Siempre he querido tener unas palabritas con Dios, un encuentro de tú a tú para decirle lo que de niño no pude por falta de arrestos.
Y también por el miedo que pasaba en Semana Santa y a lo largo del año. Supongo que no era un temor exclusivamente mío.
El catolicismo obligatorio era uno de los misterios de la creación, por decirlo con palabras bíblicas. Y era el principal nutriente ideológico de una dictadura beata y cruel.
Cuando era un muchachito leía las Sagradas Escrituras con unción y con fruición: por la dicha que aquellas páginas me procuraban y a la vez sintiéndome culpable por la felicidad muy materialista y carnal que experimentaba.
Había escenas sicalípticas y batallas cruentas, combates cuerpo a cuerpo y movimientos de masas. Pura lascivia.
Había soledades y penalidades, pero sobre todo había el mito hecho relato, narración inacabable: el origen, la moralidad, el pecado, la muerte.
Había la literalidad, pero había también lo figurado: esa hermenéutica infantil, esa interpretación fantasiosa, a lo que yo me aplicaba para sacar provecho y lección de aquellas enseñanzas.
La cinematografía sagrada de Semana Santa multiplicaba las consecuencias de mis lecturas. Por eso, al poner rostro a los personajes bíblicos, películas como ‘Los diez mandamientos’ confirmaban lo que aprendía: me provocaban un efecto de realidad y, por supuesto, de temor.
Pero regresemos a la letra… Aquellas páginas las leía siempre: preferentemente las del Viejo Testamento, admirándome de la variedad de etnias que poblaban la antigüedad bíblica.
Las leía sin parar quizá porque, en la biblioteca exigua que mi padre había conseguido reunir, las Escrituras ocupaban un lugar destacado y bien visible: la mirada siempre reparaba en aquella encuadernación severa de las Ediciones Paulinas, en lomo de piel simulada.
Conservo aquel volumen. O, mejor, lo conservaba hasta hace poco tiempo: ahora no siempre lo encuentro entre los anaqueles de mi biblioteca confusa, urgente. Me siento culpable.
Debo recuperarlo para volver a releer el Antiguo Testamento, el gran relato de la tradición, esa suma de textos en que aparecen pueblos escogidos e indómitos que se recuperan tras fracasos reiterados, tras siglos de postración.
Y en el que también aparecen malvados temibles que amenazan la fortuna y el patrimonio de los buenos. O santos que son ejemplo de piedad y recogimiento.
Pero sobre todo debo recuperarlo para volver a oír la palabra de Dios, ese ser distante y rigurosísimo que tanta desazón nos causaba a los adolescentes. Es un decir, vaya.
En aquellas páginas, siempre me angustiaba la Providencia, omnisciente y omnipotente. Los creyentes de entonces temíamos, en efecto, la imagen de aquel Dios severo y vigilante que imponía penas y penitencias a unos devotos pecadores, algo muelles.
Siempre me sorprendía con el pie cambiado, con el pecado cometido; siempre con tentaciones invencibles.
En mi ejemplar de las Ediciones Paulinas había unas pocas fotografías bíblicas: sí, fotografías de los años sesenta –calculo– en las que quedaban retratados israelíes, palestinos, campesinos, artesanos, o en las que se mostraban parajes desérticos y oasis fertilísimos.
O eso recuerdo. Era un modo de ilustrar la lectura piadosa en un mundo actualísimo, vertiginoso.
El efecto que me provocaban aquellas imágenes era el de permanencia, vigencia: en Tierra Santa, los tipos humanos y los paisajes seguían siendo los mismos que miles de años atrás.
Eso quería decir algo… Eso sí, de quien no había fotografía era de Dios, claro: una ausencia que aumentaba su enigmático poder para mi imaginación.
Cuántas fes adolescentes se perdieron por culpa de aquel Dios omnipotente, siempre irritado con su pueblo y ajeno a los sufrimientos de un español bajo el dominio del nacionalcatolicismo.
El agravio milenario del cristianismo se mezclaba con un Régimen cuyo Jefe de Estado lo era por la gracia de Dios. Nada menos. Te sentías culpable. ¿De qué? De todo, algo muy eficaz.
Como el propio Woody Allen le hace decir a uno de sus personajes, Danny Rose, “es importante sentirse culpable. De lo contrario, sabe usted, uno es capaz de hacer cosas terribles… Yo-yo me siento culpable todo el tiempo, y yo-yo nunca he hecho nada. ¿Sabe?”. Y cuando se le interroga si cree en Dios, Danny contesta: “No, no. Pero, eh, me siento culpable por eso”.
Pues eso.
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Imagen: Charlton Heston como Moisés en Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. DeMille
¡Feliz Semana Santa don Justo! Está hablando mucho de Dios. Tuvimos experiencias tan distintaa.Mala cosa fue esa dictadura.
Un abrazo.