La existencia de cada cual es un repertorio de relatos, propios y ajenos, los cuentos que nos han contado y que se remansan en nuestras respectivas memorias, y los cuentos que nos contamos a nosotros mismos.
¿Para qué? Para que cada cual haga la historia de su vida, para que cada uno dé asiento y coherencia autobiográfica a lo que le ha sucedido.
La verdad, la correspondencia de lo relatado con lo ocurrido, es difícil de determinar y de precisar, y la autentificación de los avatares acaba dependiendo del sentido que se les dé.
De hecho, ese sentido cambia y lo que antes fue destino ciego y herida, luego puede ser vicisitud menor.
Por eso nos contamos tantas historias y observamos tantos rostros justamente. Para evaluar qué parte hay de azar, de feliz casualidad en la dicha o en la desdicha presentes.
Para medir hasta qué punto nuestras respectivas vidas confirman las previsiones que sobre nosotros habían volcado los mayores.
Para sopesar hasta qué punto hay algo de libertad y de creación personal, hasta qué punto somos capaces de sobreponernos a las circunstancias que nosotros no hemos elegido.
Para afirmar nuestra independencia y, a la vez, para saldar cuentas con un pasado que nos pertenece y en el que nos vemos actuando con incertidumbre, con brutalidad, con audacia o con mansedumbre.
Los historiadores reconstruyen el pasado que hemos perdido (perdido pero latente), ese pasado verdaderamente irrestituible y ya inexistente. Lo hacen con testimonios diversos, con perspectivas más o menos numerosas, que son sobre todo variaciones de un archivo, de un registro. No siempre tenemos la posibilidad de verificar esos testimonios que allí se reúnen.
Cada uno de esos testigos nombra lo real de modo diverso o, incluso, lo oculta, lo maquilla, lo tapa, empleando sus recursos, los propios o los heredados. Al hacerlo así, al designar el mundo, cada uno le da un sentido y una variación, un orden y una narración diversos. Los ojos miran de diferente forma y las voces lo expresan de modo distinto.
El pasado es inaprensible para el contemporáneo, es materialmente irrecuperable, y por eso mismo dependemos de los relatos que nos legan, de las historias que nos cuentan. Pero, como esas versiones no son necesariamente compatibles entre sí ni nombran lo pretérito del mismo modo, el individuo es hoy un depósito de narraciones heredadas y con frecuencia mendaces, contradictorias y explosivas.
De ahí la necesidad del historiador, un profesional que con exquisito cuidado ha de actuar. Como si de un artificiero se tratara: debe desactivar los relatos rencorosos que aún nos dañan, aquello que aún nos amenaza y que es fruto de la manipulación o de la mentira.
El historiador no debe maquillar, engañar, empañar. No suaviza ni atempera. Ha de desvelar, abrir, frotar y limpiar la herida. Pero no para sajar y zanjar. Porque si obra con ligereza o contraviniendo sus protocolos, entonces el pasado le explota: y ahí sí que se abren zanjas.
Quien investiga y lee, quien reúne testimonios, no pretende hacerlos todos compatibles. Aspira a algo más llevadero: a abrir la mente al conocimiento y no al reconocimiento ni al hostigamiento.