El filósofo ignorante

cartasfilosóficasUno. En la Mili, mientras cumplía el período de Instrucción, leí varios libros. No demasiados. El día no daba para mucho y el fuelle, tampoco. Estoy hablando de diciembre de 1981. Tras jornadas agotadoras en las que aprendíamos a desfilar con el Cetme, el fusil de asalto español, el recluta Serna se echaba derrengado en su catre, aquel camastro de muelles. Todo eran ampollas, dolores, luxaciones, una perforación.

Leía mientras otros veían la tele o escribían a la novia. No me consideraba mejor por ello: simplemente quería disfrutar del silencio y de la soledad tras una jornada de camaradería castrense. Estábamos en un cerro de Córdoba: regularmente no había agua corriente y el tufo de hombres, de sobacos y de ingles nos asfixiaba. El mundo se reducía a aquel escenario viril, pobretón, tan gélido. El único escape que el destino nos tenía reservado era leer o aturdirnos con alcoholes en la cantina,  con ensoñaciones bajo las sábanas. Por cuestiones de presupuesto, de pudor y por carácter insociable, yo prefería leer.

Recuerdo que uno de los libros más salutíferos que disfruté durante esos días fue una obra de Voltaire editada por Fernando Savater para la Biblioteca Nacional (1976): las Cartas filosóficas. Son las misivas de un filósofo joven que se instala en Inglaterra y que observa con atención, simpatía y estupor la rareza de sus huéspedes, esa nueva forma de vivir y de ensayar lo público y lo privado. Estamos a comienzos del Setecientos.

Me maravillaba la ironía voltairiana, esa broma que se gastaba para sobrevivir en situaciones apuradas. Me agradaba su defensa de John Locke, de la filosofía inglesa, del empirismo, del raciocinio, del discernimiento. Hacía mía su crítica del fanatismo, de la intolerancia. Los mejores momentos que pasé en la Instrucción militar fueron cuando recordaba lo que me esperaba: descanso y acicate con Voltaire. Treinta años después –tras haber leído al philosophe en distintas ocasiones– regreso a sus páginas gloriosas. Ahora, gracias a la editorial Fórcola, a un nuevo libro, una obra que yo no había disfrutado en su primera edición: El filósofo ignorante, también de Voltaire y también con prólogo de Fernando Savater.

VoltaireElfilosofoignoranteDos. Leo ahora El filósofo ignorante que Fórcola edita admirablemente. No se lo creerán, pero sólo he detectado una errata: eso es un portento, tarea del editor.

¿Por qué leer a Voltaire en 2012? Que un sabio declare su ignorancia, que un metomentodo como el philosophe admita desconocer tantas cosas, dice mucho de su actitud: el asombro que precede al conocimiento. Y Voltaire sabe, ya lo creo sabe: declara la moral universal.

¿Ustedes imaginan? En pleno siglo XVIII, un escritor dice que hay unas pocas normas generales más allá de la religión, de la costumbre. Acepta que no hay relativismo cultural (digámoslo así), que todas las sociedades reconocen repudiables la violencia gratuita, el engaño, el fraude.

Voltaire confía en la razón, pero sobre todo espera mucho de la experiencia razonable, de la sensatez, del buen juicio: algo que se extiende por doquier. «Todos estos pueblos proclaman que hay que respetar a su padre y a su madre; que el perjurio, la calumnia, el homocidio son abominables. Así pues, todos deducen las mismas consecuencias del mismo principio de su razón desarrollada». Eso significa que la idea básica, primaria, de lo justo es natural, «tan universalmente adquirida por todos los hombres, que es independiente de toda ley, de todo pacto, de toda religión».

Este libro es un librito. Es decir, puede llevarse cómodamente en el bolsillo. Y puede consultarse con prontitud cada uno de sus pasajes. Es un prontuario. O un breviario. ¿Tiene usted una duda sobre la moral? No hay problema: Voltaire le recomendará ser usted mismo, ser racional y ser razonable, evitando todo fanatismo, ese monstruo que siempre acecha. Si en pleno Setecientos, un escritor ya anciano pudo filosofar con esta energía, sabiendo a lo que se exponía, ¿qué no podremos hacer nosotros con su auxilio? La prosa acotada, sintética, sin lirismos y sin retóricas vacuas, nos acerca a la perfección formal: la traducción de Mauro Armiño ayuda, sin duda.

Pero quizá lo más chocante es eso: la ignorancia que admite el filósofo. Bien mirado, eso no es tan raro. La inquisición y la erudición son cualidades de quien razona sin miedo. Pone ejemplos, cita casos, alude a sucesos. Voltaire hace de la anécdota su soporte intelectual y hace del argumento su alarde estético. Porque razonar no es una mera cuestión de lógica: es también y sobre todo un bello ejercicio de expresión. La sintaxis no es ancilar. El filósofo es un artista.

Quién como él…

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