La Valencia demente

Algunos no nos resignamos a la fatalidad. O eso creemos. Cada año nos ponemos a escribir sobre las fiestas josefinas, sobre el 19 de Marzo.

Con reiteración cíclica y con escepticismo nos pronunciamos acerca de las Fallas. Nos ponemos dignos para lamentar su deriva y para deplorar la explotación agónica y demagógica de la alcaldesa de Valencia.

En ‘La farsa valenciana’ (2013) dedico unas páginas a este ciclo previsible, a las Fallas como reiteración. Y también en mi ‘Bestiario español. Semblanzas contemporáneimageas’. (2014), doña Rita Barberá comparece para agravio nuestro.

Cada año nos caen, llovidos del cielo, miles y miles de euros. Los negocios se revitalizan, la valencianía reverdece y los alcoholes fluyen. Los literatos locales y sus dueños se ponen fenicios y cursis. Hay una pestilencia de orines. Loores y olores.

Mientras tanto, miles y miles de valencianos procuran escapar: huyen de una fiesta, de una saturnal que es ya el infierno tan temido. Quienes criticamos, dudamos o simplemente deploramos el estado rutinario e invasor de los Falleros somos objeto de rechifla o ultraje.image

Aquí, todo vale. La demagogia es una exaltación de lo popular, de lo que previamente ha sido definido como popular. Es un extremismo: una celebración incondicional del pueblo y sus virtudes, de la comunidad y sus valores, de sus representantes y sus cualidades. El plebeyismo es un encomio de los rasgos y las habilidades que presuntamente definen lo común.

Algunos letraheridos llevamos años y años diciendo las mismas cosas, repitiendo lo de siempre, reescribiendo lo dicho, criticando las dejaciones de los munícipes. Exactamente hace doce meses, yo mismo escribía:

«El rugido comunal de Rita Barbera da inicio a días y días de regocijos públicos. Los que escribimos siempre decimos lo mismo y, por supuesto, eso que reimagepetimos no sirve de nada: la mayor parte de las Fallas se desparraman en cientos de calles, se agigantan inúltimente y, de paso, exaltan lo obvio, un concepto artístico que a muchos nos produce escalofríos».

La ciudad se desparrama, sí. Durante semanas de ruido y furia, de mugre y meadas, la convivencia se resiente. La ciudad tomada… Carpas gigantescas, verbenas inacabables, musiquillas kitsch, percusiones primitivas y gritos más primitivos y ultrajantes («al bote, al bote, maricón el que no bote»).

Calles cerradas, inhabilitadas, con soberbia peatonal; miles de paellas humeantes, siempre aceitosas; luces de feria, millones de farolillos y perillas.

¿Qué más vemos? Pues los monumentos. La mayor parte de los cuales tienen una estética rancia y castiza: con protagonistas carnosas y varones escuchimizados. Muchos monumentos son ciertamente disuasorios.

Los aceites de buñuelos y churros asfixian con su pestuzo de refritos; las explosiones nos aturden, el insomnio nos enloquece: proyectiles de gran resonancia estallan siempre a nuestro lado.

Todo parece un frente de batalla, con cohetes irresponsablemente lanzados. Mientras tanto, la alcaldesa, doña Rita Barberá Nolla, padece detonaciones periódicas y una ronquera que da pánico, auténtica lija de licores.

Somos muchos los que ya no soportamos este botellón multitudinario y su estadio superior: el vandalismo. El incendio de papeleras y contenedores, de mobiliario urbano bate el récord. Mientras tanto, la Mare de Déu, que debería velar por todos nosotros, no nos asiste, deja hacer. Siempre la vemos muy pagada de sí misma. Con su manto de florecillas y sin mover un dedo. Ni uno.

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