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Breaking Bad
¿Qué puedo hacer?
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Llevo días pensativo. Dándole vueltas al tarro, como dicen los modernos. ¿Los modernos de cuándo…? Tras semanas y semanas viendo y volviendo a ver Breaking Bad (2008-2013), no dejo de comparar los avatares que Walter White y Jesse Pickman deben afrontar en las cinco primeras temporadas con lo sucedido en la llamada temporada final. Lo que aquí digo puede destapar cosas de la trama. Por tanto, quedan avisados quienes no deseen ser sorprendidos con molestas revelaciones (spoilers).
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Breaking Bad es una serie televisiva que Vince Gilligan produjo para la Sony, es decir, fuera de los circuitos de cable tradicionales. Era una apuesta arriesgada. Con varones complejos y acomplejados, difíciles, según Brett Martin (
Hombres fuera de serie, Ariel, 2014). Con individuos sombríos, aquejados por vicios, por debilidades. Con historias que no acaban de cuajar. Con situaciones humanas que no tienen remedio… Cuando Martin publicó su libro, la mar de interesante (en el que
Los Soprano, 1999-2007, cobra toda su dimensión e importancia), ‘Breaking Bad’ no había concluido. Por tanto, lo que él esperaba de la serie no se cumple. Trataré de razonar por qué.

El final de Walter White, el protagonista de
Breaking Bad, me decepcionó. No me refiero a su muerte, previsible desde un principio. Me refiero a esa manía folletinesca de hacer que todo case, que los personajes reciban su merecido, que el bien (aunque sea un bien a medias) triunfe sobre el mal, sobre el mal absoluto, que la trama y la textura se fijen, que el orden se rehabilite.
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Me decepcionó la solución que Vince Gilligan dio a la conversión de White en monstruo. Lo tenemos hecho una criatura espantosa moralmente, repugante. ¿Ahora qué hacemos? Como había realizado estudios de mercado, el creador sabía que la audiencia común (estamos en la Sony y allí no se andan con chiquitas) difícilmente podía tolerar un final a medias, inconcluso, ambiguo, incluso absolutamente desastroso. En Los Soprano, un fundido a negro es extraordinariamente elocuente… La suerte de White se enrevesa en los dos últimos capítulos de la serie y a partir de ahí Gilligan no deja cabo suelto y, por tanto, hay una redención.
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Los prodigios son creíbles en las Sagradas Escrituras, pero el martirologio voluntario y desprendido es poco verosímil en la vida real. En las ficciones, menos aún. Desde la Biblia hasta nuestros días, los lectores y los espectadores sabemos que las cosas acaban mal cuando empiezan requetemal, que lo que va torcido aún puede torcerse más, que la vida es un Valle de Lágrimas, que no hay esperanza: no sólo para mí; tampoco para los míos. El mundo es un asco y el futuro no nos depara nada bueno.
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Tenemos a un profesor de química que se convierte en Heisenberg, el enemigo público número uno: ‘cocina’ con Jesse Pickman metaanfetamina de altísima pureza que luego será distribuida por distintos narcos. Un tipo así, que dice hacerlo todo por su familia, que dice entregarse a la corrupción y a la violencia por sus hijos y esposa, no puede ser tan listo como para dejar arreglado el porvenir..
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Yo me inmolo por vosotros, salvo a Pickman (joven a quien ayudo a escapar), conservo un patrimonio de millones de dólares para mis parientes y de paso me hago desaparecer. Mi nombre quedará como leyenda. Recordad mi nombre. Un mártir, ya digo.
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Sin duda, ese final es bíblico y consolador: alguien repara parte de los males que ha cometido y asciende al cielo, al cielo de la popularidad. White no es tan malo. Heisenberg aún conserva algo de humanidad. La muerte es su redención. Es un final crístico. De Cristo decían que era un falso mesías, que corrompía. Sin embargo, él recaló aquí a entregarse, a salvarnos de nuestros propios pecados. Y ya ven: se quedó entre nosotros por los siglos de los siglos.

.Con el protagonista de
Breaking Bad no pasará exactamente lo mismo. Todo es ya perecedero y, como seres inconstantes, los espectadores olvidaremos el suplicio al que fue sometido el personaje que encarnaba Bryan Cranston. Eso no le impedirá cosechar Premios EMY y el aplauso del público. Pero la fama es efímera.
Lo primero que despierta el protagonista es simpatía, desde luego. Estamos ante un hombre cabal. Hablamos de Walter White alias Heisenberg (como el célebre físico que estableció el principio de incertidumbre), un profesor pusilánime afincado en Albuquerque (Nuevo México).
Hasta un determinado momento es profesor de química. Cuando se revele que probablemente tiene un cáncer terminal de pulmón se dedicara a la fabricación y tráfico de metaanfetamina de la que extraer dinero, mucho dinero con el que asegurar el futuro de su prole.
A lo largo de su embrutecimiento comprobaremos que es cerebral y a la vez irreparablemente desastroso. Es muy difícil ser un tipo desastroso todo el tiempo: hasta los individuos lamentables precisan sentar la cabeza o tener gestos de nobleza. Los tiene, los tiene. Pero los gestos provocan consecuencias y los efectos de nuestros actos no siempre podemos controlarlos o calcularlos.
Vince Gilligan prefirió dejarnos con la épica de un mártir que se redimió. Lo prefirió a mostrar la tragedia hasta el final. Eso es lo yo he echado de menos: la tragedia sin reparos y sin reparaciones. Por lo demás, la serie muy bien, incluso excepcional: la producción de una temporada completa costaba 40 millones de dólares. Imaginen la puesta en escena, la fotografía, el sonido, el dispendio.
Vivo desnortado.