Desde que empezó como joven novelista, Antonio Muñoz Molina postuló la búsqueda de la tradición como libertad y tarea, como reconstrucción y responsabilidad del escritor español.
El propio autor jiennense lo ha defendido en uno de los ensayos que se recogen en Pura alegría. (1998). Ese texto, que certifica el logro del autor, lleva por significativo título el de «La invención de un pasado» y fue pronunciado como conferencia años atrás, en 1993, en la Universidad de Harvard.
Lo que venía a decirles a quienes formaban parte de aquel auditorio era bien simple, pero a la vez importante. España, la España contemporánea, ha sufrido una fractura histórica profundísima, la de la Guerra Civil, la de la represión franquista y el exilio. Con ser importante e insoportable, no se trata sólo de la persecución política; se trata también de una catástrofe cultural, un cataclismo de la civilización hispana.
«La victoria franquista en la guerra civil», insiste, «no sólo abolió (…) nuestro derecho al porvenir, sino también nuestro derecho al pasado» al deteriorar las tradiciones propias de lo hispano, al manchar con fascismo y autoritarismo ultramontano, católico y agropecuario, la noción misma de lo español y al extirpar la filiación republicana, civil, del liberalismo hispánico.
Cuando Antonio Muñoz Molina se iniciaba en el mundo de la novela y de las letras, cuando comenzaba a aventurarse entre libros y entre tradiciones, la cultura española estaba saqueada por el casticismo, por el pintoresquismo y por lo atávico, lo rancio y lo clerical.
Era bastante común pensar lo atávico, lo rancio y lo clerical como materia prima de lo hispánico y se asociaban con una manera excluyente de vivir lo español. Había una manipulación obvia por parte de la dictadura, pero por parte de la oposición y de la izquierda había también un modo ignaro y huérfano de aceptar la propia tradición republicana y liberal.
La ventaja paradójica de esa orfandad fue la de recrear imaginativamente el propio mundo de referencias cultas, de mezclar lo foráneo y lo local con una audacia que no constriñe ortodoxia alguna; pero la ignorancia y la falta de raíces implicaron también el riesgo de perseguir lo evidente o de repetir incompetentemente lo que ya existía.
Cuando Muñoz Molina ingresaba joven en la Academia a mediados de los 90, sancionando un éxito y un reconocimiento generacional, sobrepasaba los cuarenta, es decir, ya no era joven ni física ni sociológicamente.
Los analistas sociales que se ocupan de este asunto destacan que la pérdida de la juventud es un dato objetivo que no tiene que ver con las arrugas con que está roturado nuestro rostro. Tiene que ver con la asunción sucesiva o simultánea de responsabilidades laborales, matrimoniales, residenciales y de parentesco.
Es curioso: en esta sociedad podemos dejar de ser jóvenes sociológicamente hablando muy pronto, si nuestra inserción cumple con estos cuatro requisitos; pero esa misma sociedad es la que nos seduce con la eterna lozanía a pesar de los cuarenta, de los cincuenta, con la obstinación fáustica de la edad, con la superstición de su valor incontestable.
Hasta hace menos de un siglo, dejar de ser joven era el alivio de una carencia, la reparación de una falta. La juventud como categoría o etapa sustantiva sólo es un hallazgo reciente, un descubrimiento occidental que se da y que se extiende justamente cuando Antonio Muñoz Molina era un niño, es decir, a finales de los años 50, con la difusión de la cultura del rock. Algo de esto decimos Alejandro Lillo y yo en Young Americans (Madrid, Punto de Vista Editores, 2014).
Por el contrario, hace un siglo, rebasar esa frontera de los cuarenta era ingresar en un tiempo objetivamente próximo a la muerte: una existencia larga no era esperanza unánime, la supervivencia infantil era escasa y las enfermedades o la miseria diezmaban la salud de quienes llegaban a la edad adulta o le arrebatan la vida antes de ver cumplida esa meta.
Los daguerrotipos y los retratos del Ochocientos nos devuelven la efigie severa de señores con cuarenta años que comparten largas patillas de hacha, un aspecto triste, ceniciento y patriarcal, poses incómodas y levitas apagadas. Un siglo y pico después, la mejora de las condiciones de vida, la aparición de la juventud como valor positivo y no como carencia a resolver, la seducción del cuerpo satinado, saludable o atlético y la creencia común de que podemos mantener el vigor indesmayable después de los cuarenta nos hacen caer en el espejismo de la adolescencia perpetua.
Pero son justamente los jóvenes de hoy los que no se engañan. Saben que quien alcanza la cuarentena ya no es de los suyos, aunque aquél niegue con farmacopea, obstinación y coquetería las injurias del tiempo o los primeros achaques de los años. Esos mismos cuarentones o cincuentones suelen descubrir un dato común, inapelable, que todos ellos comparten: los más jóvenes ya no les tutean, puesto que les ven más próximos a la generación de los padres. Son la generación de los padres.
Como señalo en Antonio Muñoz Molina. El tiempo en nuestras manos (Madrid, Fórcola Ediciones, 2014), la juventud es una vibración y una observación que se descubre con el habla, con la escritura, con la capacidad de imaginar mundos posibles. Justamente lo que el novelista viene habiendo desde hace décadas. Por eso se mantiene tan joven…