New York, Nueva York

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La realidad no es lo que está en la calle o en el paraje distante, eso que percibes bien o malamente. Lo real es aquello que crees advertir tras haberte habituado: tras haber aprendido a mirar recta o esquinadamente. Te educan con rutinas, con automatismos. Si no sales de la aldea, si no sales de la provincia, tu percepción será aldeana, provinciana: salvo que tengas medios para formarte una visión distinta.

Durante siglos, la lectura fue el modo de escapar, de huir. Gracias a la prosa o al verso, el lector y el oyente podían conjeturar cómo era el mundo más allá del cerro o del muro. La escritura nació como canto del viaje, de la experiencia peregrina. Justamente por eso, la poesía contemporánea sigue siendo el detalle de una experiencia geográfica, la emoción sensorial que provoca lo diferente: un trastorno físico.

Julio Neira ha escrito una precisa ‘Historia poética de Nueva York en la España contemporánea’ (Cátedra, 2012). Desde Juan Ramón Jiménez hasta José Hierro: desde aquel lírico recién casado hasta el poeta maduro, podemos decir que la metrópolis es un referente constante. Imaginen a Lorca, a Alberti, a Cernuda, a Salinas. Para esos escritores y para muchos otros, la América condensada y excepcional de la gran ciudad era la metáfora inevitable.

Destacados poetas del Novecientos abandonaron sus localidades, su país, para vivir o sobrevivir en otros continentes, para escapar del provincianismo o del pretorianismo: de la aldea o del cuartel, de la España atrasada o del Estado campamental. Pero los poetas también salieron para dejarse impresionar por la novedad, por la extrañeza de un mundo ajeno, superpoblado: con edificaciones inauditas y aún lastrado por las penalidades. El choque con lo insólito genera emociones y sobre todo aumenta las ganas de escribir. Eso es lo que queremos pensar.

Sin embargo, como bien demuestra Julio Neira, la poesía que se ha escrito sobre Nueva York es antes que nada un contraste, una estupefacción: la contrariedad o la sorpresa que provoca esa realidad externa, esa realidad que contradice lo que el observador cree saber o conocer de antemano gracias al cine o a la fotografía. Lo exterior es el rascacielos, sus ventanas, sus líneas paralelas y sus aristas: un auténtico salto de altura, gigantismo arquitectónico de lujo y muerte. Pero Nueva York es también la vida chiquitita, el hormigueo de las multitudes que se afanan, la mezcla, el guirigay, la soledad y el ajetreo que no conducen a nada: el dólar y el dolor. Y es asimismo el sótano profundísimo, la ciudad subterránea.

Un repaso de los poemas que en parte reproduce Neira nos da la justa medida de la emoción verbal que NY provoca, un motivo que no es mera hinchazón retórica de aldeano, sino la frecuente epifanía de tantos y tantos europeos. Como «La llegada», de Luis Cernuda (Ocnos, 1963): «al fin pisabas la ciudad que entreviste, fabulosa como un leviatán, surgiendo del mar de amanecida». Es el capitalismo que se desborda en la urbe atareada, el vaho del petróleo. Y es la economía que se vuelve alumbrado y alambrado, publicidad y gueto.

Resulta tan interesante la prospección que Neira realiza que uno se pregunta por qué ha reducido su acopio a la poesía (materia de la que es experto); uno se pregunta por qué no ha censado también a los prosistas que llegaron a Nueva York. Pero el edificio que el autor levanta se sostiene por sí solo: no requiere mayores alturas.

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Fotografía: 21 Times Square theaters by day, in New York City. The Times Building, Loew’s Theatre, Hotel Astor, Gaiety Theatre and other landmarks are featured in this January, 1938 photo. (Bofinger, E.M./Courtesy NYC Municipal Archives)

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