Uno. Helmut Berger tiene actualmente 68 años. En 2013. Es decir, quince más que yo.
¿Cómo estaré cuando llegue a esa edad?
Berger fue uno de los actores más guapos de los setenta.
Era decir Helmut y todos callaban: su apostura rubia, su torso bien esculpido, su rostro fino, elegante…
Desde hace años le había perdido la pista.
Al parecer, tras décadas de
desenfreno y ruina, su aspecto ha empeorado. Normal.
Conserva el pelo tintado, pero tiene el rostro abotargado de quienes han ingerido litros y litros de alcohol.
Yo no soy gay, pero podría serlo… Más allá de ello no tengo inconveniente en reconocer su guapeza.
Admito sin problema alguno cuando un varón es bello: en este caso, guapo de cojones.
Para mí, en los setenta Berger era como Tadzio, el adolescente de Muerte en Venecia (1971), la película de Luchino Visconti.
No sé por qué pero voy a para a esta historia… Qué recuerdos. Permítanme volver a ella, a las cosas que ya escribí.
Dos. La muerte en Venecia. “Gustav Aschenbach –o von
Aschenbach, como se le conocía oficialmente desde su quincuagésimoaniversario— salió de su apartamento de la Pinzregentenstrasse, en Munich, para dar un largo paseo a solas. Era una tarde de primavera de aquel año de 19…, que durante meses mostró a nuestro continente un rostro tan amenazador y cargado de peligros. Sobreexcitado por el difícil y azaroso trabajo matinal, que le exigía justamente en esos días un máximo de cautela, perspicacia, penetración y voluntad de rigor, el escritor no había podido, ni siquiera después de la comida, detener en su interior las expansiones del impulso creador, de ese motus animi continuus en el cual reside, según Cicerón, la esencia de la oratoria, ni había encontrado tampoco ese sueño reparador que, dado el creciente desgaste de sus fuerzas, tanto necesitaba una vez al día. Por eso
decidió salir de casa después del té, confiando en que un poco de aire y
movimiento lo ayudarían a recuperarse y le procurarían una fructífera
velada”.
Leo y reproduzco el principio de una novela corta, de una ‘nouvelle’, que aún me asombra y me incomoda. Lo hago en la versión de Juan del Solar.
Los protagonistas son dos personajes en los que uno podría mirarse fantasiosamente:
-el primero, un escritor que sobrepasa la cincuentena, afligido y aburguesado, quiere ser capaz de la gran creación;
-el segundo, un adolescente, bello e ignorante de los efectos que provoca, es primitivo, literal o quizá perverso.
Inevitablemente, al leer La muerte en Venecia (1912), de Thomas Mann, no podemos dejar de pensar en la adaptación cinematográfica de Luchino Visconti.
Uno siempre llega tarde a esta novela. El lector también es espectador y
recuerda a Dick Bogarde encarnando a Gustave von Aschenbach.
Aún ve al personaje enamorado y finalmente patético, cayéndole churretes de maquillaje derretido.
Qué dramatismo grotesco: que personaje triste, descentrado, ansioso y vencido.
Dice Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras (1990) que esta obra “merece figurar junto a obras maestras del género”. Como las de Kafka o Tolstói.
¿Qué destaca en ella? “La excelencia formal, lo fascinante de su anécdota y, sobre todo, la casi infinita irradiación de asociaciones, simbolismos y ecos que el relato va generando en el ánimo del lector”, precisa Vargas Llosa.
Sin duda, es cierto todo eso. Pero hay algo más: lo que por encima de todo sobresale en La muerte en Venecia es el problema de la creación, de la sublimación, de la expectativa artística, del triunfo o de la derrota.
¿Qué hacemos cuando queremos ser originales? ¿Es posible hacer algo nuevo, distinto, grande, propiamente irrepetible, o nos conformamos con lo alcanzado y ya ensayado?
En Thomas Mann hay una pregunta recurrente: la cuestión del arte y de la vida, el interrogante sobre la relación conflictiva entre la inspiración y la existencia.
El protagonista de La muerte en Venecia es un escritor, ese Gustave Von Aschenbach que nos revela el inicio de la novela.
Es un creador ya célebre, asentado e instalado en la cumbre burguesa de su gloria.
Eso le hace ser conservador en las formas y en las ideas, dedicado exclusivamente a cultivar el arte.
¿El arte por el arte?
Un día sale a la calle. Comienza el mes de mayo. Tras varias semanas de humedad y frío, el ambiente mejora, quedando “un tiempo falsamente estival”.
Von Aschenbach se deja llevar por esa sugestión, que le excita grandemente. La impresión perdura.
Algo le impulsa a abandonar su ciudad para establecerse provisionalmente en Venecia. Es el sur; es uno de los destinos del Grand Tour.
En la ciudad italiana busca relajación y también expansión, paz, algo que amortigüe la exaltación o el impulso de su genio. ¿Es así?
Venecia es el arte, la belleza, pero también es la putrefacción, la derrota de lo elevado y espiritual.
En aquella urbe triunfan lo orgánico y lo que corrompe y se corrompe.
Allí, Aschenbach se enamora platónicamente de Tadzio. ¿Quién es?
Un efebo de pocos años, un jovencito polaco que lo trastorna con su sola presencia.
Ambos coinciden en el Excelsior, hotel en el que se alojan. Lentamente, el delirante amor que el artista siente aumenta.
Aumenta, se hincha, y con ese sentimiento crece también la degradación.
Crece conforme se extiende la invasión del cólera asiático en la ciudad.
La muerte y los sentidos destruyen la tranquilidad y la honorabilidad burguesas de Aschenbach.
La tranquilidad y la honorabilidad: él, que tanto se protegía de sus propias pasiones e inclinaciones; él, que tanto se resguardaba de lo carnal con un elegante autodominio.
La novela está narrada en tercera persona bajo la perspectiva del artista.
Por ello, son frecuentes las reflexiones sobre la creación, interesantes y grandilocuentes reflexiones sobre la creación.
El arte es una frágil coraza, una defensa contra las ofensas de la pasión. ¿Sucumbe el personaje? ¿Le pueden la vida o el instinto de muerte?
Las góndolas semejan ataúdes, y Venecia parece un cementerio marino, con sus mefíticas emanaciones.
La vehemencia y el escalofrío que despiertan en el creador, el viaje que emprende como huida, el trastorno sentimental que disloca al burgués: el abismo, la humedad pantanosa y sensual que arrebata, que extenúa, que despierta lo dionisíaco, el puro desvarío.
“¿Qué podían importarle ahora el arte y la virtud frente a las ventajas del caos?”, leemos en una página.
¿Quién mira y quién pervierte? ¿Quién triunfa y quién queda derrotado? ¿El creador envejecido y maquillado que busca la belleza o el joven efebo que ignora su perfección?
Madurar e incluso envejecer no garantizan nada. Todo esto podría ser risible, ridículo, si no fuera por la ironía que siempre hay en la prosa de Thomas Mann y en la elegante traducción española.
Pero eso es ya otra historia.
Punto final.
¡magnífico!
Muchas gracias.
Justo Serna, «Carreras de conejos», El País, 22/01/2013
«…Dinero negro en proporciones fastuosas que se embolsarían políticos venales y personajes contiguos. Desde hace años, Valencia marcha también a toda pastilla: somos el centro de España, la capital del enredo y los enjuagues, de las componendas y las contratas. Aquí tenemos bolsas, sobres, trajes, regalos, recalificaciones, arquitecturas fanfarronas y cochazos…»
http://ccaa.elpais.com/ccaa/2013/01/22/valencia/1358882767_722633.html
La crónica de un actor acabado, consumido por las drogas junto a una de las grandes novelas de Thomas Mann. Y aderezándolo todo, a vueltas con el circuito (perdón, aeropuerto) de Castellón. Si nuestros dirigentes, quienes han de velar por el buen funcionamiento de las instituciones, por la honestidad y las cosas bien hechas, por la salud democrática de nuestra sociedad se comportan así, ¿qué estamos autorizados a hacer los ciudadanos corrientes? ¿Cómo exigir a otros que paguen a Hacienda, que cumplan con sus obligaciones cotidianas? ¿Cómo se puede tener tanta cara? ¿Cómo se puede ser tan falso?
A todo esto veo hoy otra noticia sobre Urdangarín. ¿Pero esto qué es?
Sí, Alejandro, sí. Deberíamos salir a la calle, en todas las ciudades y pueblos de España, para gritar todos a una: ¿pero esto qué es? Ahora bien, no confiemos en recibir una respuesta…
Pues, Marisa, dado que no vamos a recibir respuesta alguna, quizá deberíamos actuar de otro modo. Mi opinión al respecto la expuse en este blog no hace mucho tiempo.
Magnífico artículo, don Justo, pero ¿qué me dice de las ratas, esas que abandonan las primeras el barco antes de su hundimientos con la barriga llena?
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