¿Por qué festejamos a una Virgen? El Pilar, la Mercè, la Geperudeta, la Moreneta… Ya sé que mi pregunta parecerá sacrílega a algunos lectores. Ya sé que me reprocharán mi ateísmo. Es más, puede que la gente no crea y sin embargo sí que celebre a la patrona de España, de Cataluña o de mi pueblo. Puede que no se acuda jamás a Misa, pero puede también que no se falte el día grande de la procesión.
El 12 de octubre hay un desfile de numerosos zaragozanos que van a honrar a la Virgen del Pilar, sobre todo cuando unos lunáticos han puesto un artefacto explosivo en el interior de la Basílica. Se verá como un acto de desagravio. Durante un par de días de Fallas, un gentío ataviado con el traje regional –o algo así– acude a la Plaza de la Virgen de Valencia para honrar igualmente a la Geperudeta, la de los Desamparados. O, mejor dicho, para llenar de flores una especie de catafalco coronado con una virgen cabezona que parece un ninot. En Barcelona, las fiestas de la Mercè son una locura emocional y devocional, quiero pensar. No hay catalán que no se hinque de rodillas ante la Mare de Déu soñando con una patria sin cadenas. Quiero pensar.
En cada localidad, la madre de Dios tiene sus invocaciones particulares, sus nombres distintos, sus ropajes diferentes. A la postre, lo que se celebra es el milagro de la inmaculada concepción. Tener hijos sin concurso de varón. El calendario civil se confunde con el religioso y, al final, el Estado no confesional celebra a sus patrones: vírgenes, cristos, santos, santas. Todos maravillosos y de vidas ejemplares. Es la hostia… (ustedes perdonen). La historia sagrada se mezcla con la historia profana y los españoles unionistas o soberanistas siguen en espera de una redención cíclica (cada año) o definitiva (el Juicio Final).
¿Qué podemos hacer quienes no creemos en la Virgen? No ir a Misa, se me dirá. No acudir a los desfiles procesionales. No rezar, no esperar nada de la Madre de Dios, de Dios mismo o del más allá. De acuerdo. Es lo que suelo hacer: no aguardo redención alguna ni espero ser perdonado por mis pecados. Pero en la vida ordinaria lo religioso aún invade la esfera civil, institucional y política, y me guste o no me veo involucrado. Ya sé que esto suena fatal. Se me reprochará por tiquismiquis, pero es que no puedo. En serio, no puedo. ¿Habrá algún día en que de verdad podamos librarnos de la Iglesia católica y de los fieles que esperan bendecir su españolidad, catalanidad o valencianía? Ya puestos, a ver si nos libramos también de las restantes confesiones.
Decía Sigmund Freud que la religión era una suerte de delirio universal: la gente ya no distingue bien qué es real y qué es fabuloso o milagroso y, por tanto, mezcla, confunde y vive como auténtico lo que sólo es un deseo o una ensoñación. Hoy en día ya no estamos como en tiempos de Freud: declararse ateo, agnóstico o, simplemente, no profesar creencia alguna no merece el menosprecio o condena de la comunidad o de la multitud. No estamos obligados a rendir honores a las vírgenes tutelares y te puedes escapar del unanimismo. Te puedes escapar, pero los religiosos, los clérigos, los curas y los patriotas aún se entrometen en las vidas ajenas. Con la mejor intención, seguro: la de salvarnos, la de llevarnos al cielo, la de asearnos, la de mejorar nuestra identidad.
Mi alma está tiznada, más oscura que el carbón y peco contra numerosos mandamientos religiosos y preceptos del buen patriota. Pero si lo pienso bien, no tengo la impresión de pecar. ¿Por qué? Porque renuncié a Dios y al patriotismo hace décadas, pero en esta sociedad española lo católico mezclado con lo político se vuelve casi casi obligatorio.
Aún recuerdo cuando vino el Papa a Valencia. Todas las instituciones se rindieron, todas las autoridades principales humillaron la cerviz ante el pontífice. Yo quería que se me tragara la tierra o que el Dios en el que no creo me llevara pronto para no contemplar aquel espectáculo tan clerical, tan beato. Años después hemos sabido que hubo numerosas irregularidades y que el supuesto arrobo de nuestros mandamases no era más que una postiza genuflexión. Vino el Papa, pero la Geperudeta no dio señales. Vino el Papa, pero Dios dejó hacer: dejó cometer latrocinios. Era un evento gigantesco de la Valencia autonómica, festiva y derrochadora.
Al leer el libro que José Luis Ibáñez Salas dedica al franquismo he recordado el Congreso Eucarístico Internacional que tuvo lugar en Barcelona en 1952: no porque yo lo viviera, sino porque había leído otras cosas sobre dicho acontecimiento. Y porque Eduardo Mendoza le dedica de pasada páginas gloriosas y muy divertidas en sus relatos. Para el Régimen del General Franco, el Congreso supuso un nuevo apoyo a su ideología vertebradora: el nacionalcatolicismo. Y supuso un apoyo político de mucha magnitud.
Qué quieren, en cuanto veo numerosos clérigos, actos de afirmación religiosa y adhesiones políticas, me pregunto cuánto tardará en llegar el Juicio Final. Lo espero, lo anhelo: a ver si se los llevan a todos, a vírgenes y patriotas incluidos.
Madredelamorhermoso.
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La fotografía corresponde a la agencia EFE y recoge una instante de la visita del Papa Benedicto XVI a la Jornada Mundial de la Juventud en Valencia.