¿Dónde están los hombrecillos verdes?

image Cuando la suerte te es adversa, momentáneamente adversa, cuando una temporal desazón te entristece, cuando te disgustas, no lo dudes: tómate una dosis generosa de Eduardo Mendoza. El bebedizo del autor te purga. En mi caso, como no tenía tiempo, opté por un tóxico rápido con el que aturdirme para olvidar. No es el mejor de sus libro… Leí y releí a Mendoza, a cierto Mendoza, y releí cosas que yo mismo había escrito sobre él. La fotografía del propio escritor y su sonrisa bienhechora te devuelven la alegría de vivir. Punto y aparte.

De niño pensaba que los alienígenas eran seres inteligentísimos, de proporciones gigantescas compuestos de materiales plásticos y metálicos o, por el contrario, entes pequeños, nervudos y de color verde: los famosos hombrecillos verdes. Había juzgado a la especie humana en virtud de esos patrones, de esos extremos. De repente un día, ya crecidito, me puse a pensar en los individuos, en nuestro cuerpo mortal. Quedé debidamente impresionado al comprobar que no somos gran cosa. Bien mirado, nuestro cuerpo –el mío, al menos– es una birria. Un informe que leí sobre el particular me lo confirmó.

Decía lo siguiente: «No hay en todo el Universo, chapuza más grande ni trasto peor hecho que el cuerpo humano. Sólo las orejas, pegadas al cráneo de cualquier modo, ya bastarían para descalificarlo. Los pies son ridículos; las tripas, asquerosas. Todas las calaveras tiene una cara de risa que no viene a cuento. De todo ello los seres humanos sólo son culpables hasta cierto punto. La verdad es que tuvieron mala suerte con la ‘evolución’…»

¿Quién puede decir esto? ¿Quién puede sostenerlo? O un extraño o un resabiado. O bien un humano desencantado, muy decepcionado con lo que como especie somos. O bien un alienígena, un ser de otro planeta capaz de realizar un informe tan conciso y exhaustivo. Si es este el caso, que lo es, entonces eso significa que nos mira minuciosamente, que se pregunta por la función de cada órgano. Y así, de cerca, salimos malparados, la verdad. Y nuestros miembros parecen cosa monstruosa.

Hace más de veinte años leí ‘Sin noticias de Gurb’ (1991) en la edición de Seix Barral. Pero antes lo había leído en ‘El País’: en el folletín que Eduardo Mendoza fue publicando en las páginas de dicho diario desde el 1 de agosto de 1990. La nota que encabezaba aquella primera entrega ya anunciaba lo bueno, es decir, la ficción divertidísima que se avecinaba:

image“El novelista barcelonés Eduardo Mendoza empieza hoy una insólita experiencia en su rico historial de narrador, como es escribir a diario un capítulo de la historia de un extraterrestre que aterriza este mismo verano en la propia periferia de la capital catalana…»

Volví a comprar el volumen en 1996: dicho título ya iba por la vigesimoctava edición. Cuando se cumplían veinte años de su formato en libro, lo adquirí nuevamente, ahora en la ‘Biblioteca Furtiva’ de Seix Barral. Lo leí por cuarta vez, si no me salen mal las cuentas. Como decía el autor, “…’Sin noticias de Gurb’ es quizá el libro mío que más se ha vendido”. Es probable que haya que quitar el quizá. ¿A qué se debe ese éxito tan rotundo?

“Es un libro breve y sumamente fácil de leer”, se respondía Eduardo Mendoza en primera instancia. Pero hay más: “A diferencia de lo que ocurre con los otros relatos de humor que he publicado”, señalaba, “en éste no hay una sola sombra de melancolía. Es una mirada sobre el mundo asombrada, un punto desamparada, pero sin asomo de tragedia ni de censura”. Que una cosa alienígena escriba un diario sobre su estancia terrícola se presta a todo. En el caso de Mendoza, se presta a lo jovial, a la diversión, al sarcasmo, a la ironía y a la ternura. En esta escala, podríamos decir.

¿Quién puede creer que un par de extraterrestres aterricen en Sardanyola? ¿Quién puede creer que uno de ellos, Gurb, adopte la apariencia de Marta Sánchez y desaparezca? ¿Quién puede creer que el compañero, sin nombre, escriba un diario de campo? De campo de minas, diríamos, pues Barcelona está toda ella levantada con obras inacabables y peligrosísimas.

Mendoza es capaz de hacernos creer todo eso y más: las mil y una perrerías que le hacen los terrícolas. Pero lo que resulta especialmente desternillante es la incomprensión. El marciano –vamos a llamarlo así– desconoce muchas cosas de esos humanos tan extraños que son los barceloneses, de sus costumbres, hábitos, normas, valores, fines, objetivos, medios y recursos. ¿Por qué hacen lo que hacen?

Por supuesto, la obrita es una fábula moral que remite a la picaresca: un tipo desorientado escribe acerca de sí mismo y escribe acerca de quienes le infligen daño o le procuran el bien. Y ese diario lo escribe a la manera de las novelas epistolares del siglo XVIII. Como las ‘Cartas persas’ (1717), de Montesquieu, o como las ‘Cartas marruecas’ (1789), de José Cadalso, Mendoza idea por decirlo así unas ‘Cartas marcianas’: somos observados por un alienígena que no nos entiende bien y que trata de describir lo que ve; y aquello que ve no siempre está registrado en su aparato lingüístico y conceptual, cosa que le provoca disonancias y malentendidos. Por ejemplo, el cuerpo del terrícola, aparentemente tan mal concebido o de resultados tan desastrosos tras la evolución, sufrirá daños sin cuento y el extraterrestre lo sabe bien: adopta cuerpos distintos como disfraz, aunque todos ellos calamitosos.

Pero ese alienígena tiene o cree tener conocimientos muy precisos e inútiles de los bajos fondos y de la ‘purria’, de los mandamases y de las autoridades: eso le permite aventurarse por donde no debe y tratar con gente buena o gente sin escrúpulos. Los batacazos y coscorrones son constantes provocando en nosotros la hilaridad. Entre otras cosas, porque el marciano no sabe cuáles son las medidas de todo: desde los churros que come en cantidades verdaderamente industriales hasta los términos de cortesía que se gasta, rancios y retóricos.

Me da mucha pena el extraterrestre. Abandonado, solo, con unos barceloneses hostiles, con unos terrícolas que frecuentemente lo repudian. Encima, el relato que detalla sus correrías, la novelita que recoge su diario no lo nombra. El título, ‘Sin noticias de Gurb’, alude al otro, al desaparecido. Ignoramos cómo se llama quién habla en primera persona. ¿Se puede ser más desgraciado? En su momento, el alienígena parecía un ser de aquel tiempo, de comienzos de los noventa. De haber venido y vivido después, este ser desdichado que se cae por zanjas de obras múltiples e inacabables no habría conseguido levantar cabeza. Como tampoco Gurb. Es probable que aún esté enladrillado en un edificio, encarcelado en alguna promoción edilicia.

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