Para qué nos sirve la historia. Es un instrumento altamente delicado. Puede ser empleado para trastornar, para agitar conciencias y de paso para vivir el pasado como una laceración o un triunfo.
No es esa historia la que nos complace a los profesionales. No es esa investigación la que nos confirma. La historia no confirma, no corrobora, no establece o fija de una vez para siempre.
Sin duda, la historia, la mejor historia, sirve para no manipular, para no alterar el dato y su sentido, para no rehacer lo que ya tiene significado compartido, para no inventar lo que ya está dicho y aceptado, para no reacomodar las informaciones que no nos acomodan.
La historia nos ha de perturbar, nos ha de inquietar. Eso, como mínimo.
El joven se acercó al encerado. Se sentía cohibido, tal era la crueldad de sus compañeros, esa cobardía con la que todos acogían el error ajeno. Siempre era lo mismo, la rechifla general.
Tomó aire y respondió tajante, con determinación, a la pregunta formulada. No la había leído en el manual, sino en un volumen que su padre disponía: algo muy raro, pues en casa no había muchos libros y menos de historia. Pero Fernando S. se lo había aprendido con orgullo. Aquello le parecía valioso y verdadero.
El profesor, con malas maneras, había aprovechado para dormitar una siesta intermitente recostado en el pupitre. Fernando S. ignoraba su reacción y, por ello, procuraba pronunciar su disertación en voz baja. Para no molestar su sueño.
Mejor así. Siempre avinagrado, la brusquedad del profesor no tenía límites. Castigaba los errores con violencias. Bofetones, capones. Por supuesto, lanzaba los borradores con furia y…
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