que no haga ruido. Se acabó el tiempo de las mansiones, de los Porche, de los Armani, de la ostentación, y llega ya el tiempo del amor a lo pequeño.
Hace ya 5 años que cambié una 1000cc por un scooter de 250 con el que viajo más feliz que una perdiz por las carreteras más pequeñas que encuentro. Y como tú, cada vez uso más la bici para la movilidad urbana, me parece útil y placentero a la vez.
Por cierto, no sé si lo sabes pero hay una bici eléctrica Velosolex:
http://www.solexworld.es/es/#!/productos/velosolex/resumen/
Un saludo.
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«…Cuando todavía era niño, una librería era un lugar muy oscuro…»
Hoy se festeja el Día de las Librerías. Yo tengo varias a las que acudo regularmente, pero hay una a la que no falto: Librería Gaia. La llevan unos amigos y me tratan como un cliente fiel. Me anuncian novedades y me guardan rarezas. Charlo con ellos cuando y cuanto puedo: con Lola, con Alejandro. Y comparto su inquietud por el libro y comparto su aprecio por la cultura. No pierden la sonrisa. Atienden prontamente y te ponen el aire acondicionado cuando el tiempo es inclemente. Está en la Calle Daniel de Balaciart de Valencia.
Entre sus próximos planes, establézcanse una meta accesible: visitar Gaia.
Y, para acabar, permítanme repetirme: Umberto Eco dice tener 50.000 libros. Pero acepta también que no nos hace falta atesorar tantos volúmenes para disfrutarlos. Basta con ir a las librerías, mirar las cubiertas, comprar algún libro. Aprendemos tanto observándolos, leyendo las solapas y contracubiertas… «Cuando todavía era niño, una librería era un lugar muy oscuro», recuerda Eco. «Entraba, un hombre vestido de negro, me preguntaba qué quería. Era tan angustioso que me marchaba enseguida. En cambio, nunca ha habido en la historia de la cultura tantas librerías como las de hoy, bonitas, luminosas», añade. Umberto Eco parece describir las que yo frecuento en Valencia, tan radiantes, tan acogedoras. Parece describir Gaia.
Cuando mi hermano y yo éramos críos, mi madre se sorprendía porque cuando nos compraba un coche de juguete -un «autito», le pedíamos-, nunca elegíamos deportivos de ferrari ni fórmulas uno, sino utilitarios corrientes y molientes, citroens amarillos, el ford seiscientos o el renault ocho. A fin de cuentas, y en contra del supuesto sentido de evasión de los juegos infantiles, lo que queríamos mi hermano y yo era que nuestros juguetes nos acercaran a la vida real, al tráfago cotidiano de los adultos, empezando por mi padre, que condujo un R-8, regalado por mi abuelo, durante una eternidad. Le digo esto porque creo que me pasa como a usted, el montaje que cuaja en mi memoria del escenario de una época pasada se nutre más de los cachivaches de la plebe que de símbolos de élite que nunca terminaban de incidir en la cotidianidad de la gente más allá de lo imaginario.
Por cierto, no sé si tiene algo que ver, pero ayer mismo descubrí en los archivos de mi casa paterna el ejemplar que celebra el cincuenta aniversario de la revista Hola. Resulta que los primeros números no contenían fotos en las portadas -esas fotos de Hola que luego se hicieron míticas-, sino dibujos, normalmente de jóvenes mujeres perfectamente ataviadas a la moda. Valía dos pesetas y se subtitulaba -no me diga que no mola-: «Semanario de amenidades»
Respecto a lo que dice de las librerías, hace cerca de dos décadas presencié una escena en una de las más prestigiosas de Valencia, de esas que te hacían pasar a la trastienda a buscar libros no autorizados si estabas ya «iniciado» en materia de antifranquismo. Había un antiguo profesor de filosofía sentado en frente del mostrador, fumando, comentándole sus impresiones sobre tal o cual materia al librero, el cual parecía convencido de que parte esencial de su trabajo era precisamente estar a la altura de conversadores como aquél. Hoy, en la mayoría de librerías, un visitante así no recibiría ni medio segundo de atención, le despacharían raudamente por friki y por pelma. Creo que hoy lo normal es ponerse a vender libros como si se vendieran setas o lavadoras, sin amor al objeto, sin ese romanticismo que arrastramos y que nos hace pensar que los libros son peligrosos porque lo ponen todo entre interrogantes. Creo, como usted, que en Gaia están inficionados por ese veneno: extrañamente, les gusta hablar de libros con el visitante.
Una última cosa, en referencia a su artículo de El País. No le reprocho nada de lo que dice, y ya sé que comenta el ensayo de marras sin instar a su lectura. En cualquier caso, tengo la resuelta intención de no perder ni un segundo con estos señores de los que habla. Creo sinceramente que son malas personas, que preparan platos con los que envenenan a los que los degustan, y que son exactamente todo lo que afirman una y otra vez no ser.
Leo con cierta frecuencia a autores tachados en algún momento de reaccionarios. Ahora bien, una cosa es asesorarse respecto al concepto de «sociedad abierta» de Popper o a todo aquello de la «libertad de elegir» de Friedman, de los cuales discrepo absolutamente, y otra muy distinta leer a escritores cuyos argumentos son sistemáticamente zafios y están preñados de insultos, falacias y arbitrariedades. Creo que hay un amplio sector sociológicamente identificable de personas que en este país no han superado los posos de la educación franquista y necesitan a algún tipo que se autoproclame como «cañero» -«yo sí digo las cosas claras», «verdades como puños», etcétera- para poder seguir negándose a lo único que verdaderamente teme la caverna reaccionaria de este país: el diálogo y la revisión de las propias creencias. Además, con estos dos siempre sale uno pensando que la culpa no es tuya sino de otros, lo cual viene muy bien a las almas cándidas y cómodas.
Agradezco mucho estos comentarios, provocados por la nostalgia y por el buen sentido. Yo nunca tuve una Velosolex, pero mi padre sí. Y mi hijo también. Por supuesto, mis logros con la automoción quedaron reducidos a Vespa. Pero qué Vespa… Advierto: yo no era un mod. Ahora, eso sí: tenía una pegatina de Snoopy en mi Vespa.
Mi Vespa era roja. Previamente tuve una de 125 de color teja. Era humillante: color teja. ¿Se imaginan? Sentí mucho alivio cuando aumenté de cilindrada y de color.
Pues la Vespilla de 125 cc que tuve era de un horrendo color marrón, pero en los crudos inviernos nevados del Medio Oeste era la única que podía llegar hasta la empinada cima de Mount Oread, en la Universidad de Kansas. ¿El secreto? Le rodeaba la rueda trasera con soga gruesa de manila, y trepaba mejor que un tractor.