Pronto hará diez años: yo escribía con horror, con espanto, de la Cataluña política, de sus toscos representantes. Se me perdonará esta generalización, pero llevo tiempo que no ganamos para sustos con unos candidatos que erre que erre sólo emprenden vuelos gallináceos. El nivel es ínfimo y se repite desde hace décadas.
Cuando esa Cataluña decepcionante resulta aún peor, yo siempre regreso a Eduardo Mendoza. El país del escritor barcelonés parece más real y más verosímil que la que nos transmiten los medios.
Las novelas de Mendoza no aspiran a ser un calco o reflejo de la Cataluña histórica: se escriben con el propósito evidente de escarnecer unos vicios en un contexto concreto que es, básicamente, la Barcelona natal del autor.
Sobre esa meta moral, dí has ficciones exageran, por ejemplo, el lado cínico de los poderosos, el lado pendenciero y menesteroso de las clases populares. Pero sobre todo estas novelas suelen mostrar de manera caricaturesca el lado tRonaldo, gamberro y descacharrante que hay en aquel país.
En sus páginas siempre hay locos que con torpeza o ingenio sobreviven pícaramente en un país aparentemente circunspecto, grave, severísimo. Son individuos que de sus vidas han hecho existencias desastrosas, justo por no saber acomodarse al sentido común, a ese estadio general de la civilización.
Entre los personajes más obvios de esta calaña está, claro, el orate que protagoniza ‘El misterio de la cripta embrujada’, ‘El laberinto de las aceitunas’, etcétera.
Ya lo saben: es un tipo que habiendo estado recluido en un frenopático bajo la tutela del Dr. Sugrañes sale para resolver casos aparentemente ilógicos que la policía no consigue solucionar aplicando la racionalidad y el buen sentido. Vamos, la Cataluña política actual.
De todos modos, aunque el individuo de Mendoza tenga mucho de personaje infausto, lo cierto es que tiene un olfato especial para sus pesquisas, una intuición particular para revelar las contradicciones o sevicias de los poderosos. Las buenas familias son de pena…
Es, desde luego, una construcción folletinesca, desternillante, exageradamente bufa, como de tebeo (según el propio Mendoza admite): son, en efecto, ficciones en las que los propios personajes se saben actuando, como si creyeran estar en una comedia burguesa o picaresca, con un público cercano.
En las novelas serias y en los divertimentos del autor aparecen tipos de estas características, uno de los cuales es, por ejemplo, el llamado “Alcalde de Barcelona” (de ‘La aventura del tocador de señoras’). Habla y habla sin parar, sin mucho juicio, con unos sermones tontorrones de no te menees.
No es la primera vez que un político local es objeto de chanza en Mendoza. Los lectores recordarán a aquel otro alcalde, en este caso de ‘La ciudad de los prodigios’, a quien lo único que le gustaba era “gastar sin freno y hacer el bandarra”.
Ese sentido tunante, perturbado y deslenguado de la pillería está en Mendoza, pero está también en la Cataluña política, la que dejan ver los candidatos que han concurrido ahora en una campaña sañuda y en una negociación surrealista.
A pesar de ir bien trajeados y limpios, en general, los candidatos hacen y dicen cosas muy raras, tan raras que si las pusiera el novelista en uno de sus folletines pensaríamos que es un esperpento fantasioso.
¿Recuerdan hace años cuando un candidato como Artur Mas acudía al notario cual burgués industrioso dispuesto a firmar pactos o convenios inverificables salvando su origen menestral? Esperpéntico.
¿Recuerdan a un aspirante como el socialista, José Montilla, que consentía promocionar su candidatura con la melodía de Nocilla, qué merendilla?
¿Recuerdan a un postulante como Josep Piqué, que luchaba contra sus rivales electorales a la vez que debía hacer frente a su principal enemigo, un Vidal-Quadras incendiario que no aceptaba el tono amable de su correligionario?
¿Recuerdan a un Carod-Rovira empequeñecido, al que veíamos a punto de ser descabalgado por algunos de sus conmilitones acanallados, deseosos de desalojar al filólogo-político?
¿Recuerdan a un Joan Saura que no parecía de la izquierda obrera y verde, sino un representante de la gauche divine ataviada con polos de marca y look pijísimo?
¿Recuerdan, en fin, a un Albert Rivera, que se presentaba con un desnudo metafórico, glosado y alabado una y otra vez por Arcadi Espada, su mentor espiritual.
¿Los políticos? También los payasos de la Cataluña real se asemejaban cada vez más a lo descrito por Mendoza. Pensemos, por ejemplo, en algunos de los grandes clowns del Principado, justamente individuos que se saben actuando (como los locos de Mendoza) y que con sarcasmo exagerado representan o dicen cosas tremendas.
Entre otros, ésos son los casos de Albert Boadella y Toni Albà. Ambos se saben poseedores de ideas firmes, probablemente impermeables, y ridiculizan a algunos de los miembros de la clase política que arriba describíamos: largan con entusiasmo de ideólogos y encarnan papeles de payaso.
Cuando se visten de tales y están en un escenario, los soportaba e incluso me gustaban: por ejemplo, los montajes de Boadella sobre Ubú-Pujol o los escarnios de Albà sobre el Rey Juan Carlos.
Cuando, por el contrario, les escuchamos sus opiniones políticas, dichas con gran facundia, me desagradan. Qué quieren, para conducirme en la vida prefiero la caballerosidad victoriana de Mendoza a los calcos degradados de sus orates. Es más, al final, cuando Boadella y Albà dicen esas cosas tremendas más que a los pícaros me recuerdan a los políticos chiflados del novelista. En fin…
Ahora, hecho el cómputo de los sufragios y de los escaños de las negociaciones, todos dicen estar muy contentos, todos… empeñados en alejarse de la realidad haciendo suyos unos discursos desorientados o dementes. Es de chiste. Insisto: si estas cosas las pusiera el novelista en uno de sus folletines pensaríamos que es un esperpento fantasioso.
La figura política que ridiculiza Mendoza es siempre “un prototipo de político al uso”, leo en un libro de Llàtzer Moix: “con un discurso descarrilado, que ha perdido contacto con la realidad; es una persona a la que, a fuerza de asistir a actos públicos, se le va la olla».
«Exagero un poquito”, admite Mendoza, “pero algo de eso hay…” Oyendo a los políticos en estos tres meses y pico tengo la sensación de que la mayoría de ellos habían sido suplantados por aquel prototipo de Mendoza, el del orate. Pero, claro, el asunto no es de estos últimos meses. La cosa se prolonga desde hace décadas.