Nino Bravo

image

JS, «Nino Bravo», El País, 16 de abril de 2013

Yo lo veía con mucha frecuencia. Me asomaba al balcón de la casa que habitábamos en Bétera y allí estaba. Era Nino Bravo. Llegaba con un coche de grandísimas dimensiones. No recuerdo si un Dodge Dart, el vehículo americano fabricado en Villaverde por Barreiros. Los más refinados pilotaban BMW, importados. Con un modelo de esta última marca, recién adquirido, se mató el cantante en abril de 1973. Yo envidiaba el coche alemán: mi primo Fermín, el de Andorra, venía a recogerme con uno de estos autos y me llevaba al pueblo de mi padre. Me sentía como un potentado, como un magnate que volvía a la tierra de sus mayores. Pero no quería hablarles de eso, sino de Nino Bravo.

Llegaba, ya digo, con cierto ruido. Su coche contrastaba con los turismos humildes que allí había estacionados. Bajaba saludando, repartiendo besos, firmando fotos. Desde mi balcón, yo lo veía alto y desenvuelto. Vestía camisa y pantalones vaqueros, con un toque casual que no era el de sus conciertos o actuaciones. Los tejanos que llevaba eran, por supuesto, acampanados, con esa audacia estética de entonces. Y calzaba zapatos o botas con plataforma que le daban un aire temerario. Su media melena, siempre lacia, era la misma a la que yo estaba condenado.

Acudía allí, al costado de mi casa, para hacerse los trajes. A medida, desde luego. El virtuoso de la tijera era el sastre Roldán, un auténtico perito que había adquirido fama comarcal y del que nosotros éramos orgullosos vecinos. También mi padre se hacía allí los ternos hasta que murió Roldán: ya nunca llevaría pantalones o americanas tan bien cortadas, me dijo un día.

Meses después del fallecimiento del cantante se celebró un concierto de homenaje en la plaza de toros de Valencia. Con mucha antelación, mi padre había adquirido las entradas, tales eran el dolor y la expectativa. Allá fue la familia y allá me emocioné con los restantes espectadores, con el gentío.

Yo nunca había sido mucho de Nino Bravo: tarareaba, sí, sus canciones porque a fuerza de radiarlas acababas conociéndolas. Pensaba que era un ídolo para otras generaciones, para mis padres: joven valenciano natural de Aielo de Malferit, dotado de potentísima voz y buen repertorio, triunfa. Pero lo contracultural y lo rebelde no pasaban por un solista bien trajeado que cantaba a Noelia, a la América que era un edén, a la tierra, mi tierra.

Han pasado muchos años y yo soy más viejo de lo que él nunca pudo llegar a serlo. Lo pienso y me da un respingo. Jamás alcanzó la treintena y yo dejé de ser joven hace varias décadas. Mentiría si dijera que ahora me atrae más que entonces, que solo me gustaba lo justito. Pero admito que escucho sus canciones sin condescendencia, sin esa falsa superioridad del niñato.

Hay una novela de Javier Marías que empieza así: “Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford”. Podría parafrasear ese íncipit para acabar diciendo que tres de los tres han muerto desde que me fui de Bétera: Nino Bravo, el sastre Roldán y mi señor padre. Bétera no era Oxford y ninguno de los tres era tan sofisticado como los personajes de Marías, pero, ah amigos, siento la misma pena, esa congoja por un mundo ya desaparecido y entonces aún potencial: la Valencia de los setenta.

JS, «Nino Bravo», El País, 16 de abril de 2013

3 comentarios

  1. «Esa congoja por un mundo ya desaparecido y entonces aún potencial: la Valencia de los setenta». Esa misma pena de la que nos habla, don Justo, la de esa misma posibilidad del ser (¡Toma Leibniz y sus mónadas!) que se nos ha ido perdiendo por el calendario a los/las de nuestra edad, se me amontonó a mí también el martes al recordar a Nino Bravo gracias a la radio.Ya ni me acordaba de la fecha y eso que cuarenta años antes, cuando estaba yo por acabar mis doce, mi madre me recibió a la vuelta de clase con una puesta en escena casi más propia de un drama familiar ¡Qué pesar tenía la pobre! y que se repitió durante algunos días cada vez que la voz del cantante salía rediviva: «sobre su pecho flores carmesí,/ brotaban sin cesar…» de nuestro mueble musical, tan perdido ya, tan añorado y tan art déco él.
    Un servidor ya no era nada aficionado por entonces a escuchar las canciones de Nino Bravo. Por aquellos meses del 73 mi banda sonora ya era otra: Estaba descubriendo el sonido Motown; me alucinaban los Stones con su ‘Tumbling Dice’ («gat tu rolmi» que cantaba yo), con su ‘Brown sugar’; soportaba bien cosas tan dispares como Elton John, Albert Hammond, ‘Il mio canto libero’ de Lucio Battisti (en castellano, eso sí) y hasta «el gato que está triste y azul» de Roberto Carlos y más o menos por aquellas fechas le daba, cuando podía, a las máquinas de petacos con la versión funky de «Así habló Zaratustra», aquella de Richard Strauss que todavía no sabía yo que se oía en ‘2001 una odisea en el espacio’. Pero ya nada me quedaba de Nino Bravo y eso que algún verano antes había quedado segundo, cantando ‘Un beso y una flor’ disfrazado de cosaco ruso en un espectáculo estival y festivo (me ganó un amigo que se atrevió con ‘Tú prometes, prometes’ de Raphael enjaezado con un traje a lo Carmen Miranda ) ¡Bendita inconsciencia!.
    Nadie me llevó a aquel concierto-homenaje de la plaza de toros aunque creo recordar que de la lista de participantes sólo me interesaba, y poco, Bruno Lomas. Pero, ahora, tanto tiempo después, desde el martes y casi sin esfuerzo, me viene recurrentemente a la memoria aquella letra que termina «Forjarán mi destino las piedras del camino/ lo que nos es querido siempre queda atrás». Y así esta misma «congoja por un mundo desaparecido y entonces aún potencial: la Valencia de los setenta» y yo sigo preguntándome como el título del libro: ‘Por qué «el tiempo vuela» cuando nos hacemos mayores.
    Un abrazo, amigo.

  2. Pues sí, parece que nos hacemos mayores sin ninguna delicadeza, como dice la canción de Sabina. Manuel Vicent dijo que la vida transcurre cada vez más rápido, y que viene teniendo esa sensación desde hace tanto, que ahora, en plena vejez, le parece encontrarse en un tren completamente desbocado, tal que así pasan los días, las semanas y los años. Nino Bravo es para mí un recuerdo ya muy infantil, no recuerdo cuando estaba vivo, y eso agiganta la leyenda. Hay por cierto una maldición con los cantantes valencianos y la carretera. Hace algún tiempo vino al pueblo donde yo veraneaba una vieja gloria, no recuerdo si era Danny Daniel o Tony Ronald. Yo me acerqué por curiosidad, casi con sorna. Tras unos minutos me sorprendí a mí mismo pensando «demonio, qué bien canta este tío». Y pensé en los millones de kilómetros que ese tío habría recorrido en aquellas «galas» veraniegas de los setenta. Me pasa lo que a Loquillo, que cuando envejeces te das cuenta de lo que te alejaba de tus colegas de profesión -un estilo, una ideología- es a la larga secundario, y que terminas respetando a quien hace su trabajo con pasión y honestidad. Creo que hay muchas historias hermosas en estas biografías de artistas que van declinando.

    Me pregunto qué habría pasado con Nino de no haberse matado el pobre. Supongo que le miraríamos como al Duo Dinámico, como a Raphael o como a Julio Iglesias. Quizá habría tomado otro camino, no tengo ni idea. Pero a mí me gusta escucharle, hay algo muy sincero, muy apasionado. No es mentira lo que cuenta aquella peli de Alex de la Iglesia, con Wyoming y Santiago Segura, «Muertos de risa», todo dios imitaba a Nino, y había quien lo hacía bien y quien, como el personaje de Segura, despertaba lástima. Debo ser un poco cursi, pero también me conmueve todavía aquella canción de amor a la que se refiere Calabuig.

  3. Dicen ustedes cosas muy sensatas. ¡Y eso que no hemos cumplido 60 años! No somos abuelos, víctimas de la melancolía. Quizá, sí, podamos sentir algo de nostalgia por un tiempo irrecuperable, Pero no nos hacemos ilusiones con el pasado. A mí me gustaba un poco Nino Bravo y no lo niego, pero imaginen confesar eso a los 14 años… Y de los cantantes melódicos de entonces me encantaba, sí, Danny Daniel. ‘El vals de las mariposas’, ‘Por el amor de una mujer’ y alguna otra cantada con Donna Hightower. Las escuchaba en unos futbolines, sitio atractivo e inhóspito. Para mí, todo resultaba contradictorio: eran baladas para otra gente; yo jugaba regular al futbolín, recreativo muy masculino; tenía novias potenciales y poco más; vivía en una población alejada de Valencia y padecía una edad insoportable. Ahora no la recuerdo con gusto. En fin, vaya cosas. Menos mal que hoy me guaseo de aquellos dolores tan tremendos. ¿Me guaseo?

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s