Cuando a Umberto Eco le preguntaron qué había pretendido con il nome della rosa (1980), qué tesis encubierta había tras la peripecia filosófica y policial, qué mensaje quería transmitirnos, confesó algo bien simple. En las Apostillas a El nombre de la rosa dice: “Escribí una novela porque tuve ganas”. Por puro placer.
“Empecé a escribir en marzo de 1978, impulsado por una idea seminal. Tenía ganas de envenenar a un monje”. Una idea seminal. Tenía ganas de envenenar a un monje.
Hay que admitir que a Umberto Eco el crimen se le fue de las manos. Al final no envenena a uno, sino que asesina a varios monjes. Con ello comete un maldad: rendir homenaje a Jorge Luis Borges (Jorge de Burgos) y de paso poner a trabajar a dos detectives de mucho ingenio: Guillermo de Baskerville y Adso de Melk (simpáticos remedos de Sherlock Holmes y el Dr. Watson).
Asesinar a varios monjes en la ficción puede ser más o menos divertido o más o menos espantoso. Pero, sin duda, no tiene consecuencias penales en la vida auténtica. Si la novela hubiera servido como pista o acicate para cometer un crimen a este lado de la realidad, entonces Eco habría sido un irresponsable o todo lo contrario: un tipo que sabía conscientemente el efecto de su broma. Habría sido responsable.
Umberto Eco quería matar uno o varios monjes, cierto. Para ello no encontró mejor decorado ni mejor contexto cultural que el que le prestaba la Edad Media, una Edad Media que él conocía bien, desde sus tempranos estudios sobre la estética imperante en esa época y desde su tesis sobre santo Tomás. Del Medievo sabía bastantes cosas, añadió Eco.
En cambio, del mundo contemporáneo decía tener un conocimiento deficiente, al menos insuficiente. O porque vivimos al día sin hacer muchas cogitaciones sobre lo que nos ocurre; o porque nuestras fuentes de información son escasas, poco fiables; o porque no contrastamos adecuadamente los datos; o porque lo contemporáneo está inacabado y, por tanto, nos falta perspectiva.
Como dijo aquel mandatario chino cuando le preguntaron sobre la Revolución francesa: aunque han transcurrido dos siglos desde que estalló, no puedo pronunciarme; la verdad es que ha pasado poco tiempo. Se non è vero, è ben trovato.
Cuando a Eco se le ocurrió localizar su novela detectivesca, en la Edad Media, no había experiencia previa de esos exteriores policiales. No había experiencia previa sobre ese uso de lo medieval. Había una dilatada tradición de ficción policial que se remontaba a Edgar Allan Poe, por supuesto, y había un género histórico de novela ambientada en el Medievo que tenía su arranque y difusión en el romanticismo. Lo que Eco hizo fue aunar dos manifestaciones o dos mundos literarios que hasta entonces habían estado separados.
Avecindar estéticamente lo que nunca fue solidario o común es un procedimiento posmoderno, nos guste o no nos guste el calificativo. Reunir lo que estaba disperso y jamás había convivido es una operación posmoderna. El posmodernismo admite que ya está todo inventado, que ya está todo probado, que ya no hay vanguardia a la que sobrepasar.
Lo que nos queda es una tradición con múltiples recursos que tal vez puedan volver a usarse con ironía, mezclando lo que no se disuelve, con aleaciones insólitas. Quizá esto no sea tan audaz y lo que el posmodernismo predica es algo remoto. En todo caso, para nuestro gusto y nuestros fines, el primer autor conscientemente posmoderno fue Jorge Luis Borges, que practicó una literatura del agotamiento, según diagnosticara John Barth.
La vida imita al arte, insistía Vivian en La decadencia de la mentira, de Oscar Wilde. Lo que nos dicen los posmodernos es que la originalidad creativa en que creyeron los modernos está agotada y que hay un horizonte de logros insuperable, lo que nos obliga a regresar de algún modo a la tradición.
Por ejemplo, adoptamos una historia ficticia de apariencia realista, hecha con materiales reconocibles y es allí en su interior en donde comprobamos que, en efecto, la vida y el arte son difíciles de discernir, pero eso se dice en el seno de ese mundo posible que es la novela y lo dice un personaje que es invención.
Con otras palabras, quien dice que la vida imita al arte, incluso al arte malo, a las mentiras que se dan en el arte, es él mismo una creación. Pero hay más. Esas reproducciones de la vida real —que es a la vez imaginaria por estar aludida en una novela y que se dan en el interior del mundo ficticio— están ya degradadas por su frecuente uso, copia e imitación.Vivimos una época de lectores resabiados, con consciencia de parodia, de collage. Somos avatares que rellenamos.
Yo mismo mientras escribo esto me veo impostado o impostor, repitiendo lo que mil veces ya he dicho, lo que otros ya dijeron. Tengo una virtud (de la que no soy el único representante): alguna vez digo cosas interesantes. No está mal, ¿eh? Pero siempre, siempre, las digo con unos minutos de retraso, con un margen de torpeza, y por tanto repitiendo lo que ya alguien había dicho. Esto mismo, esto que ahora leen, lo pensé hace muchos años y luego escribí un artículo para El País. Y, ahora, me veo reiterando lo mismo de otro modo.
Maldito posmodernismo.
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