Elogio de la librería

imageCuando yo era niño, tres eran los escaparates que más me entretenían en la Valencia de los sesenta: el de una juguetería bien abastecida, el de una librería con las últimas novedades y el de una ferretería con todo tipo de metales, tornillería, resortes y llaves. Eran las rarezas de un muchacho que apenas superaba los ocho años.

He dicho ‘entretenían’ y es la palabra exacta: yo únicamente miraba, examinaba y entreveía; raramente ingresaba en uno de esos tres establecimientos. La paga no me daba para grandes desembolsos. El día en que rebasé yo solo el umbral de mi primera librería dejé de ser un niñito para sentirme mayor y maduro.

Cuarenta y tantos años después sigo cumpliendo el ritual. Visito las librerías y me llevo con alegría infantil algunas de las novedades que me sugieren las libreras, esas chicas que me atienden con prontitud y rigor. Digo libreras porque, salvo Alejandro, que es amigo, muy amigo (que siempre me acoge entre pilas de volúmenes), los restantes profesionales con quienes más me trato son mujeres.

Mis tres libreras favoritas se llaman Lola, Almudena y Nuria, que llevan con entusiasmo Librería Gaia, Llibreria Ramon Llull y Shalakabula Librería: en Valencia y en Mislata. Organizan actos de presentación con gran profesionalidad y éxito, traen autores con públicos que llenan el aforo de Ramon Llull, y viven el negocio como hermanas. Con un sentido cooperativo admirable.

En Gaia, en la calle Daniel de Balaciart, 4, de Valencia, atienden Lola y Alejandro: con cortesía y rigor. Allí compró principalmente mis libros desde hace años, y ambos, Lola y Alejandro, me cuidan, me miman. Yo creo que hasta me quieren. Las librerías de barrio son espacios profesionales y emocionales. En ellas encontramos volúmenes, conversaciones y monstruos reales o figurados, criaturas de la imaginación o con mucha imaginación.

Miro y hablo; husmeo y converso; me dejó aconsejar y me dejo llevar: sus palabras son muy persuasivas y sobre todo las pronuncian personas cultas que conocen el género y a los parroquianos con los que trabajan. Cuando salgo de Gaia con una bolsa repleta de libros me siento feliz y ligero: con menos dinero en la cartera y dispuesto a aprender, a leer y a releer con empeño.

Las librerías me provocan dicha y aturdimiento. Aunque no compre finalmente, sus anaqueles, expositores y escaparates me procuran tal satisfacción que ese comercio ya no lo abandono para siempre. En Valencia me conocen en: Tirant Lo Blanch, con dependientes que te cuidan; en Libreria Viridiana, que vi crecer a Óscar; en La Casa del Libro Valencia, que es lugar en el que me abandono; y en La Traca, cercanos, lugar en el que empecé recién instalado en Benimaclet.

Me conocen, sí, y en algunos casos me gustaría perderme en ellas. No regresar a una realidad tan áspera. En la puerta de mis establecimientos favoritos debería figurar una advertencia: ‘Tengan cuidado ahí fuera’. Vamos, lo que aconsejaba el sargento Phil Esterhaus a sus muchachos: «Let’s be careful out there». Punto y aparte.

“¿Qué haces que no estás leyendo?”, podríamos decirle al amigo que se aburre, al adolescente que tontamente se consume.

Estemos en verano o e invierno, hagamos acopio de libros para un pasar, para pasar el mes. Es como cuando viene una guerra y acumulamos azúcar y aceite para sobrevivir. Sabes positivamente que esos alimentos son insuficientes, pero sabes también que ligan con cualquier otro producto para completar la dieta, para paladearlos.

Cuando acabe el mes quizá hayamos incumplido parte de los planes lectores que nos habíamos impuesto. Por ello, algunos de esos volúmenes regresarán a sus estantes sin haber sido completados. No importa. La lectura es un placer, un placer de los sentidos y del conocimiento, un plan de evasión y también un reconocimiento: a la inteligencia de los otros, a la sutileza con la que esos otros expresan las cosas, a la frase afortunada que justifica un libro, al párrafo que nos salva.

Dice Martin Amis que un buen libro es aquel que cuando terminas de leerlo te entran ganas de pagarle una copa a su autor. A mí me dan ganas de invitar a mis libreras (y a los caballeros) que me sugirieron un buen libro. Me procuran tanto placer que me entran ganas de pagarles un trago o, mejor, de levantar una Copa. Yo no soy del Gremio, pero las librerías se merecen un Premio.

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