Leo en el blog de Antonio Muñoz Molina: «Hay días que abrir el periódico español da un mareo literal, una sensación de derrumbamiento». Lo constato personalmente. En ocasiones, mi sensación también ha sido de mareo, como ese leve achispamiento que no estaba previsto y que tras dos copas te deja desmadejado. No es el placer del alcohol tomado poco a poco. Es el aturdimiento repentino. No te responden los músculos y la impresión es de una lucidez mayor y a la vez de un embotamiento.
La prensa española nos transmite sin parar noticias alarmantes, decepcionantes. Perdonen tanto calificativo, pero la circunstancia no alivia y el observador se queda –ya digo– desmadejado. ¿Qué podemos hacer? Como dice Muñoz Molina, «uno quisiera aprovecharse de la lejanía [física o emocional] para no enterarse, pero no hay manera, y si la hubiese no sería lícito». No hay manera de no enterarse y además no es caballeroso hacer como que no te enteras. No estamos para aparentar, para oír llover. Lo que está cayendo no es agua, es un aguacero. Pero esto no limpia. ¿Por qué? Porque todos se ponen a cubierto en espera de que escampe. Y no escampa: cada día hay novedades.
El Partido Popular se exculpa, lo niega todo y se afirma en sus principios. Peor. Porque no es una cuestión de principios, sino de formalidades. Un partido con gente tan distinguida no sabe guardar las formas? ¿Tantos años de educación severa para llegar al choriceo? Choriceo, qué palabra tan ordinaria. Me parecen ordinarios muchos dirigentes del Partido Popular. Deberían ser más corteses, educados, formados. A Mariano Rajoy le faltan lecturas.
¿Y el Partido Socialista? Escucho con aburrimiento creciente las intervenciones de Alfredo Pérez Rubalcaba. Son palabras sensatas sin mayor trascendencia. Son expresiones juiciosas que no convencen. La gente espera un partido de oposición contundente y consistente. Lo que nos encontramos es un estado general de abulia. Tenemos ojeras, estamos cansados y no levantamos cabeza. Describo a Pérez Rubalcaba: o a mí mismo en estado tristón.
Prosigue Muñoz Molina: «¿Cómo ha llegado el sistema a corromperse tanto, mucho más de lo que casi todos sospechábamos o temíamos, la trama infame de favores políticos y regalos de empresarios, la desvergüenza de quienes teniendo posiciones públicas no parecían conocer el miedo a ser descubiertos? ¿Qué enorme claudicación social ha permitido que fermentara esa atmósfera de robo consentido, esa descarada impunidad del que no teme que lo avergüencen en público, del que sabe que nunca pagará, que siempre habrá un indulto, una fecha oportuna de prescripción de delito, un silencio, un enjuague?»
El párrafo de Muñoz Molina es memorable. Cómo nos gustaría que se equivocase, que fuera un diagnóstico errado y exagerado. Cómo desearíamos que sus observaciones fueran hiperbólicas y desenfocadas. Encima es español (puaj). Pero no: el nacionalismo no tiene nada que ver con esto. El asunto de la corrupción es una cosa carpetovetónica. De norte a sur, de este a oeste. Cómo nos parecemos…
Antonio habló y habla en su nuevo libro –que está a punto de aparecer– de delirio. Lo he leído con urgencia, con estupor, con admiración. Hay un delirio, dice: una forma de negar la realidad, de instalarse en la enajenación culpando a quienes destapan lo sucedido. Hay una forma de confusión que todos hemos padecido. Pero luego están la caradura, la desvergüenza, la desfachatez de quienes acapararon, atesoraron. El juez del caso Nóos afirma que este tinglado del duque de Palma (si es que el duque de Palma estuvo al frente de Nóos) «se montó para enriquecerse y con un ‘desmedido ánimo de lucro…’ ”.
Días atrás comentaba la expresión enriquecerse. Hoy, sin embargo, me sorprende esa fórmula: «desmedido ánimo de lucro». ¿No hay un comedido ánimo de lucro? ¿No existe ánimo de lucro sin afanes desmesurados? No es un caso, el de yerno del Rey que presuntamente llena las arcas con riquezas inverosímiles. No es un caso, el de un alcalde que con la llegada de un supuesto mafioso ruso ve el cielo abierto: el cielo católico u ortodoxo.
Son muchos casos. ¿Cómo le explico yo a mis hijos que hay que ser decente, sensato, morigerado? ¿Cómo les explico cuál es la ley moral? No se trata de religiones: mis hijos han crecido en la increencia y son bellísimas personas. De lo que se trata es de frenar e impedir la impunidad legal, la frivolidad moral, la desmesura. Parezco un antiguo y un rancio. Pero no veo otra salida. Los modernos son los que saquean. Yo ahora, si me permiten, me voy a releer el discurso del Gran Inquisidor de Los hermanos Karamazov (1879-1880). Fiodor Dostoievski cansa con sus jeremiadas, pero de cuando en cuando conviene ponerse apocalíptico.
Breve por convalecencia: Uno, mi alegría y ansia por lo nuevo de Muñoz Molina. Dos, juego con el final de su artículo y me pongo estupendo con Dovstoievsky, don Justo: «El idiota» y «Crimen y castigo». ¡Ala, «arreglao» pero informal! ¡A ver si aparece el tonto (consultar RAE) y a ver a quién y cuándo se le exigen responsabilidades en este país que cada vez se parece más a una viñeta del Forges! Me marcho, que estas cosas me suben la fiebre y mucho.Un abrazo, amigo.