Historias e historietas

Viñetas de posguerra¿Cuál es el poder de la creación? ¿Para qué sirven la literatura y la cultura, el grafismo y el ilusionismo? ¿Para qué sirve la fantasía? De entrada, para nada útil. Si somos fantasiosos, poca ventaja obtendremos. Al menos, la ilusión no puede emplearse inmediatamente, con un objetivo práctico. Las ilusiones no desempeñan funciones operativas: no son herramientas.

Las novelas, las novelas gráficas, las historietas, los tebeos no tienen una utilidad instantánea, pues. Pero son un medio de conocimiento y de instrucción moral. Aprendemos cosas, del aspecto de los personajes, de las circunstancias de los caracteres, de los episodios que viven o padecen. Y nos sirven para cotejarnos, para comparar lo que hacemos con lo que hacen esos personajes reales o inventados.

Los artefactos culturales, los relatos escritos, gráficos o audiovisuales, nos enseñan qué es el bien y qué es el mal, cómo obran algunos para achicar ese mal o para facilitar el bien. O, como diría Carlo Ginzburg, la cultura aumenta y entrena la imaginación moral: nos permite mirar y evaluar las conductas ajenas para así examinarnos a nosotros mismos según el principio de realidad.

Pero la cultura también es una enmienda de lo real, de esa realidad que se nos impone y que frecuentemente nos sofoca. O, por decirlo con frase de Cesare Pavese mil veces repetida: la cultura es una defensa contra las ofensas de la vida, una forma de enfrentar las afrentas ordinarias, esas cosas que nos ocurren y cuyo padecimiento tratamos de calmar. ¿Cuál es el principal daño que padecemos?

El hastío, sin duda. ¿El segundo dolor? La expiración, la muerte, por supuesto. La cultura es un instrumento glorioso, humano y elemental para retrasar esa muerte. O para compensar lo que la existencia nos arrebata. Con los artefactos de la cultura nos engañamos, nos ilusionamos, nos creemos mejores o superiores, nos confirmamos o nos conformamos. O, como diría Sigmund Freud, nos proyectamos para identificarnos, para sublimar lo bajo, lo ruin, lo penoso.

Las composiciones culturales son también un repertorio de voces, la restitución de los lenguajes que hablan los distintos personajes, esos que son duplicado o mala copia de personas reales y que leemos en las historias e historietas. ¿Cuál es el resultado de estas operaciones? Cuando nos adentramos en una novela o en un cómic es probable que leamos una suma de documentos posibles, textos con diferentes sintaxis y con distintos narradores, por ejemplo, que se expresan con variados giros y signos. Es probable que los veamos de modo distinto. Saber captar esa diferente entonación de los personajes hace grande a un autor y nos hace experimentar la verosimilitud de lo contado o mostrado.

Dentro de mí conviven muchos sujetos posibles, pero de esos personajes no lo sé todo: querría conocerlos, incluso caracterizarlos con precisión, hacer de ellos un ordenamiento. Eso mismo declaraba Honoré de Balzac en 1842, en el prefacio de La comedia humana. Pero ya no estamos en el siglo XIX. Frente al candor de Balzac –la posibilidad de presentar el elenco completo de los tipos humanos–, reconocemos la dificultad de saber cómo son de verdad los individuos: los reales y los literarios, los históricos y los inventados, los internos y los externos, los novelísticos o los tebeísticos.

Entre la transparencia y la negrura, el lector se empeña en conocer a esos interlocutores reales o imaginarios de los que algunas cosas se dicen y otras no, hablantes de un mundo interior o exterior, una pluralidad de gentes que no siempre nos dejan en paz.

Desempeñamos papeles diferentes, pero tenemos también significados distintos. Sólo la realidad y la vigilia nos obligan a establecer sucesiones obedeciendo variados códigos. Además, a esas muchas cosas que somos se añaden las que no somos pero con las que especulamos o cavilamos: las suposiciones que hemos desechado o los objetivos que hemos abandonado. O esos personajes que hemos hecho nuestros, esos tipos cuyas experiencias nos sirven para evaluarnos.

Lo no ocurrido también forma parte de nuestro yo virtual. Lo potencial nos pesa tanto como lo acaecido y experimentado propiamente. Y por eso también la cultura nos hace sumar lo que no hemos consumido o vivido. El despliegue de vidas posibles también enaltece lo cotidiano, cierto, pero ese hecho nos hace ver lo accidental de lo que realmente vivimos.

Vivimos más gracias a la hipertextualidad y a la hiperrealidad, decía Umberto Eco. Son instrumentos que multiplican los usos de la escritura y de la existencia, cierto. Nos quitan las rutinas dándonos posibilidades de restaurar lo pensado, lo escrito, vivido… virtualmente. Pero la vida de cada uno se acaba. Los artefactos culturales son textos cerrados con un número variable de palabras, con un número limitado de personajes y situaciones. O de viñetas.

En principio, no es posible modificar esas palabras, esos personajes, esas situaciones, esos dibujos. Parece una trivialidad, pero no lo es: el lector, capaz de rehacer el sentido una y mil veces al final tropieza con un texto y con unas imágenes que son como son, que no tienen remedio ni desenlaces varios, alternativos. Descubrir que la existencia se acaba, que las páginas se acaban, que las novelas o las historietas se acaban es hoy en día una enseñanza muy provechosa, una lección de humildad para todos nosotros, los usuarios de lo virtual.

Y fin. Pongo fin. Quiero ser breve. Yo no puedo acompañarles en Gandía esta tarde en la presentación de Viñetas de posguerra (PUV, 2013), de Óscar Gual. ¿Acaso por el mucho trabajo? No es trabajo ni docencia; es dolencia. Lo que quisiera es pedirles disculpas por no poder estar ahí. Ese malestar inespecífico al que llamamos gripe me impide desplazarme: primero gripe, luego bronquitis, ahora afonía. Nada grave: un trancazo, una molestia general. Es tan pedestre mi malestar que resulta hasta divertido.

Hoy resulta gracioso, sí. Hace unos años, este cuadro vírico me podría haber matado. La historia sirve, por ejemplo, para estas cosas: para saber a qué nos enfrentamos. El malestar no es cosa de broma ni de amenaza, sino de circunstancia: podemos bromear si tenemos recursos, defensas y conocimientos. Y conocimiento. En menos de un año, la dolencia la he padecido dos veces dejándome desarbolado. Tengo que decir lo mismo, pues. El cuerpo es el organismo que disfruta o sufre. Veamos lo segundo.

Es entonces, cuando estamos malos, cuando percibimos los límites, la inconsistencia. Y es entonces cuando suelo pensar en La montaña mágica (1924), de Thomas Mann. ¿Recuerdan? Davos, Hans Castorp, un sanatorio suizo. Lo primero que uno evoca al acceder a ese mundo es que efectivamente es el mundo de ayer, como dijera Stefan Zweig. La acción transcurre antes de la Gran Guerra, antes de 1914, en un balneario de los Alpes. La montaña mágica es una de las grandes novelas simbólicas de Mann sobre la Europa burguesa, sobre la historia contemporánea, sobre el arte y la sublimación de lo orgánico y lo material, sobre la enfermedad. Sobre 1914.

Es simbólica porque el espacio, el tiempo y los personajes representan una cosa diferente a lo que creemos. El sanatorio para tuberculosos es algo así como la Europa de preguerra: un sitio estancado, mórbido, frío, un islote desierto. Hans Castorp es un joven huérfano, de origen comercial, que acude al balneario de Davos. Un burgués, un tipo próspero pero aún por definir, alguien de buen linaje y de destino incierto. Settembrini y Naptha, educadores de Castorp, encarnan las grandes posiciones ideológicas de Occidente: lo racional y lo pasional; el iluminismo y el romanticismo. Etcétera. El fin de este mundo aquietado viene con la Gran Guerra, con el alistamiento: todo se viene abajo… Como uno mismo. Hace un siglo de todo esto. No le daremos más vueltas. Me encuentro mal y no puedo acompañarles. Y bien que lo lamento.

Óscar Gual es un tipo serio, formal, trabajador y muy agudo, muy ingenioso. Su análisis del cómic de la posguerra española es sencillamente abrumador, canónico. Quiero decir: examina Roberto Alcázar y Pedrín (1941) y El guerrero del antifaz (1944) y observa con detalle y detenimiento los menores indicios para sacar provecho. Es como un minucioso entomólogo (perdonen el tópico): un analista que ajusta la lente para ver lo que a simple vista no se distingue. Lo cual es paradójico, pues las historietas fueron concebidas para ser vistas sin esfuerzo, para ser absorbidas sin digerirlas. Sin embargo, todo artefacto cultural tiene contexto y tropezones: a poco que paladeemos el producto advertimos lo que por desidia no advertíamos. A Óscar Gual no se le pasa nada. Y lo hace con una prosa correcta, atractiva, por momentos cautivadora. Le dirigí la tesis doctoral y bien que me felicito de ello. El tribunal era de postín y la evaluación fue la máxima.

No se pierdan este libro, ‘Viñetas de posguerra’. Yo aprendí mucho del franquismo gracias a las fantasías anacrónicas de los dibujantes. El franquismo fue un régimen fantasioso y fantasmagórico: como son los tebeos. Pero fue también un sistema cruel, represivo. El cómic permitió sobrellevar lo que era crueldad y malestar. Óscar Gual nos lo hace ver sin condenar a quienes concibieron aquellas historietas y a quienes disfrutaron aquellas historias.

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