Una madre quiere lo mejor para su hija, la mejor educación, una salud envidiable, una energía inagotable. Desea un marido que la cuide, que reconozca su belleza sin par, un marido que sea abierto y fiel, un esposo adinerado y bien situado, con un patrimonio ya hecho, con un capital en ciernes o al menos, un hombre con conocimientos, de trato fácil con gente bien.
Esa es la imagen que Ana Botella da de su futuro yerno en el volumen de memorias ‘Mis ocho años en La Moncloa’ (2004). De ese yerno que se casará con treinta años, Alejandro Agag, alaba su don de gentes, su optimismo, su carácter mundano, su capacidad para establecer relaciones. Hacia el año 2000, el futuro yerno es amigo íntimo de José María Aznaz Botella. Y en uno de aquellos veraneos en Mallorca surgirá el flechazo de Agag con Ana Aznar, que aún no llega a la veintena.
¿Quién es por entonces Ana Aznar? Es la hija del presidente del Gobierno, toda una joya muy preciada en el mercado de la soltería madrileña. «Ana Aznar tiene el rostro dulce. Con los años se le ha ido perfilando, pero la sonrisa ha permanecido como cuando niña miraba con ilusión las intervenciones de su padre. Y los aplausos. Nació en septiembre de 1981», en la revista ‘¡Hola!’
Por su parte, Agag tiene tratos frecuentes con la familia, no sólo por la amistad que mantiene con el hijo mayor, sino también por ser un subordinado del Partido Popular: secretario del ramo, de varios ramos, que el máximo dirigente aprecia. Es normal que una muchachita impresionable quede prendada de su facundia y de sus proyectos tan grandes y prometedores, cosas de finanzas. Agag abandona la política para dedicarse a la cosa bancaria y a estrechar vínculos con los magnates del automovilismo como Flavio Briatore o Bernie Ecclestone.
La joven Aznar Botella aún no alcanza la veintena cuando en Menorca se enamora en secreto, eso sí bajo la atenta mirada de la madre, que sospecha lo que pasa. En unas segundas vacaciones que la familia pasa esquiando, las cosas se confirman. Pero aún será un secreto a voces. Nada más sobrepasar la edad, los novios ya será oficiales. Las televisiones lo difunden y José María Aznar –Jose para Ana Botella– se entera de la feliz noticia regresando de Bruselas, tras asumir la presidencia temporal de la Unión Europea.
Se casarán en septiembre de 2002. Primero se estudia la opción de la Iglesia de San Francisco el Grande. «Todos somos de Madrid, sentimos esta ciudad como nuestra casa y está iglesia reunía todas las condiciones para celebrar la boda de mi hija menos una: estaba en el centro de la ciudad y habría causado muchas complicaciones», confiesa Ana Botella en sus memorias. Es por por lo que optarán por la basílica del monasterio de El Escorial.
Serán unos meses de locura, de preparativos sin fin. «Quise ocuparme de los más mínimos detalles y, en algunos casos, dedicarles una especial atención», añade. «Todo parecía estar bajo control cuando nos fuimos de vacaciones. El traje, el permiso de la Iglesia, los invitados, el catering, la decoración… ¡Hasta las mesas estaba colocadas!». Todo bien amarrado y a salvo de contingencias: quizá un pequeño accidente doméstico o las previsiones meteorológicas para ese mes de septiembre, el 5 de septiembre.
«En España las bodas se celebran, y se celebran mucho. La vida, al final, tiene su punto de ilusión, de puesta en escena, de una magia que reviste esos momentos y que los convierte en hitos en la vida de las personas», concluye Ana Botella con gran lirismo.
Será una boda grandiosa, con mil cien invitados, oficiada por monseñor Rouco Varela. Un enlace con numerosísimos amigos de las familias, muchos ellos de postín, entre los primeros: los Reyes de España, Tony Blair y Silvio Berlusconi y otros muchos que la ciudadanía desconoce en aquel momento. «Un recuerdo imborrable en mi memoria», confirma Ana Botella.
También será imborrable para todos los españoles. La grandeza, la ostentación, la exhibición de joyas, trajes, gente principal, harán del bodorrio un síntoma de la megalomanía. José María Aznar parecía haber perdido los concordantes, la cordura, la mesura. Luego hemos sabido que el evento que tantos miles de euros costó era la mínima parte de una herencia inmaterial, la que la pareja recibía, un patrimonio de lujos y conocimientos, de grandes contactos, de regalos exorbitantes.
Costear el convite en la finca de Los Arcos es un obsequio de primera. Ya sabemos que aceptar un regalo te obliga, te fuerza a entrar en un sistema de contraprestaciones. Lo que empezó siendo una donación gratuita acaba por ser un regalo a devolver equivalente o superior. ¿Cuándo empezó? ¿Qué fue primero, el presunto regalo de Francisco Correa, cabecilla de la trama Gürtel? ¿O, por el contrario, las prestaciones y las contratas del partido fueron previas?
La teoría del don, del regalo, nos la enseñó el antropólogo Marcel Mauss cuando estudiaba a los salvajes, a los primitivos. ‘Ensayo sobre el don’ (1925), se titulaba su luminoso estudio. La naturaleza humana no ha cambiado mucho. Seguimos siendo unos salvajes que esperan su recompensa; seguimos siendo unos primitivos que aguardan el obsequio que nos tenemos merecido.
El 5 de septiembre de 2002, ‘El País’ daba cuenta del feliz acontecimiento y precisaba algunos datos que se habían hecho públicos: «Aunque no se ha informado del coste de la celebración, puede estimarse en unos 120.000 euros, a juzgar por los precios medios fijados por la empresa que explota la finca. El pago será costeado a medias entre ambas familias y según La Moncloa el coste de los desplazamientos y alojamiento de los dirigentes extranjeros invitados a la boda no serán costeados con cargo al presupuesto público sino de su propio bolsillo».
Hay un pasaje de ‘Viaje al fin de la noche’ (1932), de Louis-Ferdinand Céline que me gusta citar. Dice así: «Decididamente, lo más interesante pasa siempre en la sombra. Nada se sabe de la verdadera historia de los hombres». La pesimista conclusión de Céline alude a nuestra incapacidad para ver, para descubrir lo relevante, para averiguar los manejos de los seres humanos, que obran tantas veces en la sombra.
¿A la sombra? Lo interesante pasa siempre a la luz, a poco que se mite bien. A poco que se mite bien, todo se sabe de la verdadera historia de los hombres. Años después de bodorrio, la prensa divulgó que una parte sustancial de los costes los abonó la trama Gürtel. De Francisco Correa, nada nos dice Ana Botella en sus memorias, a pesar de que lucía como un señor haciendo el paseíllo de entrada?
A despecho de ser la organizadora y celosa vigilante de los preparativos no parece que la mujer de Aznar se enterara o no quisiera enterarse. Con ello se cumpliría una maldición de la esposa pija: estar rodeada de dinero, estar sobrada de posibles, estar acostumbrada a los lujos, estar habituada a recibir regalos carísimos sin apenas percibir el exceso o averiguar la procedencia.
Todo era por la felicidad de Ana, de Ana Aznar, a quien la madre consiguió arrancarle un compromiso: que acabará la carrera, que completara su formación profesional para labrarse un destino independiente. Que se sepa, Ana Aznar y Alejandro Agag tienen ya cuatro vástagos, cuatro hijos. Desde luego, los hijos son un destino y no tienen precio: son un patrimonio inmaterial. Del material ya se ocupan otros.