De Ramón Eder ya había escrito antes, tras leer La vida ondulante (2012), una antología de sus primeros libros de aforismos. Ahora, Eder ha tenido la gentileza de remitirme Relámpagos (2013).
La editorial en donde publica este volumen se titula muy oportunamente Cuadernos del Vigía, de Granada. La colección la codirigen Erika Martínez y Miguel Ángel Arcas. Doy tanto dato, preciso tanto estas cosas, porque con Erika me siento en deuda desde hace muchos meses. Tuvo amabilidad de pedirme un artículo sobre el aforismo para un número monográfico de Insula y mi mala cabeza y mis estupores personales me impideron cumplir con tan generoso encargo. Lo lamento tanto que tenía que decirlo aquí.
Las ediciones de los Cuadernos del Vigía son bellas, sencillas, el papel es de tacto agradable, recio. La cubierta el libro de Eder es de gran inenio. Esas letras que no son sílabas y que caen sobre un ser humano forman una imagen inquietante, poderosa. Cuidado con la letra impresa, parece decir esa ilustración.
Los aforismos de Eder son iluminaciones (no al modo de Walter Benjamin, o no explícitamente). Son eso, relámpagos que suenan, que truenan. Y que iluminan. Hay que ponerse a cubierto. Si un rayo te alcanza, te derriba: como le sucede al pobre personaje cuya silueta en negro nos indica que ha quedado tocado, seriamente tocado. Como seriamente tocado queda el lector de este libro. Pero no porque los aforismos de Eder sean flatos o rayos expelidos a la manera de un Júpiter tonante. No, el autor no se hincha.
Cómo expresar la alegría que experimento por haber leído este libro; cómo decir que me siento afortunado por haber disfrutado de estos pensamientos de apenas dos líneas; cómo manifestarlo… Pues de la peor manera posible. Sin hacer economías verbales, extendiéndome, alargándome y así contraviniendo el precepto de todo buen aforista: sea breve.
Me interesa el tipo humano que se expresa en este libro, cómo enuncia cuatro cinco verdades fundamentales, cómo enumera destellos que ha tenido y que, imagino, se ha apresurado a anotar. Lo siento, pero la imagen se impone: yo siempre supongo al buen aforista anotando en libretitas, en billetitos, antes de que la idea expresada se desvanezca. Porque un aforismo no es una idea, no es ni siquiera una idea registrada verbalmente.
A la manera de Eder, es una idea sencilla expresada con profundidad, con ironía, incluso con sarcasmo. Un aforismo es una ocurrencia convertida en ingenio escrito. Es idea recibida o tópico a los que se les da la vuelta y otra vuelta más: no para servirlo como plato obvio, sino como pensamiento imprevisto.
Tomar frases hechas, predecibles, expresiones vulgares o tradicionales, refranes, viejos adagios para alterarlos, para desactivar esas ideas recibidas, esas evidencias pomposas o de baratillo. Eder elabora un volumen de gran coherencia, que no sé si eso es un elogio para un aforista. Tiene gran coherencia no porque todo encaje, sino porque el autor se retrata a pedazos.
Al leer a Eder tengo la impresión de tratar con un tipo conocido: alguien irónico, socarrón, levemente escéptico, sanamente sentimental y esperanzado; alguien dispuesto a vivir sin penarse, sin arrepentirse, aceptando la tragedia que es la vida, su brevedad y su sinsentido. Eder le saca sentido y punta a las cosas gracias a que afila ideas, las condensa, las sintetiza. Con ello nos hace un gran servicio.
Descree de la cultura del mamotreto, pero a la vez se aleja del pensamiento corto y fácil. Eder es breve pero profundo, jamás trivial. ‘Relampagos’ es el retrato del aforista impenitente, el retrato de quien se perfila y se encuentra examinándose y examinando las sentencias que pronuncia o propele.
No pide disculpas por pensar, no se arrepiente de sus ideas. Si no fuera por el humor, muchas de esos enunciados podrían ser graves o banales. Pero como todo el libro de Eder es exactamente humorístico, en el sentido disolvente de la expresión, pues el resultado es inteligente.
Tiene mucha gracia, que no es lo mismo que ser gracioso. Es otra cosa… Está tocado por la gracia de la comicidad cáustica y el lector lamenta que el volumen se le acabe entre las manos. Vamos, que no se nos cae el libro. De las manos no sólo se caen los mamotretos. También los librillos, si son una pesadez.
El de Eder es de una liviandad y de una sutileza tales que lo leemos con ahogo y desahogadamente: con inquietud, aprendiendo y forzándonos a mirarnos a nosotros mismos. Lo normal en estos casos es que quien escribe sobre un libro de aforismos, yo mismo en este caso, ponga unos ejemplos extraídos del volumen. Pues yo no haré tal cosa.
Los jirones están en la obra, no son versos sueltos. Confíen en mí. Por eso, no les pondré ningún ejemplo. Si quieren regalarse inteligencia y humor, si quieren asearse, si quieren orear el aire remansado de nuestras cavilaciones más tontas, lean a Eder. Cómprenlo. Me lo agradecerán. No me lo prescribió un doctor: me automedico.