Sabes que un funcionario es una persona. Sabes que un político es una persona. Por supuesto que lo son; por supuesto que lo sabes.
Sabes que tienen vidas, unas vidas que van más allá de sus tareas, de los cometidos que desempeñan, pero sabes también que tu única relación con ellos ha de ser meramente instrumental.
De igual modo, de un empleado que atiende desde su ventanilla (aunque, hoy, tienden a desaparecer las ventanillas para hacer menos intimidatorio el trato)…, de un funcionario –digo— que despacha desde su puesto, esperas que te sirva correctamente, que ejecute su trabajo con rigor burocrático, sin personalizarlo, sin hacerlo suyo.
Lo mismo podría predicarse de un político: de un alcalde, de un concejal, de un presidente de Diputación. No se me haga el simpático; no confraternice conmigo; no patrimonialice el escaño, el sillón o la vara municipal.
En principio, este tipo de relaciones impersonales (con el empleado público o con el munícipe, por ejemplo) facilita la buena marcha de los organismos, de las instituciones, pues cada uno está en su sitio, cada uno tiene las tareas prefijadas que debe cumplir sin arbitrariedades, sin incertidumbres.
Con ello pueden evitarse el excesivo calor humano o la mera improvisación, el chalaneo de los avispados. La organización y, por tanto, la conversión de los individuos en medios de una relación impersonal hacen que nos relacionemos según determinadas expectativas.
En la sociedad actual, compleja, desarrollada, buena parte de nuestras actuaciones son, así, perfectamente previsibles: las realizamos en marcos conocidos por los actores, por nosotros mismos.
Sabemos qué papel debemos cumplir y en qué circunstancia y bajo qué códigos: y los demás, con quienes tenemos esos tratos impersonales, saben también que ellos y nosotros somos piezas de un enorme engranaje, resortes que satisfacen unas expectativas. Y punto.
Cuando eso no sucede, la máquina se deteriora y los personalismos reaparecen, como reaparecen el favor, el trato de favor, el provecho particular de quien se sirve de un empleo público para obtener utilidades privadas.
Yo, esto, te lo arreglo… En esos casos, la consecuencia está clara: el Estado soy yo; el Ayuntamiento soy yo; yo soy la terminal de una institución que encarno, que presta servicios a cambio de favores, mordidas y millones.
En la esfera pública, las corrupciones se dan cuando alguien se vale de su posición de fuerza o de poder para repartir de manera presuntamente gratuita, para exigir contraprestaciones, para otorgar supuestos favores más allá del reglamento, para administrar a manos llenas, para hacer valer su influencia con el fin de allanar obstáculos: concesiones, contratas, etcétera.
En realidad, el favorecido, el cliente, no recibe gratuitamente, pues queda atrapado en la red de las obligaciones personales, de las contraprestaciones: ha de remunerar al primero con algún tipo de gratificación, suma o bien material que salde una deuda contraída.
No sé si les suena todo esto. ¿Quizá a las Redes Gürtel, Púnica? ¿Tal vez a Imelsa? ¿Acaso a la trama Orange Market?
La pregunta es obvia. ¿Qué tienen en común? No es difícil la respuesta. Les imagino a todos ustedes reflexionando.
Esto es esto todo, amigos. Ahora ya sólo nos queda superar con éxito el Festival de Eurovisión. Pero eso…, eso no tiene arreglo.