Cero. De entrada pido perdón por hablar tanto y tan seguido de una cosa abstrusa (que no absurda): el partido político. En la España del último franquismo los parafraseos, las paráfrasis y los sobreentendidos eran lo corriente.
A ver si esto que digo sirve para entender lo que pasó y lo que aún nos pasa. No hablo en concreto de ninguna formación, pero en todas ellas veo lo que digo. Empecemos con esas cuatro trivialidades bien sabidas que se me permitirán. Lo diré dos veces, no sé si con las mismas palabras.
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Uno. «Los partidos parten», decían algunos de los intelectuales más refinados del franquismo penúltimo, aquellos que veían con hostilidad y temor toda apertura política. Si no recuerdo mal, fue Gonzalo Fernández de la Mora uno de los primeros que pronunció esta ocurrencia. Descendía de monárquicos ultras y sus ideas eran propias de un modernismo reaccionario, ajeno al catolicismo social.
Fernández de la Mora era por entonces, por los años sesenta y sententa, un intelectual muy leído: tanto en el sentido de que él tenía una sólida formación antilberal…, como en el otro: en la acepción de que le leían como editorialista de ABC durante la década prodigiosa.
Fue ministro de Obras Públicas posteriormente, entre 1970 y 1974 y popularizó la fórmula de ‘Estado de Obras’. Frente a las ideologías, frente al comunismo, frente a los partidos, el régimen del Generalísimo puede ofrecer una contrapartida: los Planes de Desarrollo y, sobre todo, la creación de una infraestructura material. Los partidos, pues, son una perturbación para un Estado tecnocrático.
Luego otros ministros del Caudillo –como Alfredo Sánchez Bella— insistirán en este aserto: justamente tras el asesinato del almirante Carrero Blanco (1973) y justo cuando comenzaba el Espíritu del 12 de Febrero (1974), fórmula que compendiaba la declaración de intenciones y la Ley de Asociaciones que inició Carlos Arias Navarro. ¿Qué era tal cosa? Una tímida apertura del Régimen que reconocía la existencia de cierto y limitado pluralismo.
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Dos. Pero volvamos a don Gonzalo. Al fin y al cabo, él se especializará después de la muerte de Franco en la partitocracia. Ya no hay asociaciones políticas. Hay partidos. Temeroso de la «sopa de siglas» (es decir, de la multiplicación de partidos tras años de prohibición y persecución), Fernández de la Mora nos advertirá contra sus males. Contra los males de la partitocracia.
Qué paradoja: don Gonzalo estudiaba un vicio del sistema de partidos justamente cuando en España aún no había partidos legales y reconocidos, sólo un Movimiento presuntamente unificador heredero de una dictadura (1937). Fernández de la Mora se equivocó de tiempo y de objeto de conocimiento. Insistió en el error.
O, mejor aún, quiso advertirnos de los males que se nos venían encima si se institucionalizaba un sistema de partidos. Don Gonzalo parecía no darse cuenta de que Falange Española Tradicionalista y de las JONS, luego Movimiento Nacional, era un partido: el partido único.
¿Parecía no darse cuenta? No. Simplemente, los ‘nacionales’ habían negado bien pronto que el Movimiento fuera un partido. El régimen de Franco era una «democracia orgánica», decían, basada en la recia o en la rancia tradición española, una democracia con representación estamental, según expresión de la época. Por ello, los sistemas inorgánicos (como el régimen de partidos) no pertenecía a la Nación. Un galimatías, sin duda. Fernández de la Mora era algo más refinado que todo esto: se inspiraba en Daniel Bell y en Raymond Aron, dos sociólogos muy apreciables, dos conservadores esforzadamente anticomunistas que analizaban el capitalismo posideológico. Pero lo dicho por don Gonzalo era la versión castiza del fin de las ideologías.
Él, Fernández de la Mora, estaba en plena campa de difusión de El crepúsculo de las ideologías (1965), uno de los libros cimeros del penúltimo franquismo y, claro, le convenía subrayar el acierto del Régimen: no hay ideologías omnicomprensivas que se opongan, que estén en liza, en la España del Caudillo. Eso es cosa del pasado y de los totalitarismos, del bolchevismo. Ahora toca tecnocracia. Y toca bienestar. A Dios rogando y con los alicates apretando. Los partidos parten. ¿Pero qué es un partido? Para la cultura política de la época, un partido político era un arcano, algo tendencialmente peligroso. No había cultura democrática…
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Tres. Un partido es una organización, es decir, una estructura y una jerarquía concebidas para la lucha electoral, para hacerse con el poder. Debe aunar voluntades y, por tanto, sus militantes, simpatizantes o simples votantes deben ser convencidos para que empujen en una misma dirección. Esto es, todo se concibe para obtener ese triunfo electoral que aupará a los dirigentes de la organización.
Porque, en efecto, un partido no es sólo (o principalmente) la suma de sus miembros: es sobre todo un liderazgo que congrega y dirige, que representa y vela por los intereses que la organización dice encarnar. Su funcionamiento interno y sus luchas externas tienen ese fin y, por tanto, no es necesariamente una comunidad de individuos iguales, sino una asociación en la que hay un reparto desigual del poder y de la influencia.
Precisamente por eso, no es extraño que los partidos –que son un instrumento esencial de la democracia parlamentaria, del sistema representativo– tengan las tensiones características de toda sociedad. En los grupos humanos, hay ambición, egoísmo, rivalidad, altruismo, entrega, abnegación, soberbia, estulticia y laboriosidad.
Nada de eso puede ser extirpado –como dicen desear los tiranos– sin amputar la condición humana y, nos guste o nos disguste, esas virtudes y esos vicios acompañarán a quienes militen en un partido: no son su segunda piel, sino su misma condición humana. ¿Hay modo de frenar lo peor que puede darse o hallarse en un partido?
En un sistema democrático, el partido no puede profesarse como antidemocrático y, por tanto, los estatutos que regulan su funcionamiento imponen una forma institucional que no contradiga los principios constitucionales básicos. Ahora bien, en el seno de la organización no hay sólo estructuras: hay individuos que trabajan por el partido y éstos, lógicamente, tienen intereses a veces comunes, a veces dispares, y, por ello, alientan colusiones y colisiones, ambiciones y servicios.
De lo que se trata es de que esas ambiciones y servicios no se empleen para perpetuar a los dirigentes que se han alzado a dicho puesto gracias a sus cualidades o a sus manejos. De lo que se trata, en fin, es de que el funcionamiento interno sea lo más democrático posible: que su concurrencia a las urnas sea lo más transparente posible y que, por tanto, los cargos sean efectivamente revocables. Una parte de lo que se llamó el desencanto, la decepción de nmerosos votantes con la democracia recién estrenada, se basó en esto: en la profesionalización de los cargos, en la perpetuidad de los empleos.
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Cuatro. Un partido político es una organización cuyo fin es gobernar: acceder a los puestos de responsabilidad institucionales en que se toman las decisiones. Las decisiones son las leyes, las normativas, los reglamentos, los códigos, etcétera, que rigen las acciones y las relaciones de los ciudadanos. Como vivimos en una sociedad que precisa del orden, el orden de los individuos es el marco posible de sus actos. Hay cosas que pueden hacerse y cosas que no pueden hacerse; cosas que se pueden hacer en la esfera privada y cosas que no se pueden hacer en la esfera pública.
La distinción entre lo público y lo privado es constitucional, es fundacional en nuestra sociedad. Lo político, todo lo que forma parte del sistema político, es propiamente público. En principio, lo público es lo que a todos pertenece y lo que puede mostrarse, lo que no está sometido a secreto o a reserva, como precisó Georg Simmel. Lo privado es el acuerdo entre particulares, sus convenios; en cambio, lo reservado es aquello que no debe ser visto u observado sin la autorización del individuo o de los individuos relacionados.
En principio, lo privado es lo particular, pero sobre todo es lo individual. Ahora bien, los individuos emprenden acciones, pero no todas las acciones son privadas: no todas puede permanecer al margen del control público. Los partidos políticos son instituciones públicas. Tratan de los asuntos generales, tratan de los intereses generales y tratan de establecer las normas que protegen lo privado y los códigos que salvaguardan lo público. Para lograrlo han de acceder al poder. El poder es la capacidad que se tiene para obligar a hacer algo, indicaba Max Weber.
Estas cosas las sabían los constitucionalistas de 1978, aquellos que redactaron la Carta Magna a partir de una experiencia personal y familiar, a partir de unos conocimientos técnicos, a partir de unos dolores y desgarros, a partir de unas expectativas.
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Cinco. En principio, todos los recursos del partido se orientan a tal fin: la obtención del poder. ¿Y cuáles son esos recursos? En primer lugar, sus militantes, el número mayor o menor de personas que integran la organización. En segundo lugar, sus pertenencias (sedes, bienes materiales, etcétera), una suerte de patrimonio material con que hacer frente a sus reuniones, a sus obligaciones. A la vez, un partido político es, en sí mismo, un recurso de la democracia, un instrumento del sistema.
Como la mayoría de los ciudadanos suelen desentenderse del esfuerzo político, la democracia representativa funciona por delegación: funciona gracias a los partidos, instituciones reconocidas que compiten entre sí para lograr el mayor número de representantes en el Parlamento: lo que serán las Cortes españolas, según la Constitución de 1978. Es allí en donde se tramitan las leyes que luego regirán y darán cauce a las acciones de los ciudadanos.
Los partidos políticos, sus federaciones regionales y sus organizaciones locales tienen congresos. En esas convenciones, los participantes aprueban o desaprueban ponencias, eligen a sus dirigentes o revocan a los anteriores, idean proyectos y, cuando la ocasión lo merece o lo exige, cambian sus estatutos internos.
Repito. Un partido político es un agregado de intereses, una organización que dice representar los intereses de una parte o de la totalidad de la población. Intereses son objetivos que alguien se propone alcanzar, pero son también las ventajas ya logradas, ya consolidadas.
Los partidos se ofrecen a la sociedad para representar esos objetivos y esas ventajas. Como resulta que el sistema político democrático es un régimen representativo, unos toman las decisiones políticas, pero es la mayoría la que elige a quienes elaborarán las leyes. Las leyes son el reconocimiento de esos intereses: los objetivos y las metas a que tienen derecho los ciudadanos de un Estado.
En sociología al sector que constituye el partido se le llama ‘in-group’; a quienes son ajenos, externos o incluso hostiles a la organización forman el ‘out-group’. En principio, los miembros de un partido comparten los mismos intereses frente al ‘out-group’. Un partido es una asociación, en el sentido que le diera Ferdinand Tönnies a esta palabra: un agregado humano en el que los individuos están relacionados por vínculos secundarios. Uno participa en un partido…
Pero entre los miembros de dicha organización tienden a crearse redes de cohesión, vínculos que estrechan sus relaciones: se identifican con el mismo partido, se hacen solidarios de sus triunfos y de sus fracasos y emprenden, como organización, una acción colectiva. Por eso decimos que pertenecemos a un partido, como si de una comunidad se tratara: un agregado en la que sus integrantes estrechan vínculos primarios.
Ahora bien, más allá de la cohesión frente a los externos, los militantes pueden enfrentarse por los diferentes intereses con que internamente se oponen. El Gobierno que emana del Parlamento está fuera de la organización, pero el poder empieza en cuanto hay diferentes individuos que han de repartirse un recurso escaso. Y escaso es el poder de decidir sobre miembros y sobre pertenencias, sobre logros futuros.
Todo esto, señores, lo tuvimos que aprender deprisa y corriendo, con más voluntad que habilidad. El Franquismo había evacuado toda reflexión política de hondura, había extirpado el pensamiento ideológico. ¿Lo había logrado? Sin duda, el totalitarismo aspira a tal cosa. Pero una dictadura que se prolonga raramente elimina la discrepancia: aunque emplee sistemas represivos de extrema dureza. Raramente elimina la discrepancia y para mayor inri su fortaleza se vuleve rutina, su carisma –si es que lo hay– se vuelve automatismo.
Cuando Franco agoniza y muere, efectivamente los partidos parten. Pero don Gonzalo se organiza formando y presidiendo el partido de Unión Nacional Española, una incongruencia. Poco tiempo después, en 1976, Gonzalo Fernández de la Mora será condecorado por el General Augusto Pinochet. En la embajada de Chile recibirá la Gran Cruz de la Orden del Mérito, entregada por el embajador de dicho país en España.
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Seis. La envidia igualitaria (1984) es uno de los libros más apreciados de este ilustre reaccionario. Se trata de un furioso libelo antiliberal, un panfleto de mucha hondura contra la mesocracia y el Estado del bienestar. Tendrá numerosos lectores y algún que otro comentarista que elogie el volumen con énfasis y mucha fraternidad. La anécdota es bien conocida. ¿A quién me refiero?
A Mariano Rajoy.
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