Primero. Vaya por delante: no he visto el debate electoral y televisivo entre Pedro Sánchez y Mariano Rajoy. ¿Acaso por hostilidad? No. Sencillamente compartía mesa y mantel con unos amigos tras el club de lectura de la Librería Gaia.
Y nos lo hemos perdido, sí. Sé, sabíamos, que podríamos verlo entero. A la carta. Qué cosas, las ciencias adelantan que es una barbaridad. Mientras tanto, de la otra carta, la de la cervecería dábamos buena cuenta de cuatro viandas todas ellas de calidad y apetitosas.
Por lo poco que he podido contemplar parece que es indiscutible el éxito de Pedro Sánchez. Le ha dicho verdades como puños, acusaciones que al Candidato Rajoy han desconcertado o descolorado o ambas cosas a la vez.
Todo, por la corrupción: por la corrupción de todos los demonios. Ante la acusación de no ser decente que Pedro Sánchez le ha espetado, el Candidato Rajoy se revolvía como fiera abatida y ya dañada.
Voy a explicarle a Mariano Rajoy por qué el Candidato Sánchez tenía razón. Adopto el tono de viejo profesor que imparte una lección evidente pero por el alumno mal aprendida. Ustedes me perdonarán el didactismo y la trivialidades.
Segundo. El ideal de la humanidad es que a cada uno se le tome como fin, no como medio. Indudablemente, ese noble objetivo no lo cumplimos siempre en nuestras relaciones sociales.
Hay individuos para quienes sólo somos instrumentos o medios (y debe ser así, al menos en determinadas circunstancias).
Sabes que un funcionario o un representante político son personas, por supuesto; sabes que tienen unas vidas que van más allá de sus tareas, de los cometidos que desempeñan, pero sabes también que tu única relación con ellos es meramente instrumental.
De igual modo, de un empleado que atiende desde su ventanilla (aunque, hoy, tienden a desaparecer las ventanillas para hacer menos intimidatorio el trato)…, de un funcionario –digo— que despacha desde su puesto, esperas que te sirva correctamente, que ejecute su trabajo con rigor burocrático, sin personalizarlo.
Lo mismo podría predicarse de un político: de un alcalde, de un concejal, de un presidente de Diputación… que se comporte decentemente sin granjearse favores o sin repartirlos.
En principio, este tipo de relaciones impersonales (con el empleado público o con el munícipe, por ejemplo) facilita la buena marcha de los organismos, de las instituciones, pues cada uno está en su sitio, cada uno tiene las tareas prefijadas que debe cumplir sin arbitrariedades, sin incertidumbres.
Con ello pueden evitarse el excesivo calor humano o la mera improvisación, el chalaneo. La organización y, por tanto, la conversión de los individuos en medios de una relación impersonal hacen que nos relacionemos según determinadas expectativas.
En la sociedad actual, compleja, desarrollada, buena parte de nuestras actuaciones son, así, perfectamente previsibles: las realizamos en marcos conocidos por los actores, por nosotros mismos.
Sabemos qué papel debemos cumplir y en qué circunstancia y bajo qué códigos: y los demás, quienes tienen esos tratos impersonales con nosotros, saben también que ellos y nosotros somos piezas de un enorme engranaje, resortes que satisfacen unas expectativas. Y punto.
Cuando eso no sucede, la máquina se deteriora y los personalismos reaparecen, como reaparecen el favor, el trato de favor, el provecho particular de quien se sirve de un empleo público para obtener utilidades privadas. Yo, esto, te lo arreglo…
En esos casos, la consecuencia está clara: el Estado soy yo; yo soy la terminal de una institución que encarno, que presta servicios a cambio de favores.
Dicen que el vicepresidente de la Diputación de Castellón incrementó su patrimonio gracias a donaciones de todo tipo. O dicen que, al menos, habría escriturado las nuevas propiedades bajo la fórmula de la donación para pagar menos a Hacienda. El representante político lo niega. No me interesa si esa figura legal esconde o no compraventas o algo peor. Me interesa dicha palabra: donación…
Hace muchos años, el sociólogo Marcel Mauss escribió un ‘Ensayo sobre el don’. Estudiaba el funcionamiento y el significado de los regalos. En la vida privada, un presente se ofrece para mantener, mejorar o facilitar nuestras relaciones, para aliviar los malentendidos o encontronazos, para favorecer nuestros intercambios, para suspender unas hostilidades: los regalos circulan, facilitan la irrigación social, afianzan la paz entre individuos o grupos potencialmente adversarios o rivales, crean o refuerzan amistades, premian a los próximos.
En principio, donar presentes es gratuito: en el sentido de que regalamos porque queremos y quien recibe el obsequio no nos abona en metálico una suma con la que costear ese dispendio. ¿Gratuito?
Lo que pudo observar Mauss es que el regalo establece en realidad un servicio obligatorio. Cuando obsequiamos a alguien con un presente y éste lo acepta, entonces se crea entre nosotros un sistema invisible, pero real, de prescripciones, de obligaciones: una red de prestaciones y contraprestaciones que para funcionar implica devolución proporcionada, equivalente.
Piénsese, por ejemplo, que la lógica de funcionamiento de la Mafia o de la Camorra son de esta índole: desde el siglo XIX reparten servicios como si de obsequios se tratara con el fin de suplantar al Estado, de cubrir sus carencias, enredando a sus favorecidos en una obligación criminal.
En la esfera pública, las corrupciones se dan cuando alguien se vale de su posición de fuerza o de poder para repartir de manera presuntamente gratuita, para exigir contraprestaciones, para otorgar supuestos favores o sobres más allá del reglamento, para administrar a manos llenas, para hacer valer su influencia con el fin de allanar obstáculos: concesiones, contratas, etcétera.
En realida, el favorecido, el cliente, no recibe gratuitamente y, como indicara Mauss al hablar del don, queda atrapado en la red de las obligaciones personales, de las contraprestaciones: ha de remunerar al primero con algún tipo de gratificación, suma o bien material que salde una deuda contraída.
Por lo que parece a la calle Génova de Madrid llegaban fastuosas sumas de dinero en B, que luego debidamente repartido en montoncitos desiguales se entregaban a la jerarquía del Partido Popular: de ser cierta la acusación, los dirigentes serían extorsionadores cuya fea función habría desempeñado una clase de servicio.
El Candidato Rajoy apeló a sus muchos años ejerciendo la política en numerosos puestos. Esgrimía esa carrera como un aval, dado que nadie lo había empapelado judicialmente.
Pero ésa no es la cuestión. El asunto está en esos treinta y pico años de político vitalicio. ¿En todo ese tiempo jamás vio gestión corrupta, jamás se aprovechó de una comisión cobrada bajo mano?
El juzgado está lleno de indicios incriminatorios. El Candidato Rajoy supo, y era copartícipe; o no supo, y entonces era un ciego voluntario, alguien que se hace el sueco o el tonto o ambas cosas a la vez.
Rajoy es un político indigno. Ya el hecho de que, indiferente al escándalo creado por todo lo que hemos sabido de su partido, se haya mantenido en su puesto es un indicio del bajo nivel de nuestra democracia. En cualquier país de Europa con un nivel de exigencia normal para una sociedad desarrollada se habría marchado a su casa a la semana de conocerse aquel mensaje ‘Luis, sé fuerte’. Espero que no sea reelegido y si lo es se demostrará que en algunas cosas seguimos teniendo un nivel casi tercermundista.