Lunes 28 de enero de 2013. Leo en la sección ‘Enfoque’, de Abc (o ABC, como dicen los puristas) un artículo de Esperanza Aguirre. ¿Su título? «La República». La autora, que firma como presidenta del PP de Madrid, critica a quienes hoy en día exhiben banderas tricolores: la enseña de la II República española.
No sé. Yo, que jamás exhibo bandera alguna, me sorprende su malestar. Entiendo que quienes tienen seguras y firmes sus pertenencias nacionales saquen pendones. Los estandartes servían para distinguir a las tropas frente al enemigo. Por eso, en un mundo de Estados-nación supongo que los naturales harán ondear las enseñas.
No me verán jamás en esa circunstancia. Como mínimo, es una lata. Para mí. Yo nunca he querido significarme en este sentido: no por mantenerme a buen recaudo, sino porque me molesta la ostentación de símbolos, sean locales o universales. ¿Por qué? ¿Acaso por falta de sentimientos? No. Como decía Jessica Rabbit, no soy malo; es que me dibujaron así…
Admite Esperanza Aguirre que le preocupa y que le entristece «ver el entusiasmo, no sé si ingenuo o malvado, con que se exhibe la bandera que simboliza uno de los periodos más nefastos de nuestra Historia, en el que se enconaron los odios, se despreció al adversario político hasta llegar a su eliminación física y las libertades estuvieron constantemente amenazadas». Vamos a analizar esta afirmación.
Hemos de admitir que la II República española acabó mal. ¿Por qué? Entre otras cosas, por la tensión, por la crispación entre partidos, por el repudio del otro. Y por el Alzamiento Nacional, que fracasó y se prolongó como guerra… De todos modos, no era un problema exclusiva o estrictamente republicano. Era un dislate español y circunstancial: los años treinta son un período de gran violencia en Europa.
Además, en la España de esas fechas, la cultura política era prácticamente inexistente. ¿A quién se le había enseñado qué era la democracia? ¿Cuál era la experiencia española del parlamentarismo y del sistema de partidos? Por abreviar: el turno de las organizaciones dinásticas y los encasillados, la oligarquía y el caciquismo.
La República no fracasó. Lo que fracasó fue la experiencia parlamentaria española tras un siglo de sectarismo. Y fracasó también la tradición institucional: en una sociedad de clientelismo y patronazgo, el respeto democrático es impensable. Pero hay más.
Si la República fue uno de los regímenes más nefastos, según Esperanza Aguirre, ¿qué podríamos decir de la Monarquía borbónica? Los siglos XIX y XX son la confirmación del gran fracaso dinástico y modernizador de los soberanos españoles. La Corona se rodeó en el Ochocientos y en el Novecientos de una Corte de negociantes, aduladores, curas, monjas: vamos, la Corte de los Milagros. Qué le vamos a hacer.
Además, por culpa de los problemas dinásticos y por otros factores sociales, la España decimonónica fue una sucesión de violencias. ¿Sangre? ¿Quieren sangre? Pues empiecen con 1808 y sigan con las Guerras Carlistas. Alguna responsabilidad tuvieron los reyes, ¿no? Tanto Fernando VII, como Isabel II, como Alfonso XII, como Alfonso XIII fueron calamitosos.
Yo no ondearé la enseña republicana, pero cuando cualquiera de ustedes empuñe el mástil de la bandera bicolor piense un instante en los Borbones del pasado. Y mira que me duele decir esto… No soy bueno; es que me dibujaron así.
Por razones que tienen que ver con lo profesional, si se le puede llamar así a mi trabajo, siento un cariño especial por el diario «ABC»; no precisamente por el actual, sino por aquel en el que escribieron Azorín, Julio Camba y otros grandes escritores. Eso no quita, sin embargo, que me parece absurda y extemporánea esa defensa encarnizada que este periódico sigue haciendo de la Monarquía y de sus beneficios para el país. Eso por un lado.
Por otro lado, tampoco entiendo muy bien la manía que tiene cierta derecha española (por no decir toda) a ese período concreto de la historia de España que es la II República. Las pocas veces que me he detenido al hacer zapping en ese canal de nombre «Intereconomía», he visto que no hay programa dedicado a la historia en el que no se proclame a la República como a la iniciadora de todos los males actuales del país.
No he leído el artículo de Aguirre, pero intuyo que sus argumentos son un poco una mezcla de estos dos extremos. En ese sentido, me parece tan lógico que los responsables de opinión de «ABC» la presenten como un fichaje estrella, como que ella se alinee rápidamente con esta línea de opinión que ya resulta muy cansina.
Si de mi dependiera la existencia de Monarquía en España, hace ya muchos años que los Borbones estarían en su casa propia y no en ese palacio que todos les pagamos.
Francisco, está usted radical. Yo empiezo a serlo. Pero no somos radicales por descerebrados, sino por sensatez, por racionalidad. La situación de la Monarquía en España duele, pero no por los Alfonsos e Isabeles, sino por ese joven de 45 años llamado Felipe, que se merece mejor futuro. Supongo que está muy bien preparado, pero por lo que parece habremos de esperar: su señor padre, que tenía mi simpatía hasta hace nada, quiere durar. Tenía mi simpatía porque la realidad es preferible a las quimeras, porque un rey de a pie es preferible a un presidente inmaculado de derecha monárquica. Ahora, como un juancarlista decepcionado, me carbonizo. Me pregunto qué hacer. ¿Me hago republicano? Me declaro monárquico. No, por Dios. En el fondo siempre he sido un cantamañanas. Pero, insisto, para curarme pienso en Federico Trillo como la más alta magistratura de la nación. O pienso en Federico Jiménez Losantos, un locutor de inspiración republicana. En esos casos, me cambio de nación. Aunque, bien mirado, la nación me importa un bledo…
La actualidad nos radicaliza a todos, Justo. Es difícil no hacer una elección radical cuando las opciones son tan contrapuestas: monarquía/república, democracia/dictadura, público/privado… etc. El mayor problema está en la sincronización. Es decir, ¿coincíden nuestras etapas biológicas con las situaciones políticas? En mi caso, no: cuando más radical debe ser la decisión, más cansada me siento. ¡Ah, la juventud! Ese divino tesoro… Nuestro querido Paco, aunque lee a los clásicos, es radical por edad.
El sistema era bueno. Y había una buena representación política, un abanico rico. El problema fue la corrupción y la falta de controles democráticos -como ahora-, por lo demás, el problema fue la guerra, lógicamente. Las guerras no son buenas.